Cosas de otro mundo
Se dirigieron hacia la puerta opaca, y una vez traspasada, se encontraron en el extremo de un pasillo que conducía a diversos departamentos, con paredes también opacas. Entraron en uno de ellos. «Kirk» les seguía sin mostrar mucha confianza en aquel entorno desconocido.
—Este es el… comedor —anunció su anfitrión, dándoles la bienvenida y abriendo los brazos.
Era una sala cuadrada con extrañas sillas y mesas, que serían el delirio de un diseñador de muebles moderno, distribuidas por ella. En el centro había un cilindro vertical de unos cincuenta centímetros de diámetro, que partía del techo. A más o menos un metro del suelo, tenía una abertura, como una pequeña compuerta, y varios cristales de distinto color adheridos al lado de ella.
—Este es el dispensador de comida —les explicó Dael, dirigiéndose a los coloridos mandos—. Seleccionas lo que quieras comer… aprietas los pulsadores correspondientes… y ya está. ¡La comida sale recién hecha, por este orificio!
—¿Qué es lo más bueno que sabe hacer ese dispensador? —preguntó con verdadero interés el glotón de Max, al que las tripas le estaban pidiendo urgentemente algo sólido para consolarse—. ¿Tenéis pasteles en vuestro planeta?
Sus amigos se pusieron a reír.
—¡Tenemos «droupa»! —respondió divertido Dael—. Ahora lo probaréis. ¡Es mi manjar favorito!
Presionó varios de aquellos cristales y se quedó aguardando el resultado. Al cabo de unos segundos, la compuerta del orificio se abrió y Dael extrajo de su interior un bol lleno de una especie de pasta espumosa de color azulado. Al lado del recipiente había cinco curiosas cucharillas triangulares.
—¡Probadlo, ya veréis que bueno es! —invitó su anfitrión, ofreciéndoselo a sus invitados.
Max no dudó ni un momento en llenar aquella cucharilla y llevarse el contenido a la boca. Los demás prefirieron esperar expectantes su reacción antes de imitarle. El rollizo chico cerró los ojos para saborear mejor aquel «droupa». De repente abrió los ojos desmesuradamente y exclamó con una gran sonrisa:
—¡Esto está buenísimo! —y empezó a tragar cucharadas glotona y convulsivamente.
Tal afirmación hizo que sus amigos decidieran también descubrir aquel nuevo sabor por ellos mismos. Al igual que Max, lo encontraron delicioso.
—Es una mezcla de cacao, vainilla… y alguna fruta… —observó Gabi relamiéndose—. Pero no sabría decir cual… ¡Podría ser el sueño de un pastelero!
Dael reía contento y satisfecho del éxito obtenido por aquel dulce.
—¡Pues ya veréis cuando os deje probar el «teinijxa»! —dijo—. ¡Os moriréis de placer!
—¿Qué estás esperando, pues? —solicitó rápidamente Max, aún con la boca llena—. ¡Si es más bueno que esto, quizá decida irme a vivir a tu planeta!
—¡Más tarde lo probaremos! —atajó Dael, divertido—. Ahora venid, os enseñaré mi habitación… —miró al can que les acompañaba—. ¡Pero antes, pediremos al dispensador algo para que nuestro amigo peludo se sienta más a gusto! —apretó de nuevo los cristales, y apareció por la abertura un recipiente plano con una especie de croquetas esféricas y viscosas—. ¡Esto les encanta a los perros! —se lo entregó a «Kirk», que en cuatro lengüetazos dejó limpio el recipiente—. ¿Lo veis?
El desconcertado animal empezó a encontrarse más cómodo a partir de ese momento, y lo demostró meneando el rabo.
A una indicación de Dael, depositaron las vasijas y cubiertos de nuevo tras aquella compuerta para que el dispensador iniciara el proceso de lavado; a continuación siguieron al chico hasta una pequeña estancia cercana al comedor. Tenía una especie de cama ovalada en el centro, y estaba llena de hologramas de lo que supusieron debía ser Arenia, y que reproducían algunos de sus paisajes y ciudades. En ellos podía apreciarse que el color de su firmamento era de un tono anaranjado, y que diversas plantas y árboles, también de un tono rojizo, superaban con creces las medidas de los de la Tierra. Las ciudades, por otra parte, carecían de edificios altos sus construcciones eran redondeadas y con no más de dos pisos cada una.
—Esta es Námalam, la ciudad donde vivo —informó Dael con indisimulado orgullo.
En otro de los hologramas aparecía un océano, de un color parecido al de su cielo pero más intenso, rodeando una serie de pequeñas islas y, por lo que se pudieron ver, mucho más embravecido que los de la Tierra. Aunque en el holograma aparecía un día claro, el oleaje era tremendo, como si estuviera sometido a una fuerte tormenta. Dael volvió a comentar la imagen:
—Son las Islas Fradal; allí nació mi madre. Es un lugar peligroso por las fuertes corrientes que se forman entre los islotes, y sólo los nativos de ese lugar conocen la manera de navegar sobre las fuertes olas… ¡Y eso que la economía de esa región se basa fundamentalmente en la pesca! A mí me gusta mucho el ambiente salvaje de las Islas Fradal, voy muy a menudo allí para visitar a mis abuelos…
En otra imagen había dos pequeños planetas que supusieron debían ser los satélites de Arenia, pero se veían mucho más cercanos al planeta de lo que estaba la luna de la Tierra.
—Son Prebos y Cratos —siguió informando Dael, al ver que ahora observaban detenidamente ese holograma—. Al contrario que vuestra luna, nuestros dos satélites tienen las mismas características ambientales que el planeta, y son los preferidos por gran parte de la población para ir a pasar lo que vosotros llamáis vacaciones. Además, al estar mucho más cerca de Arenia de lo que la luna lo está de la Tierra, compartimos la misma atmósfera, o sea, que entre Arenia y sus satélites hay oxígeno, y no hacen falta naves espaciales para desplazarse a ellos: con los simples transportes que posee la población, ya sean públicos o privados, se puede acceder a ellos en poco tiempo.
—¡Es realmente precioso! —exclamó maravillada Ada, que no había imaginado jamás que un paisaje extraterrestre pudiera ser de aquella manera.
—¡Los árboles son una auténtica pasada! —observó Lore con admiración—. ¡Parecen enormes!
—Alguno llega a los veinte «froes» de altura… unos setenta de vuestros metros. —Apuntó Dael—. ¡Me encanta subirme a ellos… es uno de mis deportes favoritos, y uno de los que causa más furor en Arenia!
—¿Y las plantas de la Tierra se adaptaron bien a vuestro clima y todo eso? —preguntó Gabi—. ¡No he visto nada de color verde en tus hologramas!
—Creamos un clima artificial en… ¿invernaderos? —no sabía si lo estaba diciendo bien, pero los cuatro amigos asintieron—. Pues eso. Construimos invernaderos con luz artificial, lo suficientemente grandes para cultivar las semillas que trajimos de vuestro planeta. El terreno es similar al de aquí, pero los ciclos solares son distintos: Allí, un día dura tres de los vuestros, ya que la rotación en torno a nuestro sol es mucho más lenta, y las estaciones también son mucho más largas. Por eso tuvimos que adaptarlas; sino, los cultivos morían al poco tiempo. En cambio, los animales se aclimataron en un par de generaciones… como lo hicimos nosotros.
Lore seguía observando extasiada aquellos hologramas.
—¡Realmente Arenia es de una gran belleza; extraño, pero muy hermoso! Hasta las casas se ven bonitas… como Vedala, que es una pasada, ¡una maravilla, vaya!
La voz de la nave sonó a su alrededor:
—Gracias —dijo agradecida, con su armoniosa y siempre pausada voz, que no demostraba emoción alguna—. Tu mundo también es muy hermoso… pero no entiendo por qué os empeñáis en destruirlo; al final lograréis que se enfade. Los planetas tienen su propia inteligencia, muy distinta a la de los humanos, eso sí; pero cuando se sienten amenazados, se defienden con sus propios medios. Y he de deciros que normalmente acostumbran a ganar.
—¡Eso es cierto! —certificó Dael—. Hace siglos que descubrimos que los planetas que albergan vida están también vivos y, a su manera, sienten y padecen, aman y se enfadan… Por eso hay que cuidarlos, para que ellos te cuiden a ti y sigan ofreciendo sus recursos a los habitantes, para sustentar la vida.
No tuvieron tiempo de reflexionar sobre aquello. De repente se sobresaltaron por un agudo chillido que soltó Ada, seguido por una malsonante palabra proferida por Max. Todos se giraron a la vez para ver qué había provocado esa reacción en sus amigos. Al parecer, el orondo muchacho, que nunca podía estarse quieto ni dejar de chafardear, había presionado «sin querer» un panel, y una parte de la pared se había corrido, dejando a la vista varios cuerpos idénticos a Dael, dispuestos uno al lado de otro en una enorme estantería, como si de cajas de muñecos en una juguetería se tratara.
—¡Son mis «alternativos»! —dijo Dael, riendo al imaginarse la impresión que les habían causado—. Son clónicos que, una vez activados, disponen de un día de vida. Sirven para suplantarme en caso de que tenga que asistir a algún acto público donde haya la posibilidad de sufrir algún atentado.
Lore pensó que tales medidas de seguridad tan sólo podían otorgarse a personas muy importantes, por lo que su nuevo amigo, con toda seguridad, no les había contado realmente cuál era su verdadero rango en Arenia.
Los cuatro amigos intentaban ir asimilando todo lo que veían y escuchaban. Para ellos era increíble admirar y conocer detalles acerca de culturas de otros mundos. Aquello que tan sólo habían podido leer en cómics y libros de ciencia ficción, o habían visto en películas, se les presentaba ahora de manera real y palpable.
—¡Seguidme! —Dael les hizo de nuevo un gesto para que le acompañaran a otra estancia.
Entraron en una gran sala vacía.
—Es la sala de distracción —les dijo—. ¡Ahora veréis!
Apretó un dispositivo de la pared, y de repente, con gran asombro, todos empezaron a flotar.
—¿Qué tal sin gravedad? —les preguntó Dael a sus perplejos y algo intranquilos invitados—. ¡Os tenéis que impulsar moviendo los brazos como si nadarais!
—¡Es una pasada! —gritaba alborozado Max mientras daba vueltas en el aire—. ¡Qué sensación tan increíble!
Entonces se abrieron unos paneles, uno en cada una de las cuatro paredes de la sala, dejando ver unos orificios redondos. Del techo cayó una especie de pelota de color negro.
—¡A este juego le llamamos «Oblo»! Consiste en introducir la bola en uno de los agujeros —informó Dael, mientras recogía la esfera con las manos—. ¡Hagamos dos equipos…!
«Kirk», que no acababa de ver claro eso de que el suelo se alejara de sus patas, no paraba de ladrar, asustado.
—¡Me estoy mareando! —se quejó Ada cuya palidez en el rostro reflejaba su estado—. ¡Tengo el estómago flotando en mi interior!
Gabi, muy a pesar suyo, se obligó a poner una expresión seria y responsable y se dirigió flotando, dándose impulso con los brazos tal como les habían indicado, hasta posicionarse al lado de Dael.
—No creo que sea el mejor momento para ponerse a jugar —le dijo en tono de reproche al areniano—. ¿No crees que tenemos cosas más importantes que hacer?
Dael borró la expresión de felicidad que inundaba su rostro y recuperó la sensatez.
—Tienes razón… —admitió avergonzado—. ¡Me he dejado llevar por la emoción…! ¡Tendréis que perdonarme, pero es que hace tanto que estoy solo…! —se dirigió al grupo—: Cuando todo esto de los «vixos» termine, os enseñaré cómo se juega.
Dándose impulso y chocando contra la pared, llegó hasta donde estaba el dispositivo, y lo presionó para apagarlo. Suavemente volvieron a descender hasta el transparente piso de la nave. El perro, atemorizado, volvía a gemir de nuevo, como suplicando que no volvieran a repetir actos como este.
—¡Qué alivio! —exclamó Ada al notar que sus pies volvían a estar en el suelo.
—Lo siento de verdad —volvió a excusarse su anfitrión—. ¡Por un momento he olvidado que tenemos serios problemas…!
—¿Cómo es que volabas en la Tierra? —preguntó Gabi de repente. Era un tema que el otro día quedó sin aclarar; y tanto a él como a Max les interesaba muchísimo. ¡Siempre habían querido volar como los superhéroes de los tebeos!
Dael se rascó la cabeza, intentando hallar una explicación que fuera entendible para los terrícolas:
—Lo consigo anulando la gravedad que me atrae a la Tierra, lo justo para elevarme; luego, por finos conductos de aire regulables que salen de mi traje, me desplazo a más o menos velocidad… en realidad es muy sencillo…
Gabi pensó que nada le gustaría más que tener un traje de aquellos con un dispositivo antigravedad. ¡Dejaría pasmados a sus compañeros de instituto si llegara volando a las clases!
Lore, que al fin había recuperado la compostura después de la ingravidez, sujetó al timorato «Kirk» y preguntó:
—¿Tienes algún plan para combatir a los «vixos»?
Dael se quedó pensativo un instante. Entonces se le iluminó la cara:
—¡Sí, tengo una idea! —dijo—. ¡Podemos usar el duplicador de materia estable para replicar mi arma antivixos! ¿Qué os parece?
Ninguno entendió nada, pero se dejaron llevar por su amigo de nuevo hasta el puente. Dael se dirigió a una especie de caja que irradiaba una luz azulada.
—Si introduzco mi arma dentro del duplicador, en un par de vuestras horas, habrá construido otro… ¡Ya veréis! —abrió aquella caja luminosa por uno de sus costados, dentro había dos compartimentos, y Dael colocó con cuidado, en uno de ellos, aquel rectángulo de cristal con el que le habían visto eliminar «vixos». Luego advirtió—: ¡No podemos interrumpir el proceso de duplicación, sino podríamos estropear tanto la máquina como el rayo sónico! O sea, que tendremos que esperar mientras se duplica.
—No tenemos nada más que hacer —admitió, resignada, Lore—. ¡Ni siquiera podemos volver a nuestras casas…!
—¿Este aparato puede duplicarlo todo? —preguntó Max—. ¿Una consola de videojuegos, por ejemplo?
—Primero tendría que configurarla para que entendiera vuestra tecnología pero sí, en teoría podría hacerlo —fue la respuesta de Dael.
—¡Qué guay! —exclamó Max, mirando el aparato con reverencia—. ¡Haré una lista de cosas que me gustaría duplicar!
Entonces escucharon la voz de Vedala:
—¡Atención, Dael, nuevo flujo de «vixos» dirigiéndose a la tierra por las coordenadas E330!
Dael corrió hacia una pantalla del cuadro de mandos.
—¡Mirad! —exclamó, a la vez que les hacía señas a sus amigos para que se acercaran.
Los cuatro se agolparon en torno aquella pantalla transparente. En ella pudieron ver una especie de fino chorro de gas de color rosado, que supuestamente se dirigía a la, para ellos, oculta superficie de la Tierra.
—¿Qué es eso? —preguntó Ada, extrañada.
—¡Son «vixos»! —le respondió Dael—. El filtro negativo del visor hace que así podamos verlos en su forma de tránsito, cuando se desplazan a gran velocidad. ¡Ahí van varios centenares de ellos!
Mantuvieron silencio mientras observaban aquel fenómeno. De repente, Dael apretó varios paneles de una consola.
—Ya que en el vacío el sonido no se propaga y no puedo atacarles con el rayo sónico de Vedala… —comentó—, ¡…les mandaré al otro lado del universo con un impacto de teleportación!
Una especie de burbuja translúcida surgió de la nave e impactó contra aquel flujo gaseoso. Al instante, este desapareció casi por completo.
—¡No los has teleportado a todos! —observó Gabi, inquieto, señalando restos de aquel fluido.
—¡Es que este sistema no está muy perfeccionado! De hecho, no sabemos exactamente dónde mandamos a los teleportados; sólo sabemos que salen de nuestros sistemas de detección, lo que quiere decir que van a parar a varios millones de años luz —Dael intentaba dar más órdenes a Vedala para disparar más rayos y sacarse de encima los «vixos» restantes. Alcanzó a dos más, pero tres de ellos habían detenido su marcha, y se acercaban ominosamente a la nave, esquivando los disparos con gran agilidad. Con mirada asesina, se quedaron observando a Vedala, intuyendo que detrás de aquel material opaco alguien les estaba vigilando y atacando.
—¡Nos han visto! —chilló Ada, alarmada.
—¡No te preocupes; aunque puedan atravesar paredes, no representan ningún peligro! —la tranquilizó Dael—. Sois niños, ya sabéis que no puede haceros nada; y yo, además, estoy vacunado.
—¿Estás completamente seguro de que no pueden dañarnos de ninguna manera? —preguntó Gabi, alarmado—. ¡Yo diría que esos tres no traen muy buenas intenciones!
Nada más acabó de decir eso, cuando los extraños seres, efectuando un rápido movimiento, se lanzaron contra la nave como flechas.
Vedala, sin alterarse, anunció:
—Atención, «vixos» dentro de la nave. Nivel de alarma básico activado.
Las luces del interior de la nave cambiaron a una tonalidad más amarillenta. Los cinco se miraron un tanto asustados. Dael dirigió la mirada hacia el duplicador para constatar algo que ya sabían:
—¡Pues en este momento, no los podemos eliminar! —se maldijo por haber decidido duplicar su arma en aquel momento.
—¿Y el rayo de la nave? —propuso Max—. ¿No puedes usarlo?
Dael negó con la cabeza.
—¡Sólo funciona hacia el exterior…! —se lamentó.
Lore añadió:
—¿Y el campo de fuerza?
Dael volvió a mover negativamente la cabeza.
—¡Está incluido en el mismo dispositivo que el rayo sónico!
«Kirk» empezó a gruñir y ladrar, enseñando los dientes, dirigiendo toda su ira hacia una de las paredes.
Gabi, ahora muy asustado, preguntó con voz temblorosa:
—Repito la pregunta: ¿estás realmente seguro de que no pueden hacernos nada? ¿No podría ser que hubieran evolucionado desde que invadieron vuestro planeta, y ahora tienen alguna forma de poseer a los niños?
Dael le miró, encogiéndose de hombros:
—Pues creo que no, o ya os habrían poseído antes; pero ahora mismo no sabría decir qué pueden estar tramando… —había un deje de intranquilidad en sus palabras que hizo que los cuatro amigos fueran invadidos por un gran desasosiego.