CAPÍTULO 11

Terror en casa

Ada se despertó sobresaltada. Después de haber sufrido una horrible pesadilla relacionada con los «Vixos», en la que ella era perseguida sin tregua por distintos escenarios que abarcaban desde su instituto a la playa, pasando por el parque, el insistente pitido de su despertador la rescató devolviéndola a la realidad. Se despertó sudando y aún con el corazón latiéndole con fuerza en su pecho. ¡La pesadilla le había parecido tan real!

Aún medio dormida, tanteó con la mano la mesita de noche en busca del causante del odiado sonido. Sus dedos tropezaron con el aparato y apretó el pulsador para detenerlo. Bostezó, intentando sacarse el recuerdo de su inquietante sueño de la cabeza. «Ahora vendrá mamá y golpeará la puerta para decirme que me dé prisa», pensó bostezando; «Me quedaré en la cama hasta que lo haga».

Pero al cabo de un largo rato, durante el cual tuvo que hacer grandes esfuerzos por no volver a quedarse dormida, se extrañó de que su madre no hubiera hecho su habitual llamada de apremio. «¡Qué raro, si es muy tarde!», se dijo mirando la hora en el despertador. Su madre jamás había fallado en su rutina matinal, y mucho menos un lunes, día en que tanto a ella como a su padre les costaba más de lo habitual ponerse en marcha después del fin de semana.

Decidió levantarse. Algo en su subconsciente le hacía sospechar que pasaba alguna cosa fuera de lo normal. Abrió la puerta sigilosamente y se asomó al pasillo. Nada, ni un ruido. Se encogió de hombros. «¿Se habrán dormido los dos?», se preguntaba.

Decidió llamarles en voz alta:

—¿¡Mamá, papá!? —nada; nadie respondió a su llamada. Ahora sí que empezaba a inquietarse de verdad.

Extrañada, volvió a entrar en su habitación y cerró la puerta. Se vistió con rapidez, pensando que debería darse una ducha; pero su instinto de conservación le advertía de que tal vez sería mejor no quedarse encerrada en el cuarto de baño bajo el agua, ya que el sonido de la ducha podía aislarla de lo que pudiera pasar en su entorno, y en aquellos momentos no era muy aconsejable hacerlo.

Así que fue al baño sólo para lavarse la cara y peinarse; luego bajó a la cocina, donde a aquella hora lo habitual era que su madre estuviera preparando el desayuno. Pero al llegar a la cocina vio que estaba vacía. El corazón se le empezó a acelerar, y un sudor frío comenzó a bajarle por la frente. Aquello era muy raro; y a la vez, demasiado parecido a la pesadilla de la que acababa de despertar. Empezó a temblar, asustada.

Procurando no hacer ruido, abrió el frigorífico para, al menos, tomarse un vaso de leche con cereales antes de marchar. Cuando cerró la puerta del electrodoméstico, se llevó un susto de muerte: su madre estaba de pie en la cocina, mirándola fijamente. Aún iba en pijama y Ada enseguida se dio cuenta, por la forma en que la observaba, de que un «Vixo» se había apoderado de ella.

—¡Buenos días, hija! —saludó con una voz que no era la suya; más bien sonaba espeluznante, como el eco de un desagüe—. ¡Te estaba esperando impaciente!

Ada, sobresaltada, no tuvo ni tiempo de preguntarse cómo había podido entrar en la cocina sin que ella se diera cuenta; ni tampoco dónde había estado escondida hasta entonces. Lo que la niña sí tenía claro era que el parásito seguramente se había apoderado de su madre hacía poco rato, ya que si no, ¿qué le hubiera podido impedir hacerla daño mientras estaba dormida? Y otra pregunta que la intranquilizaba aún más: ¿se habrían apoderado también otra vez de su padre?

Las pesadillas se habían convertido definitivamente en premonitorias.

En un acto reflejo motivado por el miedo, le vació el contenido de la botella de leche en la cara y se escabulló por su lado a gran velocidad, mientras su madre, cogida por sorpresa, quedó cegada un instante por el líquido blanco, intentando limpiarse con rapidez el que le había ido a parar a los ojos.

La niña, aprovechando ese lapsus, salió corriendo por el comedor directamente a la puerta de entrada; tenía que huir para poder avisar lo antes posible a Dael y a los demás, para poner remedio a aquella situación. Pero cuando giró el pomo, se encontró con que estaba cerrada con llave.

Casi rompió a llorar debido al nerviosismo y la frustración, pero se contuvo: ¡tenía que ser fuerte! Echó un vistazo hacia la cocina y vio que su madre, ya recuperada la visión, se le acercaba a toda velocidad, casi deslizándose por el piso más que corriendo. Ada corrió escaleras arriba esperando que tal vez los «Vixos» no fueran tan ágiles subiendo peldaños. Pero lo eran. Ya tenía a Tere encima cuando logró llegar a la puerta de su habitación, dispuesta a atrincherarse en ella para defenderse como pudiera. Pero su sorpresa fue mayúscula cuando, al abrir la puerta, se encontró frente a frente con su padre, también con aquella aterradora expresión en la cara que la niña conocía tan bien. Ada tuvo un sobresalto, pero Ramón la sujetó por los hombros con fuerza, impidiendo que ella pudiera huir.

—¿Dónde vas, hija? —le preguntó con voz extraña—. ¡No queremos que te vayas!

La transformada voz de su madre sonó a su espalda:

—¡No tienes que correr, niña, no hay ningún sitio al que puedas ir ni dónde esconderte…!

Ada, más que horrorizada, estuvo a punto de desmayarse con tanto susto. Tuvo que hacer acopio de fuerzas para obligar a su mente a que discurriera a toda velocidad… ¡y la posible solución se le ocurrió de repente! Si a aquellos seres no les gustaban según qué sonidos, tal vez un chillido agudo serviría de algo, aunque no acabara con ellos… ¡Y ella era especialista en chillidos insoportables! Empezó a gritar, buscando el tono más alto y agudo que pudieran emitir sus cuerdas vocales. Realmente consiguió algo más que molesto alarido, lo que hizo que sus dos atacantes la soltaran para taparse de inmediato los oídos con las manos; así Ada pudo aprovechar para bajar de nuevo las escaleras a toda prisa, saltando los peldaños de tres en tres.

Los «Vixos», controlando la voluntad de sus padres, le pisaban los talones. Chilló de nuevo. Sus perseguidores se detuvieron un instante dando muestras de dolor.

—¡No vuelvas a hacer eso! —le gritó su padre, enfadado y con aquel tono ronco tan desagradable—. ¡Hace daño! —y se llevaba las manos a los oídos intentando impedir que aquel estridente sonido le taladrara los tímpanos.

Pero hacerles daño era exactamente lo que Ada pretendía, así que no cesó de aullar en todo el rato, *** NO HAY *** a riesgo de quedarse afónica.

Nada más llegar al comedor, cogió una silla y la lanzó contra una de las ventanas con todas sus fuerzas. El cristal se rompió en mil pedazos. Se giró y chilló de nuevo, para que sus perseguidores volvieran a detenerse retorciéndose de dolor, y poner así más distancia entre ellos.

Armándose de valor, saltó por la improvisada salida, confiando en no romperse nada, y agradeciendo que sus padres no hubieran instalado las rejas que hacía tiempo pensaban colocar en todas las ventanas de la casa. Se hizo un par de cortes en las piernas con los restos de cristal que habían quedado en el marco; pero estaba tan asustada que no se percató de ello: el exceso de adrenalina hizo que no sintiera dolor alguno. Cuando cayó al jardín, se puso en pie de un salto para echar a correr todo lo rápido que le permitían sus piernas, mientras fugazmente giraba la vista para ver cómo sus padres se quedaban detenidos en el alféizar del roto ventanal, mirándola con aquellos ojos sin brillo, pero por suerte sin mostrar intención alguna de perseguirla.

—¡Te encontraremos! —le gritaron al unísono sus poseídos progenitores—. ¡Estamos en todas partes!

En cuanto estuvo a unos cien metros de la casa, Ada rompió a llorar; pero aun así siguió corriendo sin aminorar la marcha. ¡Tenía que llegar al espigón cuanto antes! Entonces, un terrible pensamiento le cruzó por la mente: «¿Y si a los demás les ha pasado lo mismo?». «¿Y si todo respondía a un plan elaborado por los “Vixos” para terminar con nosotros?». Aunque pareciera imposible, aceleró aún más su marcha, y su corazón parecía que le iba a saltar del pecho. «¡He de encontrar a Dael!».Confiaba en que aquel chico extranjero arreglara la situación lo más pronto posible. En ese momento, las pesadillas que había tenido por la noche le parecieron de lo más inofensivas.

Max se estaba lavando los dientes cuando a través del espejo del baño pudo ver como lentamente se estaba abriendo la puerta detrás suyo, y la cara de su padre empezaba a asomar por ella. Se detuvo manteniendo el cepillo en la boca, a la vez que el corazón le daba un vuelco al percatarse, en una fracción de segundo, de que la mirada de su progenitor demostraba sin lugar a dudas que había sido poseído por uno de los parásitos.

El niño, emulando a sus héroes, reaccionó con rapidez dando una patada en la puerta, aprisionando con ella la mitad del cuerpo de su padre. Este se retorció de dolor. El chico escupió el cepillo de dientes, y con la boca aún llena de espuma, empujó al dolorido hombre apartándole de la puerta, y como alma que lleva el diablo, corrió hacia la salida… pero esta estaba custodiada por su madre.

—¿Dónde vas? —le preguntó, casi en un silbante susurro—. ¡Hoy de aquí no saldrás! —amenazó.

Sin detener su carrera, Max realizó un giro a la derecha para ir directo a la terraza, esquivando en su viraje la mano de su padre, que intentaba sujetarle a toda costa. Max, a pesar de que le temblaban las manos, consiguió abrir el ventanal y salir al exterior. Miró abajo, decidido a hacer una locura, pero su determinación se desplomó al sentirse incapaz de saltar aquellos dos pisos que le separaban de la calle sin romperse todos los huesos del cuerpo. «¡Estoy perdido!», pensó aterrado. «¡Necesito un arma!».Miró a su alrededor a toda prisa, en busca de cualquier cosa que pudiera serle útil. Al final acabó agarrando una maceta con geranios y, sacando fuerzas de la desesperación, se dio la vuelta para volver a entrar en el piso, encontrándose con sus padres, que le cerraban el paso hacia la salida:

—¡No podrás escapar! —le decían los dos a la vez, en aquel tono que ponía los pelos de punta—. ¡Ahora vuestro amigo no está aquí y no podrá salvaros!

Esta última frase, pronunciada en plural, le hizo suponer que sus compañeros se encontraban o se habían encontrado en la misma situación, e imploró mentalmente que hubieran podido escapar.

Con todo el dolor del mundo, ya que a pesar de estar poseído, no dejaba de ser su padre, le lanzó la maceta contra la cabeza.

—¡Lo siento, papá! —se excusó—. ¡Cuando despiertes lo entenderás… espero!

El hombre cayó al suelo debido al impacto, y Max saltó por encima de su cuerpo, evitando a la vez que su madre le sujetara del brazo.

Con el pulso acelerado llegó a la puerta; pero ella, a una velocidad inusitada, llegó tan sólo una fracción de segundo después. Lo agarró fuertemente por el cuello y lo levantó con una mano, como si no pesara nada, para lanzarlo lejos de la salida. Max rodó por el suelo, lastimándose un hombro. Al instante ella se le echó encima con todo su peso, y empezó a estrangularlo con firmeza y convicción. Max, sacando todas las fuerzas que le quedaban, utilizó su masa corporal para realizar un giro y lograr invertir las posiciones, cosa que había aprendido en las peleas de la escuela y en las películas de acción. Colocó una rodilla presionando el estómago de su madre, hasta que esta, dolorida, le soltó la garganta.

De un salto, tosiendo y frotándose el cuello, Max se puso en pie tan sólo para toparse de nuevo con su padre que, chorreando sangre por la frente a causa de la herida que le había causado la maceta, se abalanzó furioso sobre su hijo; pero tropezó con el cuerpo de su mujer, eventualidad que Max aprovechó para poder dar un salto hacia atrás e impedir ser capturado de nuevo.

Las sienes le martilleaban y el hombro, además de notarlo dormido, le dolía cada vez más. Cuando por fin pudo llegar hasta la puerta del apartamento, lo hizo únicamente para comprobar, con gran disgusto, que estaba cerrada. Maldijo su mala suerte y, con la vista, recorrió a toda velocidad el recibidor en busca de las llaves. ¡No estaban! Entonces pudo ver a sus padres que, con una sonrisa malévola, se incorporaban del suelo, y cómo su madre extraía el llavero de su bolsillo mostrándoselo en un gesto de victoria.

—¡Ya te hemos dicho que no podrías escapar! —otra vez las dos voces a la vez.

El chico se lanzó al suelo deslizándose, con una agilidad impensable en alguien que poseyera un cuerpo rollizo como el suyo, por entre las piernas de su padre, logrando pasar al otro lado rodando. Así consiguió llegar hasta su habitación, pudiendo cerrar la puerta.

Sin perder el ritmo, arrastró la cama para atrancar la entrada. Sus poseídos padres empezaron a golpear la puerta. Max, con gran esfuerzo, empujó el armario para que cayera encima de la cama y añadirle más peso. Al menos eso le proporcionaría unos minutos de margen. Se dirigió a la ventana y miró abajo, ¡el mismo dilema que en la terraza! Si saltaba, seguro que se haría mucho daño, podría romperse algún hueso… o algo aún peor que eso. Dirigió la mirada a la cómoda donde su madre guardaba la ropa de cama, de un salto llegó hasta ella y abrió un cajón del que extrajo todos los juegos de sábanas. Los insistentes golpes y empujones a la puerta no cesaban, y esta estaba empezando a ceder.

—¡Abre, no tienes escapatoria! —podía oír que gritaban desde el otro lado.

Max, sin perder un segundo, e intentando controlar al máximo el temblor de sus manos, empezó a anudar las sábanas entre sí. Cuando tuvo atadas cuatro, amarró el extremo de una de ellas al radiador que había justo debajo de la ventana, y que estaba bien sujeto con cemento a la pared; a continuación, tiró la ristra de sábanas al exterior, y rogando que la suerte estuviera de su lado, empezó a descolgarse por la improvisada cuerda de tela. «¡Me voy a matar!», se decía. «¡Si salgo de esta, juro dejar de comer tantas chucherías!».

Con sumo cuidado se deslizó lentamente, aferrándose con todas sus fuerzas a las sábanas, sin atreverse a mirar abajo. De pronto notó un desgarrón en la tela que hizo que descendiera bruscamente un palmo, al mismo tiempo que pudo escuchar un gran estruendo que provenía de su habitación. ¡Habían logrado entrar! Intentó apresurarse, pero la tela se rajaba cada vez más debido a su peso, y el sonido que hacía al rasgarse provocaba que todo el cuerpo del chico, cada vez más atemorizado, temblara de pavor.

Max escuchó de nuevo aquellas desagradables voces a dúo sonando por encima de él:

—¡No lo conseguirás! —le gritaban enfurecidos.

El atribulado chico miró hacia arriba, y vio a sus poseídos padres asomados en la ventana. Su madre, de repente, desapareció de su vista y Max tuvo la certeza de que se había agachado. «¡Va deshacer el nudo!».Este pensamiento hizo que se viera forzado a perderle un poco más de respeto a las alturas. Angustiado, comenzó a descender más rápido y sin tantas precauciones como hasta entonces.

De pronto se encontró en el aire. Era la sensación más extraña que jamás hubiera experimentado. La tela dejó de ofrecer resistencia. Su madre, al parecer, había soltado la sábana del radiador; y Max caía al vacío sin poder hacer nada por evitarlo. Suerte que tan sólo le quedaban un par de metros para llegar al suelo, cosa que él, como no había mirado hacia abajo en ningún momento, desconocía; así que sin esperarlo, se encontró con los pies chocando bruscamente contra el terreno mucho antes de lo que hubiera imaginado. Cayó de espaldas magullándose la rabadilla, pero la tensión del momento hizo que le diera igual. «¡Estoy entero y a salvo!», suspiró aliviado una vez se cercioró de no haberse roto nada.

Alzó la vista hacia la ventana, y obsequió con un corte de mangas a sus perseguidores:

—¡Ahí os quedáis, «Vixos»! —sacó la lengua en clara provocación—. ¡No habéis podido con Max el intrépido!

—¡No creas que te has escapado! —dijeron las dos voces, irritadas por su fuga. Max echó a correr calle abajo hacia la playa, confiando en que sus amigos también hubieran podido huir.

Los ladridos de «Kirk» despertaron a Lore en el mismo instante en que su hermano entraba por la puerta de la habitación, colocando el índice contra sus labios para advertirle de que se mantuviera en silencio.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, soñolienta y en voz baja. Se dio cuenta de que su hermano ya estaba vestido.

—¡Rápido, ponte algo de ropa, hemos de largarnos ya!— apremió él, cerrando la puerta.

Lore, alarmada, empezó a obedecer.

—¡Necesitaré peinarme! —se quejó.

—¡No hay tiempo! —Gabi estaba visiblemente nervioso—. ¡Unos «Vixos» han atrapado a papá y a mamá! Lore se puso pálida de repente. «Kirk», en el jardín, no paraba de ladrar insistentemente.

La chica se enfundó unos vaqueros, un jersey de algodón y unas zapatillas blancas de deporte. Era consciente de que hoy podía ser un día en el que fuera necesario correr mucho, y cualquier otro tipo de calzado podría dificultarle una eventual huida.

—¿Cómo sabes que los han pillado? —le preguntó a su hermano mientras se acababa de abrochar las zapatillas.

—¡Me he levantado pronto para ir al baño… he oído ruido abajo, y al asomarme por la barandilla, he visto cómo los dos recibían un pequeño empujón, y se quedaban en trance…! —hizo una pausa para escuchar lo que pasaba al otro lado de la puerta—. ¡Creo que piensan que aún estamos dormidos! ¡Pero estoy seguro de que subirán enseguida y vendrán a por nosotros!

—¿Y qué piensas hacer? —Lore no tenía muy claro cómo lograrían salir de la casa sin ser descubiertos.

—¡Saldremos por la ventana! —al parecer, Gabi ya había elaborado un plan.

—¿Por la ventana? —ella no encontraba que eso fuera una buena idea.

Su hermano se puso de nuevo el índice en los labios.

—¡Shhh! ¡Creo que ya vienen!

Lore se puso nerviosa. Gabi apoyó una silla contra el pomo de la puerta, como había visto hacer en tantas películas.

—¡A la ventana! —ordenó, metiéndole prisa.

La niña se asomó al ventanal. Delante, a un metro de distancia, tenía el tronco del enorme ficus que presidía el jardín. Comprendió rápidamente el plan de Gabi, pero no se vio capaz de saltar aquella distancia y aferrarse al árbol sin caer directamente al suelo, un piso más abajo.

—¡Yo saltaré primero! —dijo él, al notar el apuro que experimentaba su hermana—. ¡Me agarraré al tronco y te ayudaré! ¿Vale?

Lore asintió tragando saliva.

Entonces sonó un golpe seco en la puerta.

—¡Ya están aquí! —chilló Lore.

Gabi se encaramó de pie en el alféizar de la ventana y, sin dudarlo, saltó. Se dio un buen mamporro contra el ficus, pero logró asirse al tronco ayudándose con una rama.

—¡Venga, salta ya! —apremiaba a Lore, al tiempo que le extendía un brazo para infundirle seguridad—. ¡Yo te cogeré, vamos!

Pero ella no acababa de atreverse, tenía mucho vértigo, y la posibilidad de caer y hacerse daño no la seducía en absoluto.

—¡No… no puedo! —estaba al borde del llanto. Se maldecía por tener tanto miedo.

La silla que Gabi había apoyado en la puerta para impedir que los de fuera pudieran entrar salió despedida hasta el centro de la habitación. La puerta quedó abierta de par en par, y Lore pudo ver a sus padres con aquella expresión malévola en el rostro y un rictus diabólico a modo de sonrisa.

—¡Buenos días, hija! —saludaron los dos a la vez. Y empezaron a avanzar hacia ella.

Gabi, desde el árbol, gritaba cada vez más fuerte:

—¡¡Salta, Lore, que te van a pillar!!

La niña no tuvo otra alternativa. Encomendándose a todos los dioses que pudo recordar, saltó en busca del árbol salvador, o de la mano de su hermano, en el mismo momento que su padre la agarraba por el tobillo. Esto hizo que su salto se quedara a medias. Logró agarrar la mano de Gabi, pero quedó colgada, balanceándose en posición horizontal. Por un lado, su hermano le sujetaba las muñecas con todas sus fuerzas, y en el otro extremo, su padre la mantenía agarrada por un tobillo, y su madre por el otro.

Lore empezó a gritar asustada. «Kirk», al oírla, empezó a ladrar aún con más fuerza e intensidad.

—¡No me sueltes! —rogaba aterrorizada a su hermano.

Pero sus padres, obedeciendo a los parásitos que les poseían, empezaron a tirar de ella.

Gabi no tenía tanta fuerza como sus dos oponentes, y poco a poco, las manos de su hermana se fueron deslizando de entre las suyas. El pobre chico ya veía a Lore estampándose contra la pared.

Ella empezó a patear para librarse de la presa mientras chillaba.

Fue entonces cuando su vecina de al lado, alarmada por los gritos, salió a su jardín. Todavía en bata y con rulos en la cabeza, la señora comenzó a preguntar en voz alta qué pasaba. Cuando vio a Lore colgada como un puente entre el ficus y la ventana lanzó un chillido:

—¡Dios mío! —exclamó alarmada—. ¡Esa niña se va a matar!

Los «padres», al verse descubiertos, soltaron los pies de la niña que, por la inercia, chocó contra el tronco del árbol bastante contundentemente; pero por fortuna, Gabi había conseguido mantenerla bien sujeta.

Ella, aún temblando por el susto, bajó primero, deslizándose por el tronco y produciéndose pequeños cortes y heridas, a la vez que también se dejaba parte del jersey en la corteza del árbol. Gabi la siguió, descendiendo con rapidez.

—¿A qué jugabais? —preguntó la asustada mujer—. ¡Os podríais haber matado! —ahora estaba enfadada; pero ninguno de los dos hermanos le prestó demasiada atención: tenían cosas más importantes y urgentes en que pensar.

La vecina concluyó con un:

—¡Se lo diré a vuestros padres cuando los vea! —y se volvió a su casa.

Si aquella señora hubiera levantado la vista y se hubiese fijado en las dos figuras que ahora mismo miraban con odio a los niños, tal vez reconsideraría lo dicho sobre «hablar con vuestros padres». Pero sólo Gabi y Lore los estaban viendo; y su visión era estremecedora. Las miradas de puro desprecio que les lanzaban eran de lo más explícitas. ¡Se les habían escapado igual que los otros! ¡Aquellos cachorros de terrícola eran más astutos y peligrosos de lo que habían previsto!

—¡Vamos al espigón! —Gabi le dio una palmada a Lore en el hombro para que reaccionara y dejara de mirar hacia la ventana.

—¡Llevémonos a «Kirk»! —sugirió ella—. ¡No le podemos dejar con esos «Vixos»! ¡Él, a su manera, sabe que no son sus amos los que habitan el cuerpo de nuestros padres!

Gabi estuvo de acuerdo, y al perro sólo tuvieron que hacerle una pequeña indicación para que les siguiera corriendo.

—¡«Kirk» nos avisará si hay «Vixos» cerca! —aseguraba Lore mientras corría en dirección a la playa.

Cuando estaban a punto de llegar, se cruzaron con Max. La expresión y acaloramiento de su rostro hablaban por sí solos.

—¿Vuestros padres también…? —preguntó jadeando el rechoncho muchacho.

Sus amigos asintieron, uniéndose a su amigo en su carrera.

En el espigón, Dael ya les estaba esperando. Vieron a Ada a su lado, llorosa.

Una vez reunidos, cada uno contó su experiencia.

—¡Debí haberlo previsto! —se lamentó Dael—. ¡Habéis tenido suerte de escapar!

Hacía rato que una duda rondaba la cabeza de Max.

—Lo que me extraña… —dijo— …es que no nos hayan atacado mientras dormíamos.

—¡Eso tiene fácil explicación! —respondió Dael—. Las ondas Alfa que se emiten durante el sueño, son perjudiciales para los «Vixos». ¡Es de las primeras cosas que se averiguaron sobre ellos…!

Gabi iba a hacer una nueva pregunta al respecto, pero un enorme griterío les hizo girar la cabeza. Unas treinta personas, todas ellas poseídas, se acercaban a gran velocidad hacia ellos profiriendo frases lapidarias del tipo «¡Acabemos con ellos!», o «¡Esta vez no dejéis que se os escapen!».

—¿No dijiste que el agua no les gustaba? —preguntó Max, preparándose para echarse a correr de nuevo.

—¡Y no les gusta! —reiteró Dael—. ¡Pero parece ser que nosotros somos más importantes que el simple miedo al agua!

—¿Y ahora…? —Lore esperaba que su nuevo amigo desenfundara aquel arma que los destruiría—. ¿No disparas?

—¡Son demasiados a la vez! —respondió Dael—. ¡No me daría tiempo! ¡Sólo puedo hacer una cosa…!

Del bolsillo de aquella especie de chándal gris que llevaba, sacó un pequeño cristal rectangular del tamaño de una caja de cerillas, que tenía distintos resortes de colores. Apuntó a aquella turba que se les acercaba furiosa. De repente, pareció como si aquella gente hubiera chocado contra una enorme goma elástica, aunque allí parecía no haber nada. Chocaban y a continuación salían despedidos hacia atrás, cayendo al suelo.

—¿Qué has hecho? —preguntaron los cuatro casi a la vez.

—¡Es un campo de fuerza invisible! —respondió, serio, Dael—. ¡Lo he puesto en modalidad blanda para no hacer demasiado daño a los portadores!

—¿¡Un campo de fuerza invisible!? —Gabi estaba pasmado. ¡Aquel chico era una auténtica caja de sorpresas!

—Sí. ¡Pero no dura más de quince segundos! —informó Dael—. Así que… ¡cojámonos todos de las manos, y quien esté en el extremo, que agarre al perro! ¡Hemos de estar todos unidos y en contacto!

Le obedecieron sin saber exactamente qué pretendía con aquello. Sus atacantes se estaban recuperando y se disponían a continuar con su ofensiva.

—¿Ya estamos todos unidos? —preguntó Dael—. ¡Sobre todo, no os soltéis!

Asintieron. Entonces pareció como si el estómago se les volviera del revés, y el mundo se fundiera ante sus ojos, siendo sustituido por unas manchas negras que les cegaron momentáneamente. Cuando se dispersaron al cabo de un segundo escaso y les dejaron ver de nuevo, aún un poco mareados, se dieron cuenta de que ya no estaban en la playa de Calablanca… ¡ni mucho menos!

Se quedaron atónitos, pasmados, mirando a su alrededor. Era como estar en el centro de un planetario. Había estrellas por todo su alrededor, por arriba y por debajo de sus pies, excepto en una parte del lado derecho, que estaba ocupada por una vista enorme de la luna, concretamente de su lado oscuro, al que podían ver gracias a la luz que proyectaba el lugar donde se hallaban. La tenían allí mismo; ni diez kilómetros de distancia les separaban de su erosionada superficie. A causa de esta proximidad, la imagen de la Tierra escapaba de su campo de visión.

—¿Dó… dónde estamos? —preguntó Ada, sobrecogida y maravillada a la vez y sin soltar en ningún momento la mano de Lore, que agarraba con fuerza.

—¿Esto es real? —preguntó maravillado Gabi.

—¡Si es lo que me imagino, es que estoy soñando! —fue la apreciación de Max.

—¡Yo prefiero no imaginarme nada, por si acaso! —decidió Lore.

Dael les miró, conocedor del shock que aquello suponía para ellos. Se aclaró la garganta y dijo:

—¡Bienvenidos a Vedala! —les sorprendió, con una sonrisa tranquilizadora a la vez que con un gesto de invitación—. ¡Bienvenidos a mi nave-hogar!