CAPÍTULO 10

De más allá de las estrellas

A pocos metros de ellos, aquel sorprendente chico que podía volar aterrizó suavemente sobre la arena de la playa, y realizó el último tramo a pie hasta llegar donde estaban los cuatro amigos. Mientras andaba se iba despojando de aquellas llamativas gafas.

Ahora pudieron verle bien. Debía tener unos quince años, era alto para su edad, y a través de la holgada ropa que llevaba se adivinaba un cuerpo atlético. Era de tez morena, la larga melena de cabello negro y lacio que ya les había llamado la atención nada más verle, y unos grandes y penetrantes ojos azules que completaban el conjunto.

Los cuatro amigos estaban visiblemente alterados y asustados por todo lo que habían vivido en los últimos minutos.

—¿Estáis todos bien? —les preguntó aquel chico, con su particular acento—. ¡Habéis tenido suerte de que os haya estado siguiendo, si no, los «Vixos» hubieran acabado con vosotros!

Gabi, al borde de la histeria, no pudo aguantarse más y preguntó en tono bastante alto:

—¿Qué diablos son los «Vixos», y quién eres tú? ¿Cómo es que puedes volar? ¿Qué demonios está pasando?

El chico suspiró al darse cuenta de que no podía eludir la respuesta.

—Tienes razón en una cosa, realmente os estabais enfrentando a auténticos diablos… o demonios, como queráis llamarles —hizo una pausa para mirar la estupefacta expresión de los cuatro amigos antes de continuar con sus explicaciones—. Me llamo Dael, y os empecé a seguir ayer por la tarde… —hizo una pausa para poder encontrar las palabras idóneas para justificar este hecho—. Por casualidad escuché una conversación entre vosotros… cuando ibais por aquel camino… cuando os perdisteis en la lluvia… —los chicos asintieron, recordando su visita a Úrsula y cómo la tormenta había hecho que se despistaran—. Por razones que ahora no puedo revelar, sé de la existencia de esos parásitos desde hace mucho tiempo.

—¿Qué… qué son? —preguntó Ada, tartamudeando—. ¿Son demonios de verdad? ¿Y por qué no puedes explicarnos de qué los conoces? ¡Creo que después de lo que hemos pasado, una respuesta es lo mínimo que nos merecemos!

—Hay cosas que ahora no puedo deciros… —se excusó Dael—. Debéis confiar en mí; ya sé que todo esto os suena muy raro, pero de momento es mejor que no sepáis ciertas cosas… —lo dijo con tono afable pero tajante, dejando claro que no admitiría discusiones al respecto—. Y acerca de los «Vixos» —continuó—, la verdad es que no se sabe exactamente de dónde proceden. Se ha especulado acerca de que su origen posiblemente tenga millones de años; algunos… científicos, incluso aseguran que tal vez fuera la primera forma de vida del universo. Vuelan por el espacio, sin necesidad de naves, a una velocidad muy superior a la de la luz… pueden vivir en el vacío y bajo las condiciones de cualquier atmósfera; lo más incómodo y perjudicial para ellos, que se sepa, es el hidrógeno. Por otra parte, se han encontrado indicios de su existencia que datan del principio de los tiempos…

—¿¡Alienígenas!? —exclamó Gabi, que se quedó pasmado ante la revelación. Por primera vez esa palabra dejaba de ser algo perteneciente a las películas o series de aventuras espaciales y de los cómics—. Quieres decir que son de otro planeta, ¿no?

En cambio, para Max, que siempre había creído que la ciencia ficción tenía muy poco de ficción, aquello era lo que siempre había temido: una auténtica invasión extraterrestre.

Dael asintió a la pregunta de Gabi; pero se notaba que seguía sin tener muchas ganas de dar excesivas explicaciones.

—Se desconoce si tienen un planeta «madre» —dijo—, pero es de suponer que sí, ya que hay indicios de que han desarrollado tecnología propia. Aunque hay hipótesis que aseguran que, debido a su dispersión por el universo, hace milenios que han perdido la capacidad de construir ni de crear nada más. Tampoco se puede descartar la posibilidad de que dicha tecnología la hubieranpodido robar a otras civilizaciones primigenias… También hay quien dice que esos seres pueden provenir de alguna lejana galaxia a miles de millones de años luz de esta, y que han ido evolucionando y mutando a lo largo de todo este tiempo… Pero todo eso son sólo conjeturas.

—¡Uaaau! —Max tenía los ojos abiertos como platos—. ¡Qué pasada!

A Ada y a Lore, en cambio, todas esas comedidas explicaciones no acababan de dejarlas satisfechas. Necesitaban saberlo todo con el máximo detalle. Quedarse a medias era algo que detestaban.

—¿Y tú, cómo sabes todo esto? —preguntó Lore, incrédula—. ¿No te lo estarás inventando para quedarte con nosotros…? —en realidad, intentaba provocarle para ver si así soltaba algo más.

Dael se la quedó mirando.

—¿Quedarme con vosotros? No entiendo… —al parecer, desconocía esa expresión del argot juvenil y decidió obviarla—. Por ahora no puedo deciros nada más… —confesó en un tono de voz que solicitaba comprensión—. Pero tenéis que creerme, os estoy diciendo la verdad, no me inventaría una cosa así; el asunto es demasiado serio para bromear con él. Sé que hace miles… quizá millones de años, los «Vixos» «sembraron», con sondas desmontadas en varias piezas, infinidad de planetas que tenían muchas probabilidades de estar habitados en un futuro más o menos cercano. Cuando una de esas sondas es hallada por alguien que pertenezca a una raza lo suficientemente curiosa e inteligente como para armar el rompecabezas que forman esas piezas, la sonda empieza a emitir una señal que anuncia que aquel planeta ya está… «maduro», listo para ser invadido. Entonces es cuando atacan los «Vixos». En muy poco tiempo van llegando, primero unos cuantos, luego más, y más… hasta infectar todo el planeta. Se pegan a un «anfitrión», succionando su energía vital poco a poco, hasta que acaban drenándola del todo, y en pocos años dejan el planeta plagado de cadáveres. Sólo sobreviven los niños.

—¿Y eso por qué? —preguntó Ada.

—Los «Vixos» no pueden digerir una energía tan pura, les… satura e indigesta, y eso puede matarles —respondió Dael—. Por eso os han atacado… o lo que es lo mismo, cuando se han visto desenmascarados, como ellos son intangibles igual que los espectros, han obligado mentalmente a esa gente que os atacara… no les gusta nada ser descubiertos… supongo que tienen malas experiencias de otros lugares. Por ese motivo odian a los niños. Para ellos son una deseable fuente de energía pura que no pueden tocar pero que, si la raza amenazada es lo suficientemente avanzada, pueden derrotarles.

—¿Cómo es que mi padre se puso bien de repente? —inquirió la menuda Ada—. ¿Su «Vixo» se marchó, o qué…?

Dael la miró, y por primera vez, aquel chico esbozó una sonrisa que mostró su blanca y perfecta dentadura:

—No se curó solo… fui yo, ayer por la noche —confesó, intentando parecer humilde.

Ada se llevó las manos a la boca reprimiendo un grito:

—¡Eras tú el de la ventana! ¿Verdad? —exclamó. Ahora se explicaba muchas cosas.

Dael asintió sin borrar la sonrisa de su rostro.

Ada frunció el ceño para recriminarle su sigilosa y misteriosa forma de actuar.

—¡Menudo susto nos diste a mi madre y a mí! ¡Ahora entiendo cómo pude ver tu cara en la ventana! Estabas volando, ¿verdad?

Dael pidió mil disculpas por haberlas asustado; no había sido esa su intención, tan sólo evaluaba la situación. También reconoció que sí, que había volado hasta la ventana de la habitación para poder observar mejor el interior de la casa y averiguar dónde estaba el «Vixo».

—Fue entonces cuando estuve seguro del todo de lo que estaba pasando. Aunque, por lo que os había oído comentar aquel día en aquel camino… y luego debajo de aquel puente, ya me temía que se trataba de esos seres repugnantes.

Max soltó un grito:

—¡Estabas en el camino! ¿Cómo es que no te vi cuando fui a comprobarlo?

Dael volvió a sonreír, pero no dijo nada al respecto; tan sólo que tenía sus propios recursos. En cambio, siguió con su relato sobre el padre de Ada.

—Al ver a tu padre con el «Vixo» pegado, supe que la plaga había llegado a Terra… —carraspeó—. ¡A la Tierra, vaya…! ¡No podía dejarlo de aquella manera! —miró dulcemente a la niña—. Seguramente habrá olvidado todo lo sucedido el día en que fue atrapado por el «Vixo», que es lo que acostumbra a pasar después de haber liberado a alguien de su parásito; pero en poco tiempo estará bien, ya verás —su tono era tranquilizador.

Dael se expresaba muy bien, parecía un adulto… un adulto muy culto además; a pesar de no ser mucho mayor que ellos.

—¿Cómo los destruyes? —Lore quería más respuestas prácticas.

—¿Y cómo es que puedes volar? —a Max le urgía conocer ese detalle.

—¡Eso, eso, quiero saber cómo es que vuelas! —Gabi estaba del lado de su amigo—. ¡Y por qué los cristales de tus gafas son iguales que «el Ojo»! ¿Qué relación tienen?

Dael se rascó la cabeza, intentando buscar una respuesta que no le comprometiera demasiado. Por lo visto seguía en sus trece de no querer dar demasiadas explicaciones. Midió con cuidado sus palabras:

—Ya os he dicho que no os lo puedo contar todo… al menos de momento. Lo de volar es un secreto… ¡Pero os repito que debéis confiar en mí, y también sabed que a partir de ahora podríais estar en peligro… mucho peligro…! —su expresión reflejaba auténtica preocupación—. ¡Lo único que diré, es que la forma de derrotarlos es utilizando una frecuencia específica de sonido, inaudible para nosotros y para cualquier otro ser vivo, pero mortal para ellos…! Pensad que están acostumbrados al absoluto silencio del espacio…

—¿Y nos han atacado por haberlos descubierto? —a Ada, eso de estar en peligro la aterraba mucho más que a sus compañeros.

—Sí —respondió Dael con seriedad—. Es importante que sepáis que los «Vixos» tienen una mente única. Lo que sabe uno, lo saben todos. Ahora todos ellos son conocedores de que vosotros cuatro conocéis su existencia, e intentarán eliminaros en cuanto tengan la menor ocasión de hacerlo… —Dael lo decía tranquilamente, pero los otros cuatro, acongojados, empezaron a temblar.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Lore con voz temblorosa—. ¡No podremos defendernos si no tenemos armas como la tuya!

—De momento son pocos y no se atreverán a actuar en terreno descubierto —intentó tranquilizarles Dael—. Alguien podría verles, y lo que cualquier persona sin parásito vería, sería hombre o mujer haciendo daño a un niño. Esperarán a que las condiciones sean más seguras y propicias; siempre actúan así —fue la respuesta de su nuevo amigo—. Y la verdad es que ahora mismo no dispongo de más armas; sino os las prestaría gustosamente. De momento lo que debéis hacer es ir con cuidado, mucho cuidado. Vigilad siempre vuestras espaldas… y dejaos ver lo menos posible. Si os pillan en algún lugar solitario, no dudarán en ir a por vosotros. De todas formas, yo os ayudaré en todo lo que pueda.

Eso no tranquilizó demasiado a los chicos. Dael se dio cuenta y siguió dando razones para que dejaran de estar tan asustados, pero en alerta:

—El simple hecho de que sepan que con vosotros va alguien que les puede neutralizar, hará que se lo piensen dos veces antes de intentar haceros nada. Son de naturaleza cobarde, se apoyan siempre en el número. Es bastante fácil escabullirse de uno sólo; pero siempre suelen atacar en grupo.

Tampoco esa afirmación sirvió de mucho. Los cuatro amigos pensaban que esta vez se habían metido en un lío que les venía muy grande y del que tal vez no podrían salir indemnes.

—Acompañaré a cada uno de vosotros a vuestra casa, por si acaso —se ofreció Dael—. Mañana, si queréis y os veis capaces, podemos idear un plan para terminar con los «Vixos» —parecía muy seguro de poder hacerlo.

—¿Nos acompañarás a casa volando? —preguntó inocentemente Ada.

—¡No! —rio Dael—. ¡Esta vez lo haré a pie! Lo de volar es algo que me he visto obligado a hacer porque os encontrabais en una situación límite; y de otra forma no hubiera llegado a tiempo. ¡Comprended que no puedo arriesgarme a que nadie me vea volando! ¡Ya os he dicho que es un secreto que de momento prefiero no revelar!

Gabi pensó que quería descubrir ese secreto a toda costa; pero a Max, después de haber escuchado con atención todas las explicaciones de Dael, le preocupaba más otra cosa:

—¿Crees que podremos exterminarlos? —la idea de que aquellos seres pudieran salirse con la suya le ponía los pelos de punta.

Dael le miró serio, primero a él, y luego a los demás:

—No se trata de si podremos hacerlo o no. ¡Hemos de hacerlo, es nuestra obligación! Si no les detenemos, se irán multiplicando, pasarán de una población a otra hasta llegar a una gran ciudad… Entonces sería casi imposible detener la plaga. ¡El planeta estaría irremediablemente condenado! —les miró con determinación—. ¡Hay que actuar ahora que la invasión acaba de comenzar! —su tono intentaba transmitir la urgencia de la situación.

—¿Cómo sabes que acaba de comenzar? —Gabi pensó que, con esa pregunta, aquel chico se vería forzado a revelar alguna cosa más.

—Si no fuera así —respondió Dael—, este ya sería un pueblo fantasma. Además, creo que el origen de todo ha de estar muy cerca… ¡Si pudiésemos encontrar la sonda y parar su señal! La capacidad telepática de los «Vixos», por sí sola, no es lo suficientemente potente como para poder llegar más allá de los limites del sistema solar; por eso tienen las sondas, que además de su función de avisar, también sirven para amplificar sus ondas mentales y esparcir su fuerza en forma de abanico por todo el universo, y así abarcar mucho más. La sonda está programada para lanzar una señal unidireccional; si se destruye la sonda deteniendo esa señal, los «Vixos» a los que no les llegue ninguna nueva orden mental permanecerán aletargados allí donde se encuentren. Pero cada día que la sonda siga emitiendo, se irán añadiendo más y más parásitos, que irán llegando progresivamente desde todos los rincones del universo.

Lore, que había estado en silencio escuchando y reflexionando lo que les iba contando Dael, rompió de pronto su mutismo, para exclamar alarmada:

—¿Sabéis que pienso? ¡Que si no les detenemos antes de que empiecen a llegar los veraneantes, les infectarán, y esos volverán a sus ciudades extendiendo la plaga, no tan sólo por todo el país, sino también por todo el continente!

—¡Eso es una gran verdad! —reconoció Dael—. Además, cada vez que un «Vixo» se sacia con toda la energía de un ser vivo, se reproduce, se separa en dos cuerpos iguales…

—¡Partenogénesis, como las orugas! —dijo Max, que lo había estudiado hacía poco en clase de Ciencias, al igual que Gabi. Pero de los dos, él era el único que lo había retenido en la memoria.

—Se podría llamar así —asintió Dael—. Es otra de las razones que me inducen a pensar que la plaga acaba de empezar: el hecho de que todavía no haya ningún fallecido —suspiró mirando a los chicos—. Ya veis que la cosa no tiene muy buen aspecto… ¡Pero seguro que podremos con ellos! —seguía intentando transmitirles esa férrea convicción.

—¡Si nosotros no somos más que unos niños…! —se lamentó Max.

—¡Unos niños que han de salvar el mundo! —añadió Dael—. ¡No hay otra opción! ¡Eso, o dejar que los «Vixos» exterminen toda la vida inteligente del planeta!

—¿No dices que los niños sobrevivirían…? —recordó Ada.

—Así es, incluso algunos ancianos, o enfermos demasiado débiles para nutrir a esas alimañas; seguramente ellos también lograrían permanecer con vida —reconoció Dael—. Pero… ¿Cómo sobrevivirían a partir de entonces? No habría doctores, ni nadie que enterrara los millones de muertos, las enfermedades infecciosas se cebarían en la población; nadie podría abastecerles de comida, agua… sería partir de cero, sólo lograrían llegar a la edad adulta unos cuantos afortunados, los más fuertes, ¿y en que estado estaría la humanidad entonces? ¡Se habría perdido todo el conocimiento que la especie ha acumulado durante milenios! ¡Un desastre total!

Cada uno de ellos, a su manera, trataba de imaginarse ese desolador panorama; y por mucha seguridad y confianza que Dael intentara transmitirles, estaban cada vez más asustados.

Se había hecho tarde y no tenían más remedio que regresar cada uno a su casa. Dael les acompañó, tal como había prometido.

Primero le tocó a Max; luego a Gabi y Lore; y por último a Ada. Al despedirse de este, Dael le recordó que habían acordado encontrarse a la mañana siguiente en el espigón. También aprovechó para recomendarles que aquel lunes no fueran a clase, allí podrían quedar expuestos a cualquier peligro, y más después de que ellos le hubieran contado que algunos profesores mostraban los síntomas de estar infectados.

Max subió las escaleras hacia su apartamento, y al pasar por delante de la puerta de su extraño vecino, oyó unos extraños ruidos que procedían del interior. Se acercó de puntillas, y arrimó la oreja a la puerta; pudo escuchar una voz que decía: «¡La señal es muy fuerte!».Luego un silencio, seguido de unos sonidos parecidos a interferencias de electricidad estática; luego la voz de nuevo:

«¡Ha estado muy cerca, ahora tengo la seguridad de que se esconde por aquí!».Más sonidos raros, y las palabras: «¡Puede empezar la segunda fase!».Luego, silencio total.

Max se separó de la puerta y siguió subiendo los peldaños, que le llevaban a su apartamento, con lo que acababa de escuchar dándole vueltas en la cabeza. ¿Qué había querido decir todo aquello? ¿Estaría hablando de los «Vixos»? Max no lo creía probable. Hablaban de alguien en singular… Tal vez estaba usando demasiado la imaginación; cosa nada extraña en él, y menos después de todo lo sucedido. Seguramente aquel hombre se refería a algo que no tenía nada que ver con la plaga… Hablaba de alguien que se escondía… ¿Sería tal vez un policía siguiendo la pista de algún maleante? ¿Algún terrorista, quizá? Si de algo estaba seguro Max, era de que aquel tipo seguía siendo un misterio que se volvía cada vez más intrigante.

Gabi y Lore tenían la ventaja de poder comentar entre ellos lo acontecido. Su perro «Kirk» los recibió con un ladrido de bienvenida. El mastín no paró de intentar dar lengüetazos a los niños, que procuraban que su húmedo apéndice no llegara a su objetivo. A Dael pareció que le encantaban los perros, y se entretuvo a acariciar al animal, que no dudó en intentar lamer también la cara a aquel nuevo amigo de sus pequeños amos, a la vez que le daba la pata ofreciéndole su incondicional amistad.

—¡Es muy bonito! —les comentó el chico, antes de marchar para continuar su ronda como guardaespaldas de Ada—. ¡Me encantaría tener uno!

—¿Y por qué no lo tienes? —le preguntó Lore—. ¿Tus padres no te dejan?

Dael sonrió de nuevo; pero esta vez era más bien una sonrisa triste.

—No, no se trata de eso… —dijo. Pero no quiso hablar más del tema y se despidió de ellos hasta el día siguiente. Dael y Ada continuaron el camino a casa de la última; lo hicieron en silencio, ya que a Ada le invadía una extraña sensación al estar junto aquel chico, una sensación que la llenaba de algo parecido a la vergüenza, pero que le aceleraba inexplicablemente el corazón.

Lore y Gabi les vieron alejarse calle abajo, y para que sus padres no les oyeran y pudieran pensar que se habían vuelto locos, empezaron a hacerse preguntas sobre Dael antes de entrar en casa:

—¿Cómo es que puede volar? —ese asunto traía de cabeza a Gabi desde el primer momento—. ¿No crees que ese Dael es tan raro como los «Vixos»? ¿Cómo es que sabe tanto de bichos extraterrestres? ¿Dónde vive…? ¡Nunca le había visto por el pueblo!

Lore asentía con la cabeza, dándole a entender que ella se preguntaba lo mismo, tan sólo añadió:

—¿Y las gafas? ¿Te has fijado de que están hechas del mismo material que «el Ojo»? —se llevó un dedo a los labios, postura que adoptaba siempre que meditaba algo—. ¿Qué crees que sabe Úrsula que no nos dijera? ¿Sabía ella que con él podríamos ver a los «Vixos», pero no nos dijo nada para no asustarnos demasiado?

La carencia de respuestas crispaba a Gabi.

—¡Espero que mañana Dael nos cuente algo más! —fue lo último que dijo antes de que entraran por la puerta de su casa y decidieran no tocar más el tema.

Sus padres estaban en el salón, hablando. Lore pudo oír a su padre, que le estaba comentando a su esposa:

—¡Matías nunca había faltado al trabajo en todo el tiempo que le conozco! —Alberto Castán, cuyo parecido con su hijo era enorme, era el director de la agencia de la Caja de Ahorros de Calablanca—. ¡Le he estado llamando a su casa y no responde nadie…! ¿No te parece raro? ¡Espero que no le haya ocurrido nada malo!

Ada recordó haber visto a ese Matías entre el grupo de gente que les había atacado en la plaza de la iglesia.

Su madre, Silvia, escuchaba atenta a su marido, asintiendo con la cabeza, y añadió:

—¡Parece que todo el pueblo está enfermando! ¡En la inmobiliaria también ha faltado la mitad de la plantilla! —Silvia trabajaba por las mañanas llevando la contabilidad de una gran empresa inmobiliaria de la comarca—. ¡Como sea algún virus de esos que nadie sabe cómo tratar, vamos listos!

Lore y Gabi se miraron. «¡Si ellos supieran!», pareció que se decían.

Cuando Ada entró en su casa, después de haberse separado de Dael en la entrada del jardín, donde logró balbucear sonrojada unas incoherentes palabras de despedida, no pudo dejar de observar a su padre. Ahora que sabía lo que le había pasado, volvió a tener un escalofrío con sólo pensar que en su hogar habían tenido un «Vixo»… ¡Si su madre se enterara de que había estado compartido la cama con una cosa de aquellas, le daría un soponcio!

Le estaba muy agradecida a Dael por todo lo que había hecho… ¡Era un chico tan atractivo…! Pero su acento… Ella reconocía al instante el acento inglés, francés, alemán, árabe, e incluso los acentos cada vez más habituales en el pueblo de la Europa del Este. El hecho de vivir en una localidad que en verano se llenaba de gente venida de todas partes, y que se nutría de trabajadores de todo el mundo, le daba cierta autoridad a la hora de reconocer la procedencia de la mayoría de los extranjeros. Pero el acento de Dael era desconocido para ella; no le sonaba a ninguno que hubiera escuchado anteriormente. Pensó en preguntárselo al día siguiente… ¡eso si lograba articular palabra alguna ante aquel chico que tanto la impresionaba!