Un puzzle con consecuencias imprevisibles
Si Ramón Marín hubiera tenido la más mínima idea de lo que iba a sucederle aquel día, y que ello alteraría de forma inesperada la tranquila y apacible vida de su vecindad, a buen seguro que no se dirigiría tan contento a su casa. No parecía que se hubiera pasado ocho largas horas en la obra dirigiendo a los operarios bajo un sol implacable, sol que ahora se iba escondiendo lentamente en el ocaso de aquella cálida tarde de mayo. Ramón avanzaba paso a paso por las casi desiertas y silenciosas calles de Calablanca, el pequeño pueblo de la costa de Tarragona donde vivía tras haber huido del frenesí de la ciudad; una de las decisiones, según él, más acertadas que había tomado jamás… y de esto hacía ya algo más de doce largos años.
Su contento se debía a que para Ramón aquel no había sido un día como cualquier otro. El destino había querido que encontrara algo que le era imposible quitarse de la mente: unos extraños fragmentos que la excavadora había desenterrado aquella tarde; siete piezas de forma irregular y del tamaño aproximado de un plato cada una. Parecían estar hechos de lo que aparentaba una especie de porcelana irrompible y que, de eso estaba bien convencido, iban a encajar perfectamente entre sí. Esa era la razón por la que se las había apropiado, haciendo valer su cargo de capataz, y las había guardado dentro de su bolsa junto con la ropa sucia.
En el mismo instante en que Ramón había visto emerger las piezas por entre los cascotes de la recién derruida casa, se quedó fascinado por ellas; las rayas de colores irisados que surcaban cada figura, su extraña textura, lo increíblemente bien conservadas que estaban a pesar de haber estado enterradas desde Dios sabía cuánto… A sus cuarenta años, Ramón mantenía intacta la atracción… no, mejor dicho, la pasión que desde su más tierna infancia sentía por los rompecabezas; pasión que actualmente compartía con Ada, su hija de trece años, con la que podía pasarse horas de disfrute, completando, sobre todo en vacaciones, complicados puzzles. Esa afición podía llegar a desesperar a Tere, su mujer, que más de una vez se había visto obligada a recalentar la comida, ya puesta en la mesa desde hacía un buen rato, debido a que su marido y su hija, cuando estaban enfrascados en un nuevo y colorido puzzle, perdían por completo toda noción del tiempo. Ni siquiera se percataban de sus reiterados avisos llamándoles para que acudieran al comedor, avisos que a medida que pasaban los minutos se iban pareciendo más a un ultimátum.
No, no había ninguna duda de que la afición favorita de Ramón era completar rompecabezas. Desde que era muy pequeño siempre había preferido pasarse las tardes colocando las pequeñas piezas en el tablero a salir con sus amigos y compañeros para ir a dar patadas a algún balón en la plaza de su barrio, en la ciudad en que vivía entonces. ¡Cuántas veces esos amigos habían ido a buscarle a casa para que se uniera a sus juegos! Pero él rechazaba la oferta en favor de estar encerrado en su mundo particular, buscando con pasión aquellas piezas que se le resistían. ¡Nada podía hacerle abandonar un puzzle que tuviera a medias, hasta haberlo completado! Quizá por ello, al llegar a la edad adulta, estudió para aparejador, y así poder dedicarse a la construcción, ya que para él, una casa no era otra cosa que un puzzle tridimensional. Seguramente también fuera esta la razón por la que aquella tarde no había podido resistir la atracción que desde el primer momento había sentido por aquel singular hallazgo en la obra. Incluso llegó a parecerle que los fragmentos recién desenterrados le hablaban, se comunicaban con él a base de introducirle sensaciones en su cabeza, ya que no dejaba de notar una sensación de apremio, como si le instaran insistentemente a formar el puzzle sin más demora, como si alguien o algo no quisiera que perdiera el tiempo en nada más y que se pusiera a ello. Eso había desembocado en una fuerte discusión con los demás obreros porque, en un principio, cada uno pretendía quedarse con un pedazo como recuerdo o para darle diferentes utilidades. Uno veía un singular cenicero, otro un original centro de mesa… Pero él, desde un principio, había tenido la certeza de que el supuesto rompecabezas no podía, no debía disgregarse; se lo decía la voz que le susurraba palabras ininteligibles pero que Ramón, de alguna forma, lograba entender… no las palabras exactamente, sino su propósito. Era algo muy extraño, pero el caso fue que esa voz en su interior le empujó a hacer valer su autoridad de capataz para que el reparto no sucediera, ¡el puzzle no debía perder o carecer de ninguna de sus piezas! Al final acabó saliéndose con la suya, apoderándose de todos los fragmentos y llevándoselos bien guardaditos en su bolsa, pese a la oposición y disgusto que mostraron sus subordinados.
Ramón llegó por fin a su casa, y traspasó el pequeño jardín, dejando la bolsa con los preciados fragmentos en su interior escondida tras las macetas de geranios que su mujer había plantado en el porche de la entrada de aquella pequeña casita de dos pisos, que tantos esfuerzos le costaba poder mantenerla y pagar la hipoteca cada mes. Había tomado ya la decisión de salir después de cenar y montar el rompecabezas en uno de sus lugares favoritos: el claro del bosque del Sr. Mateo, rincón al que solía ir cuando deseaba estar solo con sus pensamientos y no escuchar otra cosa que los armoniosos sonidos de la naturaleza. Aquel día había luna llena, y Ramón estaba convencido de que dispondría de luz suficiente para realizar su propósito con toda comodidad. Además, su intuición, ¿o tal vez la extraña voz?, le decía que la construcción del puzzle tenía que realizarse en un lugar privado y al aire libre… ¿Por qué? No hubiera sabido responder a eso; pero de alguna manera estaba convencido que debía hacerse así. Por otra parte, si entraba con la bolsa en casa, corría el peligro de que su mujer empezara a hacer demasiadas preguntas cuando le viera sacar las piezas para ir a montarlas, o peor aún, que las encontrara cuando fuera a coger la ropa sucia de la bolsa y acabaran adornando alguna maceta, o en la basura, dependiendo del humor que tuviera Tere en aquellos momentos. Por tanto, y para mantener el hallazgo en secreto, lo mejor sería recoger la bolsa cuando, después de cenar, saliera con la excusa de dar un paseo nocturno para relajarse antes de meterse en la cama, cosa que hacía a menudo y no le extrañaría a su esposa.
A pesar de su determinación, entró en casa con cierta sensación de culpabilidad. No acostumbraba a ocultar nada a su mujer ni a su hija; de hecho, sería la primera vez.
—¡Hola, papá! —la pequeña Ada saltó chillando a su cuello. Era una niña menuda, rubia y con grandes ojos azules. Le dio un fuerte beso en la mejilla a su padre y anunció alborozada—: ¿Sabes que he sacado un diez en el examen de Lengua? ¿No te parece genial?
Ramón apartó un rubio mechón de la sonriente cara de la chiquilla.
—¡Muy bien! ¡Qué contento me pones! ¡Felicidades! —se sintió orgulloso de su hija—. ¡Sé cuánto te preocupaba ese examen y lo mucho que lo has estado preparando!
Tere, a la que Ramón encontraba atractiva hasta con su delantal puesto, y que parecía una versión adulta de Ada, apareció sonriente por la puerta de la cocina:
—¿Ya te ha dado la noticia? —preguntó a su marido, señalando a la niña—. ¡No habla de otra cosa desde que ha legado del colegio! ¡Ya le he dicho que ahora se puede dar cuenta de cuánto vale esforzarse!
—¡Ya puedes decirlo! Está tan eufórica, que debía estar esperándome detrás de la puerta, ya que nada más entrar me la he encontrado encima chillándome la nota —respondió él, sin disimular el orgullo de padre que sentía. Pero a su esposa, que conocía bien a su marido, no le pasó por alto que él tenía la cabeza en otro asunto.
—Te noto nervioso —comentó con cierta preocupación—. ¿Ha sucedido algo…?
—¡No, nada importante, sólo una discusión en la obra…! —se excusó con rapidez Ramón—. ¡Ya sabes lo nervioso que me ponen y lo poco que me gustan las disputas…!
Tere se mostró sorprendida; él no era hombre al que le gustara discutir, sino todo lo contrario. Rehuía cualquier confrontación dialéctica dando siempre la razón a su interlocutor, aunque su opinión fuera totalmente contraria. Pensaba que no valía la pena malgastar energías en algo tan fútil como una discusión con gente que normalmente no quiere escuchar.
—¡Pensaba que estabas contento con el equipo de trabajadores que te había tocado…! —Tere hizo el comentario mientras regresaba a la cocina para seguir preparando la cena.
—¡Y lo estoy! Ha sido una tontería de nada… ya sabes… —buscaba alguna razón que contarle a Tere, para que así dejara de hacerle preguntas al respecto. Siguió a su mujer, que en esos momentos se disponía a batir un huevo—. ¡…Cosas del fútbol! —fue lo único que logró pronunciar.
—¡Pero si a ti no te gusta el fútbol! —respondió ella, moviendo la cabeza pero sin interrumpir su tarea—. ¡Hombres… sois como niños!
Ramón suspiró al ver que ella no insistía en el tema y se sentó en el sofá para compartir lo que Ada estaba viendo en la televisión, que no era más que un concurso de esos que tratan de temas sin importancia, lo que le permitió sumirse en sus propios pensamientos, dirigidos a los fragmentos que le aguardaban en la bolsa.
Una vez la comida estuvo preparada, se sentaron a la mesa y cenaron casi en silencio mientras veían las noticias de la tele. Tan sólo Ada hacía algún comentario de vez en cuando, acerca del examen, naturalmente; sobre todo, lo glorioso que había sido para ella sacar tan alta puntuación, por delante de la gran mayoría de sus compañeros. Ramón también trató de decir algo para que no se notara su ensimismamiento:
—¿Has salido a jugar con tus amigos hoy? —le preguntó a su hija.
—¡Sí, ya lo creo! —Ada lo dijo como si de repente se acordara de que tenía algo que contar—. ¿Sabes que ha venido un vecino nuevo al bloque de Max?
—¿Ah, sí? —preguntó Ramón, fingiendo interés.
—¡Sí, y dice que es de lo más raro! —comentó en tono bajo, como si se tratara de un secreto de Estado y pudiera haber espías en casa—. ¡Todo un misterio!
—¡No digas esas cosas! —la recriminó Tere—. ¡No está bien hablar mal de la gente, ni especular sobre lo que hacen o dejan de hacer!
—¡Pero, mamá, si es verdad! —Ada adoptó una expresión intrigante mientras masticaba una patata frita—. ¿Sabéis que no ha salido de su casa desde el día en que llegó?
—¿Y cómo podéis estar seguros de eso? —Tere estaba dispuesta a rebatir los posibles argumentos de Ada. No le gustaba que ella y sus amigos se metieran en la vida de los demás; cosa que, por otra parte, hacían constantemente—. ¿Te lo ha dicho Max, que se pasa el día en el colegio o jugando en la calle?
Ada se ofendió un poco.
—¡Se lo ha contado su madre! —Ada se llenó la boca con un pedazo de la suculenta tortilla de patatas con cebolla que hacía su madre—. ¡Ese tipo no sale ni para ir a comprar! —casi no la entendieron con la boca llena de comida—. ¡Tampoco ha traído muebles, sólo tiene los viejos que ya había en el apartamento y que los antiguos propietarios no se quisieron llevar!
—¡Fantaseáis mucho tú y tus amigos…! —ahora fue Ramón quien se añadió a la conversación—. ¿Cómo quieres que no tenga muebles y que no vaya a comprar comida? —había algo de burla en su tono—. ¡Eso es que no le han visto y punto! —movió la cabeza con un gesto de reprobación—. ¡Estos niños…!
Ada ya no dijo nada más. Sabía que no la iban a tomar en serio, por lo que era inútil continuar.
Cuando terminaron de cenar se sentaron en el sofá, delante del televisor. Ramón pensó que aquel era el momento oportuno para hacer su escapada.
—Creo que me voy a dar una vuelta para relajarme —anunció, levantándose—. Tal como estoy no podría dormir. ¡Volveré enseguida!
Salió rápidamente, sin darle tiempo a su mujer para que le lanzara algún reproche. Una vez fuera, recogió la bolsa de detrás de los geranios procurando no hacer ruido, y se marchó a paso ligero hacia el claro del bosque.
La noche era clara; tal como había previsto, la luna empezaba a subir para dominar el cielo. La fragancia de las flores de los jardines y el canto de los primeros grillos que anunciaban la inminente llegada del verano le acompañaron por las tranquilas calles del pueblo, amén del sonido de algún televisor con el volumen demasiado alto rompiendo salvajemente la plácida armonía de la naturaleza.
Por fin se encontró en las afueras, donde las metálicas voces de las teles desaparecieron en la lejanía, y a la banda sonora natural se le añadieron las llamadas de más grillos y los cantos de las múltiples aves nocturnas que conspiraban entre las ramas de los árboles.
Tardó algo más de diez minutos en llegar al claro del bosque. Una vez allí se sentó en la mullida hierba y, como si de una ceremonia se tratara, fue sacando las piezas de la bolsa una a una, con mucho cuidado; aunque pensó que si habían soportado estar enterradas muchos años para después ser brutalmente extraídas por una excavadora sin sufrir ningún daño, seguramente no era necesario tanto esmero. Pero Ramón prefería tratar así aquellos objetos, aquellas porciones de un algo desconocido, más que nada por una veneración que le había transmitido aquella voz en su cabeza que no le dejaba en paz.
Al fin tuvo ante sí las siete partes que estaba dispuesto a unir. Las observó unos instantes, aunque la luz de la luna no le permitía admirar en su totalidad los colores que las adornaban; no obstante, de alguna manera, él podía intuirlos. Dedujo que esas líneas de colores tenían que ver con algo del montaje. También descubrió unas rendijas y salientes que sin duda eran las sujeciones entre cada pieza. Empezó a hacer distintas pruebas colocándolas en varias posiciones, hasta que al final, transcurridos más de veinte largos minutos, logró deducir cómo debía unirlas. Ramón, henchido de orgullo propio, se felicitó por haberlo logrado.
Primero había que seguir un orden, y descubrió que algunas de las piezas tenían que ser acopladas al revés, para una vez unidas, darles la vuelta. Un discreto «clic» anunciaba su correcta colocación.
Todo fue encajando a la perfección. Cuando colocó el último fragmento, sintió, además de una gran satisfacción, una gran paz interior. Pareció por un momento que toda la naturaleza a su alrededor se había detenido, los grillos y los pájaros habían dejado de cantar, el aire se había detenido… El silencio que le envolvía era casi perturbador.
Entonces, rompiendo la fantasmal quietud, las siete piezas engarzadas empezaron a vibrar de manera casi imperceptible. Ramón se asustó, echándose hacia atrás de un salto. ¿Qué estaba sucediendo? La vibración aumentó y a ella se le añadió un extraño silbido que, poco a poco, fue debilitándose para convertirse en una especie de soplido silencioso.
Ramón estaba inquieto. No había esperado que sucediera nada de eso, y no podía entender lo que estaba pasando, ni qué consecuencias podía acarrear; pero la verdad era que no le hacía mucha gracia… además, la voz había desaparecido de repente y ya no tenía ningún guía que le sugiriera cómo debía actuar.
En un arranque de valor, intentó separar las piezas, pero por mucho que se esforzó en invertir el proceso que había seguido para engarzarlas, le fue del todo imposible hacerlo: parecía que hubieran quedado soldadas entre sí. De repente, notó como si algo o alguien le empujara por la espalda, una brusca sacudida, y todo se volvió negro. A continuación, ya sin sentido, cayó pesadamente al suelo.
Tere se había quedado despierta esperando a su marido. Hacía más de tres horas que se había marchado y aún no había regresado. Estaba preocupada, no era habitual en Ramón actuar de esta manera. Suspiró cuando por fin escuchó abrirse la puerta. Ramón entró arrastrando los pies y con la mirada perdida.
—¿Dónde has estado? —preguntó ella algo alterada—. ¡Tu hija estaba muy preocupada… y yo también! ¡Mi trabajo me ha costado convencerla de que se fuera a la cama, quería quedarse a esperarte, la pobre!
Ramón no contestó, ni siquiera la miró. Fue directo a la cocina a beber agua, siempre con aquel andar cansino.
—¿No me dices nada? —insistía Tere, cada vez más malhumorada.
Ramón la miró con una mirada ausente:
—Tengo sueño —contestó arrastrando las palabras con voz ronca y pastosa—. Estoy muy cansado.
—¿Te encuentras bien? —ahora Tere empezaba a alarmarse ante la extraña e inusual actitud de su marido.
—Sí, sólo tengo sueño —respondió lacónico.
Tere se encogió de hombros y se fueron los dos a su habitación. Ramón se tumbó en la cama, sin desvestirse, para quedarse dormido al instante. Su mujer pensó que por la mañana ya averiguaría lo sucedido y se puso a dormir un tanto inquieta.
A la mañana siguiente, Ramón no quiso ir a trabajar. Tere no cesaba de preguntarle si se encontraba bien o no, sin obtener ninguna respuesta por parte de él.
Tuvo que ser ella la que llamara a uno de sus compañeros para comunicarle que su marido se encontraba indispuesto y que no iría a trabajar aquel día. A él parecía no importarle nada. Ni tan sólo besó a Ada, como solía hacer cada día cuando su hija se marchaba al instituto. Estaba como ausente. Al final se quedó tumbado en el sofá, con la mirada perdida hacia ninguna parte.
Tere decidió que si no se le pasaba, llamaría al médico. Todo aquello era muy raro.
—¿Dónde tienes la bolsa de la ropa sucia? —le preguntó, confiando en que obtendría respuesta. Pero Ramón se encogió de hombros, dando a entender de que ni lo sabía, ni le preocupaba en lo más mínimo.
Tere empezó a ponerse nerviosa. No era normal aquel comportamiento. Algo le pasaba a su marido y estaba dispuesta a averiguar qué era.