—Tenemos que intentar mantenerla despierta —advirtió Sylvia Harris, sin molestarse en disimular el tono de preocupación de su voz—. Margaret, déjala en el suelo y cógela de la mano. Tú también, Steve. Hacedla caminar.
Con los labios blancos de miedo, Margaret obedeció.
—Vamos, Kelly —la animó—. A ti, a papá, a Kathy y a mí nos encanta ir a pasear juntos. Vamos, cariño.
—No… puedo… No… quiero… —masculló Kelly con voz quejosa y adormilada.
—Kelly, tienes que decirle a Kathy que ella también debe despertarse —le pidió la doctora Harris.
A Kelly se le caía la cabeza sobre el pecho, pero comenzó a moverla de un lado a otro en señal de protesta.
—No… no… no más. Vete, Mona.
—Kelly, ¿qué ocurre? —Dios mío, ayúdame, pensó Margaret. Déjame llegar hasta Kathy. Esa tal Angie debe de ser la mujer a la que Kelly llama «Mona»—. Kelly, ¿qué le hace Mona a Kathy? —le preguntó desesperada.
Tropezándose entre Margaret y Steve, que la llevaban medio en volandas, Kelly dijo entre dientes:
—Mona está cantando. —Con voz temblorosa y desafinada, Kelly comenzó a cantar—: No… más… el viejo Cabo Cod.