En el puente de Sagamore había poco tráfico. Mientras atravesaba el canal de Cabo Cod, Clint conducía con creciente impaciencia, mirando cada dos por tres el indicador de velocidad para comprobar que no iba demasiado rápido. Sabía que se había salvado por poco de que la policía lo detuviera en la carretera 3, cuando estaba yendo a 110 km por una zona por la que no se podía circular a más de 90 km por hora.
Clint miró la hora en su reloj. Eran las ocho en punto. Me quedan por lo menos cuarenta minutos más para llegar, pensó. Encendió la radio en el momento justo para oír la voz vehemente del locutor de un informativo que decía:
—Continúan los rumores sobre la posible falsedad de la confesión de suicidio en torno a la presunta muerte de Kathy Frawley. Lejos de confirmar o negar la veracidad de dicho rumor, las autoridades se han limitado a facilitar los nombres de dos sospechosos en el secuestro de las gemelas Frawley.
Clint notó que el sudor comenzaba a brotarle por todos los poros de su cuerpo.
—Mediante un comunicado oficial han apelado a la colaboración ciudadana con el fin de detener a un ex presidiario llamado Ralph Hudson. El sospechoso, conocido con el alias de Clint Downes, trabajaba últimamente como guarda del club de campo de Danbury, en Connecticut. En la orden de arresto se nombra asimismo a su novia, Angie Ames. Según la información de que disponemos, Downes fue visto por última vez en el aeropuerto de LaGuardia, donde lo dejó un taxi pasadas las cinco de la tarde. De la mujer, Angie Ames, no se tienen noticias desde la noche del jueves. Se cree que viaja en una furgoneta Chevy de color marrón oscuro, de doce años y con matrícula de Connecticut…
No tardarán mucho en seguirme la pista hasta el puente aéreo, pensó Clint desesperado. Luego me rastrearán hasta la agencia de alquiler de coches y conseguirán la descripción de este vehículo. Tengo que deshacerme de él cuanto antes. Al final del puente cogió la carretera central del cabo. Al menos he tenido la lucidez de pedirle al empleado de la agencia un mapa de Maine, pensó. Puede que eso me dé un poco más de tiempo. Tengo que pensar qué voy a hacer.
Voy a arriesgarme a seguir por esta carretera, concluyó. Cuanto más me acerque a Chatham mejor. Si la poli sospecha que estamos en el cabo, registrarán todos los moteles… eso si no los han registrado ya, pensó abatido.
Clint recorría rápidamente la carretera con la mirada cada vez que pasaba por delante de una salida ante la posible presencia de coches patrulla. El paisaje comenzó a resultarle más familiar al llegar a la salida 5 para Centerville. Aquí es donde hicimos el trabajo, recordó. La salida 8 correspondía a Dennis y Yarmouth. El trayecto se le hizo interminable hasta que al fin llegó a la salida 11, la de Harwich y Brewster, y se desvió por la carretera 137. Ya estoy casi en Chatham, pensó, tratando de tranquilizarse. Ha llegado el momento de deshacerse de este coche. Fue entonces cuando vio a lo lejos el lugar que buscaba, un complejo de cines con un aparcamiento abarrotado.
Diez minutos más tarde, aparcado dos filas por detrás, vio que una pareja de adolescentes dejaban un sedán de gama baja y entraban en el vestíbulo del teatro. Clint se bajó del coche de alquiler, los siguió hasta el vestíbulo y se quedó en un rincón, desde donde los vio ponerse en la cola de las entradas. Clint aguardó a que el acomodador les rompiera las entradas y la pareja desapareciera por un pasillo antes de volver a salir al aparcamiento. Ni siquiera se han molestado en cerrar la puerta con llave, pensó al intentar abrir el picaporte del lado del conductor. No me lo pongáis tan fácil. Clint se metió en el coche y esperó un instante hasta estar seguro de que no había nadie cerca.
Se agachó bajo el salpicadero y, con manos expertas y movimientos diestros, unió los cables para activar el contacto. El sonido de arranque del motor le proporcionó la primera sensación de alivio desde que había oído las noticias por la radio. Clint encendió las luces, metió la marcha correspondiente e inició la fase final de su viaje a Chatham.