Capítulo 70

Una vez en el aeropuerto LaGuardia de Nueva York, Clint ordenó al taxista que lo dejara en el acceso más próximo a los mostradores de Continental Airlines. Si los federales lo seguían de cerca lo último que necesitaba era que supieran que lo habían dejado en la entrada del puente aéreo, lo que delataba claramente sus intenciones de dirigirse a Boston o Washington.

Clint pagó el importe de la carrera con la tarjeta de crédito. Incluso cuando el taxista la pasó por la máquina se puso a sudar ante el temor de que Angie hubiera cargado en ella más compras antes de marcharse y hubiera rebasado el límite de crédito. En tal caso tendría que desembolsar los ochenta dólares que llevaba en el bolsillo.

Pero la máquina aceptó la tarjeta, y Clint suspiró aliviado.

Su ira hacia Angie iba en aumento, como el estruendo que precede a una erupción volcánica. Si hubieran dejado a las dos niñas en el coche y se hubieran repartido el millón de dólares, Lucas seguiría conduciendo su limusina y llevando a Bailey aquí y allá como siempre. Y en menos de una semana, Angie y él estarían de camino al falso empleo de Florida, sin que nadie supiera nada.

Ahora Angie no solo había matado a Lucas, sino que además lo había desenmascarado. ¿Cuánto tardarían en reparar en su viejo compañero de celda que había desaparecido?, se preguntó. No mucho. Clint conocía la manera de pensar de los federales.

Y para colmo, Angie, con su estúpido proceder, había cargado en su tarjeta el importe de la ropa que había comprado para las gemelas, y la metomentodo de la dependienta había sido lo bastante lista como para olerse que pasaba algo raro.

Cargado tan solo con una pequeña bolsa de mano en la que llevaba un par de camisas, unos cuantos calzoncillos, calcetines, el cepillo de dientes y los enseres necesarios para el afeitado, Clint enfiló hacia la terminal para luego salir de nuevo a la calle y esperar el autobús que lo llevaría a la terminal del puente aéreo de US Airways. Una vez allí compró un billete electrónico. El siguiente avión para Boston salía a las seis de la tarde, por lo que tenía cuarenta minutos de espera. Dado que no había comido nada al mediodía regresó a la zona de cafetería y pidió un perrito caliente, patatas fritas y café. Le habría encantado tomarse un whisky, pero ese sería su premio más tarde.

Cuando le sirvieron la comida dio un bocado enorme al perrito caliente y lo acompañó con un trago de café sin azúcar. ¿Hacía tan solo diez noches que Lucas y él estaban sentados en la mesa de la casa del club de campo, bebiéndose una botella de whisky mano a mano y disfrutando de una sensación de bienestar por lo bien que había ido el trabajo?

Angie, pensó, a medida que el estruendo de su ira se intensificaba. Ya ha tenido un roce con un poli en Cabo Cod, y ahora el poli sabe la matrícula de la furgoneta. Incluso puede que ande buscándola. Clint comió deprisa, miró la cuenta y puso sobre el mostrador un puñado de billetes de un dólar arrugados, dejando una propina de treinta y ocho centavos por el servicio. Al bajarse del taburete vio que la chaqueta se le había subido por encima de la barriga y tiró de ella hacia abajo mientras se encaminaba arrastrando los pies hacia la puerta de embarque para coger el avión con destino a Boston.

Con una mirada de desprecio, Rosita, la estudiante de tercer año de carrera que le había atendido, lo vio marcharse. Aún lleva esa cara rechoncha manchada de mostaza, pensó. Qué horror pensar que al final del día te encontrarás en casa con un tipo así. Menudo patán. Bueno, pensó encogiéndose de hombros, al menos no hay que temer que sea un terrorista. Si hay alguien inofensivo es ese memo.