Capítulo 66

—Sigo sin creer que Kelly esté en contacto con su hermana —dijo Tony Realto sin rodeos antes de que el comisario Gunther y él se marcharan de casa de los Frawley a las tres en punto—. Pero sí creo que pueda decirnos algo sobre las personas que la retenían o el lugar donde la escondían, algo que nos sirva de ayuda. De ahí la importancia de estar pendiente de lo que pueda decir en todo momento, ya esté despierta o dormida, y de hacerle preguntas si sale con algo que pudiera estar relacionado con el secuestro.

—¿Acepta al menos la posibilidad de que Kathy esté viva? —lo presionó Margaret.

—Señora Frawley, a partir de este momento vamos a proceder basándonos, no en la posibilidad, sino en la premisa de que Kathy está viva. Sin embargo, por el bien de la investigación, no quiero que esto se sepa. Nuestra única ventaja es que quienquiera que la tenga cree que nosotros la damos por muerta.

Después de que Realto y Gunther se hubieron ido, Kelly comenzó a quedarse dormida en el salón, junto a las muñecas. Steve le puso un cojín bajo la cabeza y la tapó; luego Margaret y él se sentaron junto a ella en el suelo con las piernas cruzadas.

—A veces Kathy y ella hablan en sueños —explicó la doctora Harris a Walter Carlson.

Harris y Carlson seguían sentados a la mesa del comedor.

—Doctora Harris —dijo Carlson con voz pausada—, reconozco mi escepticismo, pero eso no significa que el comportamiento de Kelly no nos haya sorprendido a todos. Ya le he preguntado esto antes, pero ahora se lo preguntaré de otra forma. Me consta que usted ha empezado a creer que las gemelas están comunicándose, pero ¿no es posible que todo lo que ha dicho y hecho Kelly desde que volvió a casa sean simplemente recuerdos de lo que les ha ocurrido durante los días que ha pasado secuestrada?

—Kelly tenía un morado en el brazo cuando la llevaron al hospital después de que la encontraran —explicó Sylvia Harris con voz cansina—. Cuando lo vi dije que se debía a un pellizco hecho con saña y que, por mi experiencia, ese tipo de castigo suelen infligirlo las mujeres. Ayer por la tarde Kelly comenzó a gritar. Steve creía que se había golpeado el brazo contra la mesa del vestíbulo. Margaret, en cambio, intuyó que estaba reaccionando al dolor de Kathy. Fue entonces cuando Margaret fue corriendo a ver a la dependienta. Mire, a Kelly le ha salido otro morado grande, uno nuevo que juraría que es resultado de un pellizco que Kathy recibió ayer. Si no me cree es cosa suya.

Gracias a sus antepasados suecos y su experiencia al servicio del FBI, Walter Carlson había aprendido a no dejar ver sus emociones.

—En el caso de que tuviera razón… —comenzó a decir poco a poco.

—Tengo razón, señor Carlson.

—… en ese caso Kathy podría estar con una maltratadora.

—Me alegro de que lo reconozca. Pero tan grave como eso es el hecho de que está enferma, muy enferma. Piense en lo que estaba haciendo Kelly con la muñeca de Kathy. La está tratando como si tuviera fiebre. Por eso le ha puesto un paño mojado en la frente. Margaret hace eso a veces cuando una de las dos tiene fiebre.

—¿Una de las dos? ¿Quiere decir que no enferman las dos a la vez?

—Son dos seres humanos distintos. Dicho esto, debo añadir que Kelly estuvo tosiendo bastante anoche, pero no tiene nada que pueda indicar un resfriado. No tenía motivos para toser, a no ser que se sintiera identificada con Kathy. Temo mucho que Kathy esté gravemente enferma.

—Sylvia…

Harris y Carlson alzaron la vista al ver que Margaret regresaba al comedor.

—¿Kelly ha dicho algo? —preguntó la doctora con inquietud.

—No, pero me gustaría que fueras a sentarte a su lado con Steve. Agente Carlson, quiero decir, Walter… ¿le importaría llevarme de nuevo a la tienda donde compré los vestidos de cumpleaños de las niñas? He estado dándole vueltas y más vueltas. Estaba medio loca cuando fui ayer porque sabía que alguien le había hecho daño a Kathy, pero tengo que hablar como sea con la dependienta que me atendió. Sigo pensando que tiene la sensación de que había algo raro en la mujer que compró ropa para unos gemelos casi a la misma hora que yo estuve allí. Ayer era el día libre de la dependienta, pero hoy, si no está y usted me acompaña, sé que no podrán negarse a darnos su número de teléfono y su dirección.

Carlson se puso de pie. Reconoció la expresión que vio en el rostro de Margaret Frawley. Era la de una fanática, convencida de su misión.

—Vamos —dijo—. No me importa dónde esté esa dependienta. Esté donde esté, la encontraremos y hablaremos con ella en persona.