Era el gerente del motel, David Toomey, quien había llamado a la puerta de Angie. Se trataba de un hombre menudo que debía de rondar los setenta y cinco años y que tenía unos ojos penetrantes que la miraban a través de unas lentes. Tras presentarse a sí mismo, preguntó en un tono de irritación:
—¿Qué es eso de que anoche le robaron la sillita de la furgoneta? El agente Tyron, de la policía de Barnstable, se ha pasado por aquí para averiguar si se habían producido más robos.
Angie intentó pensar rápido. ¿Sería mejor decirle que había mentido, que había olvidado traer la silla para la niña? Eso podría generar más problemas. Puede que el policía volviera a pasarse por allí para ponerle una multa. Y hacerle preguntas.
—No fue para tanto —respondió. Angie miró hacia la cama. Kathy estaba de cara a la pared. Solo se le veía la nuca, con su pelo teñido de castaño oscuro—. Tengo a mi pequeño con un catarro muy fuerte, y lo único que me importaba era meterlo en la habitación.
Angie observó a Toomey mientras el hombre recorría la estancia rápidamente con la mirada. Le leyó el pensamiento; no la creía. Angie había pagado en metálico una estancia de dos noches. Toomey percibía que había algo raro. Quizá hubiera oído resollar a Kathy.
Seguro que la había oído.
—A lo mejor debería llevar a su hijo al servicio de urgencias del hospital de Cabo Cod —le sugirió—. Mi mujer siempre tiene asma después de un ataque de bronquitis, y ese crío respira como si fuera a darle un ataque de asma.
—Eso es lo que pensaba yo —contestó Angie—. ¿Puede darme la dirección del hospital?
—Está a diez minutos de aquí —le explicó Toomey—. Si quiere los llevo.
—No, no. No se moleste. Mi… mi madre llegará a eso de la una. Ya nos acompañará ella.
—Claro. Bueno, señora Hagen, le aconsejo que busque tratamiento médico para ese niño cuanto antes.
—Descuide. Y gracias. Es usted muy amable. Y no se preocupe por lo de la silla, que era vieja. Ya me entiende.
—Sí, ya la entiendo, señora Hagen. Que no hubo ningún robo. Pero por lo que me ha dicho el agente Tyron deduzco que ahora ya tiene silla. —Toomey no se molestó en ocultar el sarcasmo de su voz al cerrar la puerta tras él.
Angie se apresuró a cerrar la puerta con doble llave. Seguro que me vigila, pensó. Sabe que yo no llevaba ninguna silla en la furgoneta, y está cabreado porque da mala imagen que alguien se queje de un robo en su motel. Y el poli también desconfía de mí. Tengo que largarme de aquí, pero no sé adonde ir. No puedo irme con todas mis cosas… sabrá que he ahuecado el ala. Tengo que dar la sensación de estar esperando a mi madre. Si salgo pitando ahora mismo se dará cuenta de que pasa algo. Lo que puedo hacer es esperar un rato y después sacar a la cría y sentarla atrás en la silla; luego vuelvo, como si me hubiera olvidado el bolso. Desde la recepción solo puede ver el lado del pasajero. Puedo tapar la maleta del dinero con una manta y pasarla al otro lado. Dejaré lo demás aquí para que piense que voy a volver. Si me pregunta le diré que mi madre me ha llamado y que hemos quedado en el hospital. Pero con un poco de suerte estará ocupado con alguien que quiera alojarse o irse de este tugurio y podré largarme sin que me vea.
Mirando a la izquierda desde la ventana veía el camino de entrada al motel frente a la recepción. Aguardó cuarenta minutos sin moverse del sitio. Al notar que la respiración de Kathy era cada vez más pesada y jadeante, decidió que tenía que abrir una de las cápsulas de penicilina, disolver parte de su contenido en una cucharada de agua y obligarla a tomárselo. Tengo que deshacerme de ella, pensó, pero no quiero que se muera en mis manos. Presa de la ira y de los nervios, abrió su bolso, sacó el frasco de cápsulas, abrió una, vertió su contenido en un vaso del baño, lo diluyó con un poco de agua y cogió una cuchara de plástico de la máquina de café que había sobre la encimera. Luego zarandeó a Kathy para despertarla; la pequeña se movió, abrió los ojos y enseguida rompió a llorar.
—Madre mía, pero si estás ardiendo —le espetó Angie—. Anda, tómate esto.
Kathy negó con la cabeza y en cuanto el líquido entró en contacto con su lengua apretó los labios con fuerza.
—¡Que te lo bebas, he dicho! —gritó Angie.
Angie consiguió verter parte del líquido en la boca de Kathy pero esta hizo arcadas y el medicamento le cayó por la mejilla. Kathy comenzó entonces a gemir y toser. Angie cogió una toalla y se la ató a la boca para acallarla, pero cayó en la cuenta de que podría ahogarse y se la quitó.
—A callar —le dijo Angie entre dientes—. Ya me has oído. Como hagas el menor ruido te mato ahora mismo. Todo es culpa tuya. Absolutamente todo.
Angie se asomó a la ventana y vio que había varios vehículos aparcados frente a la recepción. Esta es mi oportunidad, pensó. Cogió a Kathy, salió corriendo de la habitación, abrió la puerta de la furgoneta y la sujetó a la silla. Luego, en un movimiento veloz, volvió corriendo al motel, cogió la maleta tapada con la manta y el bolso y los tiró dentro del vehículo, junto a Kathy. Treinta segundos más tarde salía del aparcamiento dando marcha atrás.
¿Y ahora adónde voy?, se preguntó. ¿Será mejor que me largue de Cabo Cod ahora mismo? Pero si no he vuelto a llamar a Clint. Ni siquiera sabe dónde estoy. En caso de que el poli sospeche de mí y se ponga a buscarme tiene mi matrícula. Y el del motel también. Tengo que decirle a Clint que venga aquí con un coche de alquiler o algo así. No me conviene seguir circulando con esta tartana.
Pero ¿adonde voy?
El tiempo había ido despejándose y ahora lucía un sol de tarde radiante. La idea de que el policía que la había obligado a comprar la silla pudiera aparecer a su lado en un coche patrulla hizo que le entraran ganas de gritar de frustración ante la lenta circulación del tráfico. Al principio de Main Street la carretera se convertía en una vía de sentido único, y se vio obligada a girar a la derecha. Tengo que salir de Hyannis, y si ese poli sospecha realmente de mí y da la voz de alarma no quiero que me pillen en medio de un puente. Cogeré la carretera 28, pensó.
Se volvió para echar un vistazo a Kathy. La niña tenía los ojos cerrados y la cabeza caída sobre su pecho, pero Angie vio que respiraba entre jadeos por la boca y que tenía las mejillas rojas. Tengo que encontrar otro motel y coger una habitación, pensó. Luego llamaré a Clint y le diré que venga. Como he dejado cosas en el Soundview el fisgón del gerente creerá que vamos a volver. Al menos pensará eso hasta que vea que no aparecemos ya entrada la noche.
Cuarenta minutos más tarde, poco después de pasar la indicación a Chatham, vio la clase de motel que buscaba. Un rótulo con luces intermitentes anunciaba que quedaban habitaciones libres, y el lugar se hallaba junto a una cafetería.
—Shell and Dune —dijo, leyendo el nombre en voz alta—. Me va bien.
Angie se desvió de la carretera y aparcó en un lugar indicado para estacionar situado cerca de la puerta de la recepción, asegurándose no obstante de que desde allí no pudieran ver a Kathy.
El empleado de rostro cetrino que había detrás del mostrador estaba hablando por teléfono con su novia y apenas alzó la vista al entregarle un formulario de registro. Una vez más, ante la posibilidad de que el policía de Hyannis enviara un comunicado a toda la zona, Angie decidió no emplear el nombre de Linda Hagen. Pero si me pide un documento que acredite mi identidad tendré que enseñarle algo, pensó, sacando de mala gana su propio permiso de conducir. Se inventó una matrícula y la anotó en el papel. Estaba segura de que el empleado, absorto en su conversación, no se molestaría en comprobar el dato. El hombre se limitó a coger el dinero correspondiente a una noche y le lanzó una llave. Con una sensación renovada de seguridad, Angie volvió a subir a la furgoneta, se dirigió hasta la parte trasera del motel y entró en la habitación.
—Mejor que la última —dijo en voz alta mientras escondía la maleta bajo la cama. Luego salió a buscar a Kathy, que no se despertó cuando la desató de la silla. Vaya por Dios, esta fiebre va a peor, pensó Angie. Al menos no hace ascos a la aspirina infantil. Creerá que es un caramelo. La despertaré y haré que se tome una. Pero antes será mejor que llame a Clint.
Clint contestó al primer timbre.
—¿Dónde diablos te has metido? —espetó—. ¿Por qué no me has llamado antes? He sudado la gota gorda, preguntándome si estarías en la cárcel.
—El gerente del motel donde estaba era un fisgón de mucho cuidado. He tenido que salir pitando de allí.
—¿Dónde estás?
—En Cabo Cod.
—¿Cómo?
—Me parecía un buen sitio para esconderme. Y me conozco la zona —aseguró—. Clint, la niña está muy enferma, y ese poli del que te he hablado, el que me ha obligado a comprar una silla para el coche, tiene la matrícula de la furgoneta. Se huele algo. Lo sé. Tenía miedo de que me pararan en el puente si intentaba salir del cabo. Me he cambiado de motel. Está en la carretera 28, en un pueblo llamado Chatham. Tú me has contado que de pequeño viniste aquí. Seguro sabes dónde está.
—Sé dónde está. No te muevas de ahí. Cogeré un avión a Boston y alquilaré un coche. Ahora son las tres y media. Si todo va bien llegaré entre las nueve y las nueve y media.
—¿Te has deshecho de la cuna?
—La he desmontado y metido en el garaje. No puedo moverla de aquí porque no tengo la furgoneta, ¿recuerdas? Pero no es la cuna lo que más me preocupa ahora mismo. ¿Tienes idea de lo que me has hecho? No he podido moverme de aquí porque este es el único teléfono en el que podías localizarme. No tengo más que ochenta pavos y la tarjeta de crédito. Y para colmo ha venido la poli preguntando por ti, y la dependienta esa de la tienda donde compraste la ropa para las crías, pagando con mi tarjeta de crédito, se ha olido que aquí hay gato encerrado y ha venido a fisgonear.
—¿Y por qué ha tenido que ir a la casa? —preguntó Angie, alzando la voz con un tono de temor.
—Me ha dicho que quería cambiar dos de los polos que compraste por unos nuevos, pero yo diría que ha venido a husmear. Por eso tengo que largarme de aquí. Y tú tienes que quedarte ahí hasta que yo llegue. ¿Entendido?
Llevo esperando todo el día, aquí metido, temiendo enterarme de que un poli os ha echado el guante a ti y a la niña, por no mencionar la maleta llena de dinero, pensó Clint. La has cagado bien cagada. No veo la hora de ponerte las manos encima.
—Sí, Clint. Siento haberle disparado a Lucas. Es que pensé que estaría bien quedarnos con una niña y el millón entero para nosotros solos. Sé que era tu amigo.
Clint no le comentó que temía que el FBI comenzara a buscarlo cuando se enteraran de que Lucas y él habían compartido celda en Attica años atrás. Mientras pasara por Clint Downes no corría peligro. Pero si por casualidad examinaban sus huellas verían en el acto que Clint Downes no existía.
—Olvídate de Lucas. ¿Cómo se llama el motel?
—Shell and Dune. Concha y duna, ¿no te parece cursi? Te quiero, Clint.
—Vale, vale. ¿Cómo está la cría?
—Está muy mal, en serio. Tiene mucha fiebre.
—Pues dale una aspirina.
—Clint, no quiero seguir cargando con ella. No la soporto.
—Ahí tienes la respuesta. La dejaremos dentro de la furgoneta cuando la hundamos en alguna parte. Por si no te has fijado, en esa zona hay agua por todas partes.
—Lo que tú digas, Clint. No sé qué haría sin ti. Te lo juro. Tú sí que eres listo. Lucas se creía más listo que tú, pero no lo era. Me muero de ganas de que estés aquí.
—Lo sé. Tú y yo, solos. Como tiene que ser. —Clint colgó el teléfono—. Si te crees eso es que eres más tonta de lo que yo pensaba —añadió en voz alta.