Capítulo 61

El sábado por la mañana, un Gregg Stanford falto de sueño acudió al club del que era socio a jugar un partido de squash y luego regresó a la finca de Greenwich, donde se hallaba la residencia principal de su esposa. Se duchó, se vistió y ordenó que le sirvieran el almuerzo en el estudio. Con sus paredes revestidas de madera, sus tapices y alfombras de época, su mobiliario estilo Hepplewhite y sus impresionantes vistas del estrecho de Long Island, era la estancia de la mansión que más le gustaba.

Pero ni siquiera el salmón en su punto acompañado con una botella de Château Cheval Blanc, Premier Grand Cru Classé le sirvió de bálsamo ni de consuelo. El miércoles de la semana siguiente se cumpliría el séptimo aniversario de su matrimonio con Millicent. El contrato prematrimonial que habían firmado en su día estipulaba que si antes de dicha fecha se separaban o divorciaban por vía legal él no recibiría nada de ella. Si, por el contrario, la unión perduraba más allá del séptimo aniversario él recibiría irrevocablemente veinte millones de dólares aunque después de ello se rompiera el matrimonio.

El primer marido de Millicent había fallecido. Su segundo matrimonio solo duró unos años. Su tercer marido recibió notificación de la demanda de divorcio tan solo unos días antes del séptimo aniversario de boda. A mí me quedan cuatro días, pensó. Incluso en medio de aquella hermosa sala Gregg comenzó a sudar con solo pensarlo.

Gregg estaba convencido de que Millicent estaba jugando al gato y al ratón con él. Llevaba las tres últimas semanas viajando por Europa con el pretexto de visitar a sus amistades, pero el martes anterior le había telefoneado desde Mónaco para mostrarle su conformidad con la postura que había adoptado frente a la decisión de pagar el rescate.

—Es un milagro que no hayan secuestrado ya a una veintena más de hijos de nuestros empleados —le había dicho—. Has obrado con sensatez.

Y cuando salimos juntos parece que se lo pasa bien conmigo, pensó Gregg en un esfuerzo por tranquilizarse.

—Teniendo en cuenta tus raíces, parece mentira el grado de refinamiento que has llegado a alcanzar —le había comentado Millicent en alguna ocasión.

Gregg había aprendido a encajar sus pullas con una sonrisa de desdén. Los ricos son diferentes, era algo que había descubierto desde que estaba casado con Millicent. El padre de Tina también era rico, pero él se había labrado su propia fortuna. Vivía a cuerpo de rey, pero era una simple vela frente a una estrella en comparación con el tren de vida que llevaba Millicent. Los orígenes de su linaje se remontan a Inglaterra, a una época anterior a la travesía en el Mayflower que hicieron los primeros colonos británicos hacia el Nuevo Mundo. Y, como siempre señalaba ella con desdén, a diferencia de la multitud de aristócratas distinguidos venidos a menos, su familia siempre había contado, generación tras generación, con una gran fortuna.

Existía la posibilidad atroz de que Millicent se hubiera enterado de alguna manera de alguna de sus aventuras. Siempre he actuado con la mayor discreción, pensó Gregg, pero si Millicent averiguara algo sobre alguna de ellas sería mi ruina.

Gregg estaba sirviéndose la tercera copa de vino cuando sonó el teléfono. Era Millicent.

—Gregg, he de reconocer que no he sido muy justa contigo.

Gregg notó que se le secaba la boca.

—No sé a qué te refieres, querida —dijo, confiando en que su tono de voz sonara divertido.

—Te seré sincera. Pensaba que podrías estar engañándome, y sencillamente no soportaba la idea. Pero has pasado el visto bueno, así que… —Millicent se echó a reír—, ¿qué te parece si a mi regreso celebramos nuestro séptimo aniversario y brindamos por los próximos siete?

Esta vez Gregg Stanford no tuvo que fingir la emoción de su voz.

—¡Oh, querida!

—Estaré de vuelta el lunes. Te… te quiero mucho, Gregg. Adiós.

Gregg colgó el teléfono poco a poco. Millicent había mandado que lo vigilaran, como él sospechaba. Fue una suerte que el instinto le hubiera dicho que debía dejar de ver a sus amantes en los últimos meses.

Ahora nadie podría interponerse en la celebración de su séptimo aniversario de boda. Aquel momento era el punto culminante de todo aquello para lo que había trabajado toda su vida. Sabía que mucha gente se preguntaba si Millicent se quedaría con él. Incluso el New York Post había llegado a interesarse por el asunto, abordando el tema en una de sus famosas crónicas de sociedad con el título ¿saben quién está con el alma en vilo? Con el apoyo de Millicent, su postura en la junta se vería consolidada. Sería el primero en la lista de candidatos a la presidencia de la empresa.

Gregg Stanford miró a su alrededor, posando la vista en las paredes revestidas de madera, los tapices, las alfombras persas y el mobiliario estilo Hepplewhite.

—Haré lo que sea para no perder todo esto —dijo en voz alta.