Las persistentes voces de dos niñas que llamaban a su madre sin cesar sacó a Clint de un pesado sueño fruto del Chivas Regal. Al no obtener respuesta, las pequeñas se habían puesto a trepar por los altos barrotes de la cuna en la que estaban durmiendo.
Angie yacía junto a Clint, roncando, ajena a las voces de las niñas y al traqueteo de la cuna. Clint se preguntó cuánto habría bebido ella después de que él se acostara. A Angie le encantaba quedarse despierta hasta altas horas de la noche viendo películas antiguas, con una botella de vino como única compañía. Charlie Chaplin, Greer Garson, Marilyn Monroe, Clark Gable… los adoraba a todos.
—Esos sí que eran actores —solía decirle, arrastrando las palabras—. Ahora parecen todos iguales. Rubios, guapos, asiliconados, con liftings y liposucciones por todas partes… pero ¿saben actuar? No.
Hasta el cabo del tiempo, después de tantos años con ella, Clint no se había dado cuenta de que lo que Angie tenía era envidia. Quería ser guapa. Y Clint se había valido de ello como una manera más de conseguir que ella accediera a cuidar de las niñas.
—Tendremos tanto dinero que si quieres ir a un balneario, cambiarte el color del pelo o ponerte en manos de los mejores cirujanos plásticos para que te dejen más guapa, podrás hacerlo. Lo único que tienes que hacer es cuidar bien de ellas; solo serán unos días, o una semana como mucho.
Clint le hincó el codo en el costado.
—Levántate.
Angie se hundió aún más en la almohada. Clint le zarandeó el hombro.
—Que te levantes, he dicho —gruñó.
Angie levantó la cabeza de mala gana y la asomó por encima de los barrotes.
—¡Acostaos! ¡Venga, a dormir! —espetó.
Al ver la cara de enfado de Angie, Kathy y Kelly se echaron a llorar.
—Mami… papi.
—¡Chis! ¡A callar!
Las gemelas volvieron a acostarse y se abrazaron entre gimoteos. Desde la cuna se oía el débil sonido de sus sollozos apagados.
—¡Que os calléis, he dicho!
Los sollozos se convirtieron en hipo.
Angie le dio un codazo a Clint.
—Mona empezará a quererlas a las nueve. Ni un minuto antes.