Norman Bond vivía en la planta cuarenta de un edificio de apartamentos situado junto al río East, en la calle Setenta y dos de Manhattan. La panorámica de trescientos sesenta grados de la que gozaba siempre había enriquecido su solitaria vida personal. Por la mañana solía levantarse a tiempo para contemplar la salida del sol. Por la noche disfrutaba observando el fulgor de las luces de los puentes que cruzaban el río.
El sábado por la mañana, después del tiempo gris que había dominado toda la semana, el día amaneció fresco y despejado, pero ni siquiera el brillo del sol sirvió para levantarle el ánimo. Llevaba horas sentado en el sofá de su salón, analizando metódicamente las opciones que tenía.
Llegó a la conclusión de que no eran muchas. Lo hecho, hecho está y no se puede cambiar. «El dedo implacable sigue escribiendo… Y ni tu piedad ni tu ingenio… podrán borrar ni una coma ni un acento», recitó para sí mismo.
No sé la cita a la perfección, pero me suena que decía algo así, se dijo.
Cómo he podido ser tan tonto, se preguntó a sí mismo. ¿Cómo se me ha podido escapar referirme a Theresa como «mi difunta esposa»?
Los agentes del FBI se habían abalanzado sobre aquel dato. Habían dejado de hacerle preguntas sobre la desaparición de Theresa hacía ya tiempo, pero ahora volverían a la carga. Sin embargo, cuando una persona lleva desaparecida más de siete años y se da oficialmente por muerta, ¿no es lógico referirse a ella como si estuviera muerta? Theresa llevaba desaparecida diecisiete años.
Pues claro que lo está.
Hacía bien en llevar el anillo de boda que le había regalado a Theresa, el que ella le dejó encima del tocador. Pero ¿no sería peligroso seguir llevando su otro anillo, el que le había dado su segundo marido? Norman desabrochó la cadena que llevaba colgada al cuello y, sosteniendo ambas alianzas en la palma de su mano, las contempló con detenimiento, el amor es eterno, rezaba la inscripción en letras minúsculas que aparecía grabada en el interior de ambos anillos. El que le regaló él es todo de diamantes, pensó Norman con envidia. Yo le compré un simple anillo de plata. Era lo único que me podía permitir en aquella época.
—Mi difunta esposa —dijo en voz alta.
Ahora, después de todo el tiempo que había transcurrido, el secuestro de dos niñas había vuelto a ponerlo en el punto de mira del FBI.
¡Mi difunta esposa!
Renunciar a su cargo en C.F.G. & Y. y marcharse al extranjero sería peligroso… demasiado repentino, demasiado contradictorio con los planes de los que había hablado.
A mediodía se dio cuenta de que seguía en ropa interior, algo que molestaba mucho a Theresa cuando vivía con ella.
—La gente con dos dedos de frente no va por ahí todo el día en ropa interior —le decía ella en tono despectivo—. No hacen eso, Norman. Se ponen una bata o se visten. O una cosa o la otra.
Theresa lloró hasta que se le acabaron las lágrimas cuando los gemelos nacieron antes de tiempo y no lograron sobrevivir, pero al cabo tan solo de una semana dijo algo parecido a que «quizá haya sido mejor así». Poco después dejó a Norman, se trasladó a California, consiguió el divorcio y en menos de un año volvió a casarse. Norman había oído a algún que otro empleado de la empresa reírse de su situación por aquel entonces.
—Se ve que se ha echado un marido de una clase muy distinta de la del pobre Norman —oyó decir en una ocasión.
Aún se estremecía de dolor al recordarlo.
Cuando se casó con Theresa le aseguró que un día llegaría a ser presidente de C.F.G. & Y.
Ahora le constaba que eso no ocurriría jamás, pero en cierto modo ya no importaba. Ya no necesitaba el padecimiento que le suponía el trabajo, ni tampoco el dinero. Pero no puedo evitar llevar las alianzas encima, pensó abrochándose de nuevo la cadena alrededor del cuello. Son lo que me da fuerza. Me recuerdan que no soy el trabajador compulsivo e inseguro por el que me tienen los demás.
Norman sonrió, recordando la expresión de terror en el rostro de Theresa la noche que su ex mujer, sentada al volante de su coche, se volvió y lo vio escondido en el asiento de atrás.