El sábado por la mañana, Lila Jackson se moría de ganas de contarle a todas sus compañeras de Abby's lo mucho que le había gustado la obra que había visto con su madre la noche anterior.
—Era una reposición de Sinfonía de la vida —explicó Lila a Joan Howell—. Si digo que estuvo genial me quedo corta. ¡Me encantó! Con esa escena final, cuando George se tira encima de la tumba de Emily. Fue increíble. Las lágrimas me corrían por la cara. Resulta que cuando yo tenía doce años representamos esa obra en St. Francis Xavier. Yo hacía el papel de la primera difunta, y decía la siguiente frase: «Está en la misma calle en la que vivimos. Ajá».
Cuando Lila se entusiasmaba con algo, no había manera de pararla. Howell esperó con paciencia a que hiciera una pausa en la narración para decir:
—Pues aquí tuvimos jaleo ayer por la tarde. Margaret Frawley, la madre de las gemelas secuestradas, vino buscándote.
—¿Que qué? —Lila estaba a punto de salir del despacho para dirigirse a la tienda, pero al oír aquello retiró la mano de la puerta—. ¿Por qué?
—No lo sé. Me pidió tu número de móvil y cuando vio que no estaba dispuesta a dárselo dijo algo de que su hija estaba viva y tenía que encontrarla. Creo que la pobre mujer sufre una depresión nerviosa. Y no la culpo, desde luego, después de perder a una de sus gemelas. De hecho, hubo un momento que me agarró del brazo y pensé que tenía delante a una loca. Entonces la reconocí e intenté hablar con ella, pero se echó a llorar y se fue corriendo. Esta mañana he oído en las noticias que ayer la familia dio la voz de alarma ante su desaparición y que la policía la encontró a las once de la noche aparcada cerca del aeropuerto de Danbury. Según decían, parecía aturdida y desorientada.
Lila se olvidó por completo de la obra.
—Ya sé por qué quería hablar conmigo —dijo en voz baja—. La tarde de la semana pasada que la señora Frawley vino a comprar los vestidos de cumpleaños para sus hijas estuvo aquí otra mujer. Ella también buscaba ropa para unos gemelos de tres años, y no parecía tener idea de la talla que debía coger. Se lo comenté a la señora Frawley porque me pareció algo rarísimo. Incluso…
Lila dejó que su voz se apagara. No creyó que a Joan Howell, una persona obsesionada con hacer las cosas ciñéndose a las normas, le gustara saber que Lila había presionado a la contable para telefonear a la empresa de la tarjeta de crédito y averiguar la dirección de aquella mujer que había comprado ropa para unos gemelos sin saber la talla que tenían.
—Si puedo ayudar en algo a la señora Frawley, me gustaría hablar con ella —concluyó Lila.
—No dejó su número. Yo que tú lo dejaría correr. —Joan Howell consultó la hora en su reloj, dando a entender a Lila que pasaban cinco minutos de las diez y que a partir de las diez en punto le pagaban por vender ropa en la tienda de oportunidades de Abby's.
Lila recordó el nombre de la clienta que desconocía la talla de las gemelas de tres años. Downes, recordó mientras se dirigía a su puesto de ventas. Firmó el recibo como señora de Clint Downes, pero cuando le hablé de ella a Jim Gilbert este me dijo que se llamaba Angie, que no estaba casada con Downes y que este era el guarda del club de campo de Danbury y que vivía en una casita situada dentro del recinto del club.
Consciente de que Joan Howell tenía la mirada puesta en ella, Lila se dirigió a una mujer que estaba cerca de su puesto y que ya llevaba varios conjuntos encima del brazo.
—¿Quiere que se los guarde? —le preguntó.
Ante un gesto de agradecimiento por parte de la clienta, Lila le cogió las prendas y, mientras esperaba, pensó en lo convencida que estaba de que no habría hecho daño a nadie si hubiera mencionado el incidente a la policía. Habían apelado a la colaboración ciudadana por si alguien tenía alguna información que pudiera ayudarlos a dar con los secuestradores.
Jim Gilbert me hizo sentir como una idiota, pensó Lila, refiriéndose a todas las pistas falsas que debía de estar recibiendo la policía. Y como es un policía jubilado le hice caso.
La clienta había encontrado dos conjuntos más y estaba lista para pasar al probador.
—Tiene uno vacío aquí mismo —le dijo Lila.
Podría contárselo ahora a la policía, pensó, pero me despacharían como hizo Jim. Tengo una idea mejor. El club de campo está a solo diez minutos de aquí. Aprovecharé la hora de la comida para ir allí, llamaré a la puerta de la casa del guarda y le diré a la mujer que me he dado cuenta de que los polos que le vendí estaban defectuosos y que he ido a cambiarlos. Si aun así sigo teniendo la sensación de que hay algo raro llamaré a la policía.
A la una en punto Lila le llevó dos polos de la talla 4 a la cajera.
—Kate, méteme estos polos en una bolsa —le pidió—. Ya los marcarás cuando vuelva. Tengo prisa. —Lila se dio cuenta de que por alguna razón tenía una sensación de urgencia imperiosa.
Había comenzado a llover otra vez y en su prisa por salir de la tienda no se había molestado en coger un paraguas. Me mojaré, pensó mientras cruzaba a todo correr el aparcamiento hasta su coche. Doce minutos más tarde estaba en la verja del club de campo de Danbury. Para su disgusto vio que estaba cerrada con candado. Tiene que haber otra entrada, pensó. Bordeó el recinto en coche circulando despacio y vio otra verja cerrada antes de dar con un camino de acceso bloqueado por una barrera, con una cajita donde introducir el código para que la barrera se levantara. A lo lejos, detrás del edificio del club y más a la derecha, vio una pequeña construcción que identificó como la casa del guarda a la que se había referido Jim Gilbert.
La lluvia arreciaba. Ya que he llegado hasta aquí tengo que seguir adelante, concluyó Lila. Al menos he caído en ponerme el impermeable. Lila salió del coche, pasó por debajo de la barrera y, buscando en todo momento el abrigo de los árboles para resguardarse de la lluvia, enfiló hacia la casa, con la bolsa donde llevaba los polos metida bajo la chaqueta.
Lila pasó por delante de un garaje de una plaza situado a la derecha de la casa. La puerta estaba abierta, y vio que el garaje se hallaba vacío. Tal vez no haya nadie en casa, pensó. ¿Y qué hago en tal caso?
Pero a medida que se acercaba a la casa vio que había una luz encendida en la sala que daba a la parte delantera. Vamos, que no tengo nada que perder, pensó mientras subía los dos escalones que conducían al pequeño porche antes de llamar al timbre.
El viernes por la noche, Clint había vuelto a salir con Gus; regresó a casa tarde, durmió hasta el mediodía y ahora estaba con resaca y nervioso. Mientras cenaban en el bar, Gus le había comentado que la noche que lo había llamado a casa y estuvo hablando con Angie, habría jurado que oyó de fondo a dos criaturas llorando.
Intenté hacer broma del asunto, pensó Clint. Le dije que debía de estar borracho para pensar que podíamos tener a dos críos metidos en este cuchitril. Le dije que no me importaba que Angie se sacara un dinero haciendo canguros, pero que si un día aparecía con dos críos a la vez, le diría que cogiera carretera y manta. Creo que se lo tragó, pero no estoy del todo seguro. Gus es un bocazas. ¿Y si le comenta a alguien que oyó llorar a dos niños pequeños que estaban al cuidado de Angie? Además de eso, me dijo que había visto a Angie en la farmacia comprando el vaporizador y aspirinas. A saber si se lo habrá comentado a alguien más.
Tengo que alquilar un coche y deshacerme de esa cuna, pensó Clint mientras preparaba una cafetera. Al menos ya la he quitado de en medio, pero tengo que sacarla de aquí y tirarla en algún rincón del bosque. ¿Por qué se quedaría Angie con una de las crías? ¿Por qué tuvo que matar a Lucas? Si las hubiéramos devuelto a las dos, nos habríamos repartido el dinero con Lucas y nadie se habría enterado de nada. Ahora todo el país está en pie de guerra porque la gente cree que una de las niñas está muerta.
Angie se hartará de cuidarla y la dejará tirada en cualquier sitio. Sé que lo hará. Solo espero que no… Clint no acabó el pensamiento, pero no podía apartar de su mente la imagen de Angie asomándose al coche de Lucas y disparándole a quemarropa. No esperaba eso de ella, y ahora le aterraba pensar en lo que Angie podría llegar a hacer.
Clint estaba encorvado sobre la mesa de la cocina, vestido con una sudadera gruesa y unos téjanos; llevaba el pelo despeinado, y una barba de dos días le ensombrecía el rostro. Frente a él tenía una segunda taza de café que no había tocado. De repente, sonó el timbre de la puerta.
¡La policía! Seguro que es la policía, pensó. Clint comenzó a sudar a chorros. No, puede que sea Gus, confió, agarrándose a un clavo ardiendo. Tenía que abrir la puerta. Si era la policía habrían visto la luz encendida y no se marcharían.
Clint iba descalzo cuando atravesó el salón, donde la moqueta raída silenció los pasos de sus pies gruesos. Puso la mano en el pomo, lo hizo girar y abrió la puerta de golpe.
Lila soltó un grito ahogado. Esperaba ver a la mujer a la que había atendido en la tienda. Sin embargo, se encontró cara a cara con un hombre corpulento y de aspecto desaliñado que la miraba con recelo.
Para Clint el alivio de no encontrarse frente a la policía se vio sustituido por el temor de que se tratara de una trampa. Quizá sea una poli secreta que ha venido a fisgonear, pensó. No te pongas nervioso, se dijo a sí mismo. Si no tuviera nada de lo que preocuparme, sería educado con ella y le preguntaría en qué podría ayudarla.
Clint se obligó a esbozar una sonrisa.
—Hola.
¿Estará enfermo?, fue lo primero que se le ocurrió a Lila. Está chorreando de sudor.
—¿Está en casa la señora Downes, quiero decir, Angie? —preguntó.
—No. Está fuera, haciendo un canguro. Yo soy Clint. ¿Para qué la quiere?
Seguro que va a parecer una estupidez, pensó Lila, pero voy a decirlo de todos modos.
—Me llamo Lila Jackson —explicó—. Trabajo en la tienda de oportunidades de Abby's que hay en la carretera 7. Mi jefa me ha enviado para que entregue una cosa a Angie. Me esperan de vuelta en unos minutos, ¿le importa que entre?
Mientras le dé la impresión de que la gente sabe dónde estoy todo irá bien, pensó. Lila se dio cuenta de que no podía marcharse hasta no tener la certeza de que Angie se hallaba escondida en algún rincón de la casa.
—En absoluto. Pase, pase. —Clint se apartó y dejó que Lila pasara rozándole. En un rápido vistazo Lila vio que no había nadie más en aquel espacio único que servía de salón, comedor y cocina a la vez, y que la puerta del dormitorio estaba abierta. Al parecer, Clint Downes estaba solo en la casa, y si en algún momento había habido niños allí ya no quedaba ni rastro de ellos. Lila se desabotonó el impermeable, sacó la bolsa con los polos y se la entregó a Clint.
—Cuando la señora Downes, quiero decir, Angie, estuvo en nuestra tienda la semana pasada compró unos polos para unos gemelos —explicó—. Hemos recibido un aviso del fabricante según el cual la remesa entera de la que salieron dos de los polos que le vendí presenta defectos, por eso le he traído unos nuevos.
—Es muy amable de su parte —dijo Clint con voz pausada, tratando de buscar una explicación a aquella compra. Seguro que Angie la cargó a mi tarjeta de crédito, pensó. Es lo bastante necia como para dejar un recibo como pista—. Mi novia se pasa el día haciendo canguros —le explicó a Lila—. Se ha ido a Wisconsin con una familia para ayudarlos a cuidar a los críos. Estará fuera un par de semanas. Compró esa ropa porque la madre la llamó desde allí para decirle que habían olvidado llevarse una de las maletas.
—¿La madre de los gemelos de tres años? —inquirió Lila.
—Sí. En realidad, según me contó Angie, los niños se llevan menos de un año, pero tienen más o menos la misma talla. La madre los viste igual a los dos y los llama los gemelos, pero en realidad no lo son. ¿Por qué no deja aquí los polos? Tengo que enviarle a Angie un paquete; ya los meteré dentro.
Lila no sabía cómo declinar el ofrecimiento. Esto es una tontería, pensó. Este tipo parece inofensivo. Y me consta que hay gente que llama de broma gemelos a los niños que se llevan poca edad. Lila dejó la bolsa en manos de Clint.
—Bueno, me voy ya —dijo Lila—. Preséntele mis disculpas a Angie, o a la persona para la que trabaja.
—Faltaría más. Encantado de conocerla.
De repente, sonó el teléfono.
—Pues nada, adiós —dijo Clint mientras se apresuraba a coger el teléfono—. Diga —respondió con los ojos fijos en Lila, que tenía la mano en el pomo de la puerta.
—¿Por qué no has contestado al teléfono hasta ahora? Te he llamado un montón de veces —gritó una voz airada.
Era el Flautista.
Para no levantar las sospechas de Lila Clint trató de adoptar un tono informal.
—Esta noche no, Gus —dijo—. No tengo ganas de liarme, de verdad.
Lila abrió la puerta poco a poco, confiando en poder oír lo que estaba diciendo Clint. Pero no tenía excusa para prolongar más su presencia allí, y además estaba claro que el motivo de su visita no tenía fundamento. Jim Gilbert le había dicho que Angie trabajaba de canguro, y era razonable que la madre le hubiera pedido que le llevara más ropa. Ahora estoy calada hasta los huesos y debo el dinero de los polos, pensó Lila mientras regresaba al coche a toda prisa.
—¿Quién está contigo? —preguntó el Flautista.
Clint esperó a ver pasar a Lila por delante de la ventana para hablar.
—Angie se ha llevado a la cría. Pensó que este ya no era un sitio seguro. Tiene el móvil que usted le dio a Lucas para que me lo pasara a mí. Angie cargó el importe de la ropa que compró para las gemelas en mi tarjeta de crédito. Ha venido una dependienta de la tienda para cambiar unos polos que no estaban bien. No sé si sabrá algo o no. —Clint se dio cuenta de que estaba subiendo el tono de voz al añadir—: No sé qué hacer. Ni siquiera sé dónde está Angie.
Clint oyó una inhalación brusca y notó que el Flautista también estaba nervioso.
—Cálmate, Clint. ¿Crees que Angie volverá a llamarte?
—Creo que sí. Ella confía en mí. Creo que sabe que me necesita.
—Pero tú no la necesitas a ella. ¿Qué pasaría si le dijeras que ha pasado por ahí un poli preguntando por ella?
—Que le entraría el pánico.
—Pues dile eso. Queda con ella allí donde esté. Y recuerda, lo que le hizo a Lucas podría hacértelo a ti.
—No crea que no pienso en eso.
—Y mientras piensas en eso recuerda también que si la niña sigue viva podría identificarte.