—Ahí está —susurró el agente Sean Walsh a su compañero, Damon Philburn.
Eran las nueve y media de la mañana del sábado. Walsh señalaba a la figura desgarbada de un hombre vestido con una sudadera con capucha que había aparcado cerca de un complejo residencial de Clifton, Nueva Jersey, y que ahora se dirigía a la puerta principal de una de las casas. El coche que habían estado esperando los agentes se hallaba aparcado al otro lado de la calle. En un rápido movimiento simultáneo ambos agentes se pusieron a la altura del hombre, flanqueándolo por ambos lados, antes de que le diera tiempo a girar la llave en la cerradura de la puerta.
El hermanastro de Steve Frawley, Richard Mason, objeto de la vigilancia de los agentes, no pareció sorprenderse al verlos.
—Pasen —dijo—. Pero están perdiendo el tiempo. No tengo nada que ver con el secuestro de las niñas de mi hermano. Sabiendo cómo se las gastan los del FBI, seguro que pincharon el teléfono de mi madre cuando me llamó después de que fueron a su casa a buscarme.
Ninguno de los dos agentes se molestó en contestar mientras Mason encendía la luz del vestíbulo y entraba en el salón. A Walsh le recordó una habitación de motel: un sofá tapizado con un tejido de tweed marrón, dos sillas de rayas marrones, dos mesas de esquina con lámparas a juego y una mesa de centro sobre una moqueta beis. A los agentes les constaba que Mason llevaba diez meses viviendo allí, pero no había nada en la estancia que indicara que aquella era su casa. En las estanterías empotradas no había ni un solo libro. Tampoco se veían fotos familiares ni objetos personales que pudieran sugerir una afición o cualquier tipo de actividad recreativa. Mason se sentó en una de las sillas, cruzó los brazos y sacó un paquete de tabaco; se encendió un cigarrillo, echó un vistazo a la mesa situada junto a la silla y puso cara de fastidio.
—Me he deshecho de los ceniceros para no tener la tentación de fumar.
Mason se levantó, encogiéndose de hombros, desapareció en la cocina, regresó con un platillo en la mano y volvió a sentarse en la silla.
Intenta mostrarnos lo tranquilo que está, pensó Walsh. Le seguiremos el juego, si eso es lo que quiere. Walsh intercambió una rápida mirada con Philburn y vio que ambos pensaban lo mismo. Los agentes dejaron que el silencio se instalara en el salón.
—Miren, estos últimos días me he pasado muchas horas al volante y necesito dormir. ¿Se puede saber qué quieren de mí? —preguntó Mason en tono insolente.
—¿Cuándo dejó de fumar, señor Mason? —inquirió Walsh.
—Hace una semana, cuando me enteré de que las gemelas de mi hermano habían desaparecido —respondió Mason.
—¿No sería cuando Franklin Bailey y usted decidieron secuestrarlas? —aventuró el agente Philburn con toda naturalidad.
—¡Está usted loco! ¿A las hijas de mi hermano?
Walsh vio que Mason volvía la cabeza hacia Philburn y se fijó en lo colorado que se le puso el cuello y la cara. Walsh había analizado con detenimiento las fotos de Mason de su expediente policial y había reparado en el marcado parecido físico que tenía con su hermanastro. Pero ahí se acaba todo parecido, pensó. Walsh había visto las apariciones de Steve Frawley en televisión, y le había impresionado su capacidad para controlar las emociones, por mucho que se le viera sometido a una enorme tensión. Mason había ido a la cárcel por ser un embaucador que estafaba a la gente. Y ahora intenta embaucarnos a nosotros, pensó Walsh, representando el papel del tío ultrajado.
—Llevo ocho años sin hablar con Franklin Bailey —explicó Mason—. Teniendo en cuenta las circunstancias, dudo mucho que quisiera hablar conmigo.
—¿No es mucha casualidad que él, prácticamente un desconocido, se apresurara a ofrecerse como mediador de los Frawley? —inquirió Walsh.
—Si tuviera que hacer suposiciones, por lo que recuerdo de Bailey, diría que le encanta ser el centro de atención. En la época en la que invirtió en mi empresa era alcalde, y recuerdo que llegó a decirme en broma que iría hasta a la inauguración de un semáforo con tal de salir en los medios. Cuando lo desbancaron del poder en las urnas, lo vivió como una puñalada. Sé que en mi juicio estaba deseando subir al estrado, y debió de llevarse un chasco cuando acepté un acuerdo de declaración de culpabilidad. Con el hatajo de mentirosos a los que los federales habían citado como testigos, tenía todas las de perder si iba a juicio.
—Visitó a su hermano y a su mujer poco después de que se mudaran a Ridgefield, hace unos meses —afirmó Walsh—. ¿No se pasó por casa de Franklin Bailey por los viejos tiempos?
—Qué estupidez de pregunta —respondió Mason sin alterarse—. Me habría echado de su casa a patadas.
—Nunca ha estado muy unido a su hermano, ¿verdad? —preguntó Philburn.
—Hay muchos hermanos que no lo están. Y menos si son hermanastros.
—Usted conoció a Margaret, la mujer de Steve, antes que él. En una boda, creo. Le telefoneó y le pidió una cita, pero Margaret lo rechazó. Luego ella conoció a Steve en la facultad de derecho. ¿Le molestó eso a usted?
—Nunca me ha costado seducir a una mujer atractiva. Mis divorcios de dos mujeres inteligentes y atractivas así lo demuestran. Nunca más volví a pensar en Margaret.
—Estuvo a punto de conseguir llevar a cabo una estafa que le habría hecho ganar millones. Dado que Steve tiene un empleo que apunta a lo más alto, ¿se le ha ocurrido pensar que su hermano le ha vencido una vez más?
—Nunca se me ha pasado eso por la cabeza. Y como ya le he dicho, nunca he engañado a nadie.
—Señor Mason, el trabajo de maletero es agotador. No parece la clase de ocupación que elegiría usted por voluntad propia.
—Es un empleo provisional —contestó Richard Mason con calma.
—¿No teme perderlo? Lleva toda la semana sin aparecer por el aeropuerto.
—Llamé para decir que no me encontraba bien y que necesitaba cogerme la semana libre.
—Qué curioso, a nosotros no nos han contado eso —comentó Philburn.
—Pues no debieron de enterarse bien. Les aseguro que hice esa llamada.
—¿Y adonde ha ido?
—A Las Vegas. Sentía que la suerte me sonreiría.
—¿No se le ocurrió ir a estar con su hermano sabiendo que sus hijas habían desaparecido?
—Él no habría querido. Se avergüenza de mí. ¿Se imaginan al hermano ex convicto pululando por allí con todos los medios alrededor? Usted mismo lo ha dicho, Stevie llegará lejos con C.F.G. & Y. Apuesto que no me puso como referencia en su currículum.
—Usted es un experto en transferencias bancarias directas y en los bancos que las aceptan y que, previo pago de una comisión, destruyen los datos sobre la procedencia del dinero, ¿no es así?
Mason se puso de pie.
—Márchense. Deténganme o márchense de aquí.
Ninguno de los dos agentes hizo amago de moverse.
—¿No es casualidad que el fin de semana pasado fuera usted a Carolina del Norte a visitar a su madre, el mismo fin de semana que secuestraron a las hijas de su hermano? Puede que intentara usted fabricarse una coartada.
—Márchense.
Walsh sacó su libreta.
—¿Podría decirnos dónde se alojó en Las Vegas y el nombre de alguien que pueda corroborar que estuvo usted allí?
—No pienso responder más preguntas hasta que no hable con un abogado. Sé cómo se las gastan ustedes. Están intentando tenderme una trampa.
Walsh y Philburn se levantaron.
—Volveremos —le advirtió Walsh, sin alterar la voz.
Los agentes salieron de la casa pero se detuvieron junto al coche de Mason. Walsh sacó una linterna y alumbró el salpicadero.
—Ochenta y un mil cuatrocientos noventa kilómetros —dijo.
Philburn anotó la cifra.
—Nos está mirando —comentó.
—Es lo que quiero, que nos mire. Él sabe lo que estoy haciendo.
—¿Cuántos kilómetros dijo la madre que había en el cuentakilómetros?
—En la llamada que le hizo después de que nos fuéramos desde el teléfono que pinchamos la madre le recordó que el padrastro había visto que el coche estaba a punto de llegar a los ochenta y un mil kilómetros, y que la garantía le vencería, por eso le insistió en que lo llevara a revisar por si tenía algún problema. Parece que el viejo señor Frawley es muy puntilloso con el mantenimiento del coche.
—Mason ha hecho unos quinientos kilómetros aparte de los ochenta y un mil que tenía el coche. Winston-Salem estará a unos mil kilómetros. A Las Vegas, con este coche, seguro que no ha ido. ¿Dónde crees que ha estado?
—Yo diría que de un estado a otro de la zona, haciendo de canguro —contestó Philburn.