—A ver si te enteras —espetó Angie a Kathy a las nueve de la mañana del sábado—. Entre tu llanto y tu tos me he pasado media noche sin pegar ojo y ya estoy harta. No puedo pasarme todo el día encerrada en esta habitación, ni tampoco puedo taparte la boca para que te calles porque con ese resfriado que tienes no podrías respirar, así que voy a llevarte conmigo. Ayer te compré algo de ropa cuando salí, pero los zapatos no son de tu número. Te van pequeños. Así que vamos a volver a Sears, y mientras yo voy a cambiar los zapatos por un número más tú te vas a quedar en el suelo de la furgoneta sin rechistar, ¿entendido?
Kathy asintió con la cabeza. Angie la había vestido con un polo, un peto de pana y una chaqueta con capucha. El pelo corto teñido de oscuro le caía lacio por la frente y las mejillas, húmedo aún por la ducha que le había dado Angie. Comenzaba a quedarse adormilada por efecto de otra cucharada rebosante de jarabe para la tos. Se moría de ganas de hablar con Kelly, pero Angie le tenía prohibido cuchichear. Por eso le había pellizcado tan fuerte el día anterior.
—Mamá, papá —susurró para sus adentros—. Quiero irme a casa. Quiero irme a casa. —Sabía que tenía que intentar no llorar. Y no era su intención, pero cuando se quedó dormida y al extender la mano para coger la de Kelly no la encontró se dio cuenta de que no estaba en su cama y de que mamá no iría a ver si estaban tapadas. Entonces no pudo evitarlo y rompió a llorar.
Los zapatos que Angie le había comprado le iban muy pequeños. Le hacían daño en los dedos de los pies, y no se parecían en nada a las zapatillas de deporte de los lazos de color rosa ni a los zapatos que llevaba con el vestido de su cumpleaños. Tal vez si se portaba muy bien, no lloraba e intentaba no toser ni hablar con su hermana, mamá vendría y la llevaría a casa. Mamá, no Mona. Y a todo esto el verdadero nombre de Mona era Angie, así era como la llamaba a veces Harry. Y él tampoco se llamaba Harry, sino Clint. Así era como lo llamaba a veces Angie.
Quiero irme a casa, pensó Kathy mientras se le llenaban los ojos de lágrimas.
—No empieces a llorar —le advirtió Angie al tiempo que abría la puerta y sacaba a Kathy al aparcamiento tirándole de la mano.
Fuera llovía con fuerza y Angie dejó en el suelo la maleta grande que llevaba para ponerle la capucha a Kathy con un gesto brusco.
—Solo falta que te pongas peor de lo que estás —refunfuñó Angie—. Bastante resfriada estás ya.
Angie metió la maleta en la parte trasera del vehículo y luego hizo que Kathy se tumbara sobre un cojín que había en el suelo y la tapó con una manta.
—Esa es otra. Tengo que comprarte una sillita para el coche. —Angie suspiró—. Hay que ver, das más problemas de lo que vales.
Angie cerró la puerta de atrás de un portazo, se montó en el asiento del conductor y giró la llave de contacto.
—Por otra parte, siempre he querido un crío —comentó, hablando más para sí misma que para Kathy—. Por eso me metí en líos la última vez. Creo que yo le gustaba de veras a aquel pequeño y que él quería quedarse conmigo. Casi pierdo la cabeza cuando su madre se lo llevó. Se llamaba Billy. Era monísimo, y se reía mucho conmigo… no como tú, que siempre estás llorando, por Dios.
Kathy sabía que ya no le hacía gracia a Angie. Se acurrucó en el suelo y se metió el pulgar en la boca, una costumbre que tenía de pequeña pero que con el tiempo abandonó. Ahora no podía evitar hacerlo; le ayudaba a no llorar.
Mientras salían del aparcamiento del motel, Angie dijo:
—Para tu información estamos en Cabo Cod, muñequita. Esta calle lleva al puerto, donde se puede coger un barco para ir a Martha's Vineyard y Nantucket. Yo estuve una vez en Martha's Vineyard, con el tipo que me trajo aquí. La verdad es que me gustaba, pero ya no volvimos a vernos. Jo, ojalá pudiera decirle que ahí detrás llevo una maleta con un millón de dólares. Estaría bien, ¿eh?
Kathy notó que el vehículo giraba.
—Acabamos de coger la calle principal de Hyannis —dijo Angie—. No hay tanta gente como dentro de un par de meses, pero para entonces estaremos en Hawai. Es que he pensado que allí correremos menos riesgo que estando en Florida.
Estuvieron circulando un rato más. Angie comenzó a cantar una canción sobre Cabo Cod. Como apenas se sabía la letra la tarareaba casi toda y luego gritaba «¡En el viejo Cabo Cod!», un verso que repetía una y otra vez. Al cabo de un rato el vehículo se detuvo y Angie cantó una vez más:
—Aquí en el viejo Cabo Cod. —Acto seguido, añadió—: Hay que ver qué vozarrón tengo. —Dicho esto, se asomó atrás por encima del asiento y miró a Kathy con expresión perversa—. Bueno, ya hemos llegado —le dijo—. Ahora escúchame bien, ni se te ocurra levantarte de ahí, ¿entendido? Voy a echarte la manta por encima de la cabeza para que no te vean si a alguien le da por mirar. Como salga y vea que te has movido un milímetro ya sabes lo que te espera, ¿verdad?
Kathy asintió, con los ojos llenos de lágrimas.
—Muy bien. Veo que nos entendemos. Volveré en un santiamén y luego iremos al McDonald's o al Burger King. Tú y yo. Mamá y Stevie.
Kathy notó que le echaban la manta por encima de la cabeza, pero no le importó. La sensación de calor y oscuridad le resultaba agradable; de todos modos tenía sueño, y le parecía bien quedarse dormida. Pero la manta tenía mucho pelo y le hacía cosquillas en la nariz. Estaba segura de que comenzaría a toser de un momento a otro, pero logró aguantar sin toser hasta que Angie salió del coche y cerró la puerta con llave.
Entonces comenzó a llorar y a hablar con Kelly.
—No quiero estar en el viejo Cabo Cod. No quiero estar en el viejo Cabo Cod. Quiero irme a casa.