Capítulo 53

El viernes a última hora de la tarde los agentes Angus Sommers y Ruthanne Scaturro fueron directamente de casa de Amy Lindcroft a las oficinas de C.F.G. & Y. de Park Avenue y solicitaron una reunión inmediata con Gregg Stanford. Tras una espera de media hora se les permitió pasar a su despacho, cuya decoración reflejaba como cabía esperar su gusto por lo fastuoso.

En lugar de la típica mesa de oficina tenía un escritorio de anticuario. Sommers, que era algo aficionado a las antigüedades, calculó que debía de ser de principios del siglo XVIII y que valdría una pequeña fortuna. Las estanterías habían sido sustituidas por una librería vitrina también del siglo XVIII que, apoyada en la pared de la izquierda, reflejaba los últimos rayos de sol de la tarde que se filtraban por una ventana con vistas a Park Avenue. En vez de la habitual silla de ejecutivo Stanford había optado por un sillón antiguo con un suntuoso tapizado. Por el contrario, los asientos que había delante de su escritorio eran simples sillas de salón tapizadas con una tela lisa, un claro indicio a ojos de Sommers de que Gregg Stanford no consideraba que sus visitantes estuvieran a su mismo nivel social. Un retrato de una hermosa mujer con un traje de fiesta dominaba la pared situada a la derecha del escritorio. Sommers estaba convencido de que aquella mujer de expresión altiva y adusta debía de ser la actual esposa de Stanford, Millicent.

Me pregunto si habrá llegado al punto de prohibir a sus empleados que lo miren directamente a los ojos, pensó Sommers. Menudo farsante. Y este despacho… ¿se lo habrá montado él solo o le habrá echado una mano su mujer? Ella está metida en un par de consejos de museos, así que seguro que entiende del asunto.

Cuando los dos agentes fueron a interrogar a Norman Bond, este hizo ademán de levantarse de la silla cuando los vio entrar por la puerta de su despacho. Stanford no tuvo esa cortesía con ellos; se quedó sentado, con las manos juntas frente a él, hasta que los agentes tomaron asiento sin que se lo ofrecieran.

—¿Han hecho algún progreso en su búsqueda del Flautista? —inquirió con brusquedad.

—Pues sí, así es —se apresuró a contestar Angus Sommers con convicción—. De hecho, nos estamos acercando a él por momentos. No le puedo decir más.

Sommers vio que los labios de Stanford se tensaban. ¿Serán los nervios?, se preguntó. Confió en que así fuera.

—Señor Stanford, acabamos de dar con una información de la que deberíamos hablar con usted.

—No me imagino de qué tendrán que hablar conmigo —repuso Stanford—. He dejado mi posición sobre el pago del rescate sumamente clara. Eso es lo único que puede interesarles de mí.

—No lo crea —replicó Sommers con voz pausada, disfrutando con cada palabra que pronunciaba—. Debió de llevarse una gran sorpresa cuando se enteró de que Lucas Wohl era uno de los secuestradores.

—¿A qué se refiere?

—Habrá visto su foto en los periódicos o en la televisión, ¿no es así?

—Claro que he visto su foto.

—Entonces lo habrá reconocido como el ex presidiario que fue chófer suyo durante varios años.

—No sé de qué me habla.

—Yo creo que sí, señor Stanford. Su segunda esposa, Tina Olsen, colaboraba de forma muy activa con una organización benéfica que promovía la reinserción laboral de ex presidiarios. A través de ella usted conoció a Jimmy Nelson, quien en un momento dado adoptó el nombre de su difunto primo, Lucas Wohl. Tina Olsen tenía un chófer privado de toda la vida, pero Jimmy, o Lucas o como quiera que usted lo llamara, solía trabajar de conductor para usted durante su matrimonio con ella. Ayer Tina Olsen llamó a su primera esposa, Amy Lindcroft, y le contó que creía que Lucas siguió siendo chófer suyo hasta mucho después del divorcio. ¿Es eso cierto, señor Stanford?

Stanford miró primero a un agente y luego al otro.

—Si hay algo peor que una mujer despechada, son dos mujeres despechadas —dijo—. Durante mi matrimonio con Tina hice uso de un servicio de transporte particular. Para ser sincero, he de decir que nunca establecí ni tuve el deseo de establecer ningún tipo de relación con los distintos conductores que trabajaban para dicho servicio. Si me dice que uno de los secuestradores era uno de aquellos conductores, lo acepto, aunque no deja de sorprenderme, naturalmente. La idea de que con solo ver su foto en el periódico haya tenido que reconocerlo es absurda.

—Entonces, ¿no niega usted que lo conoce? —inquirió Sommers.

—Si viniera usted diciéndome que tal o cual persona trabajó para mí de chófer esporádicamente hace años, yo no podría corroborarlo ni negarlo. Y ahora márchense de aquí.

—Repasaremos los antecedentes de Lucas; se remontan a hace unos cuantos años —dijo Sommers mientras se ponía de pie—. Creo que fue su conductor con mucha más frecuencia de la que usted ha estado dispuesto a reconocer, lo que me lleva a preguntarme qué más tiene usted que ocultar. Lo averiguaremos, señor Stanford. Se lo prometo.