Capítulo 52

Margaret estaba sentada en el borde de la cama del dormitorio de las gemelas, con los vestidos de terciopelo azul que había comprado para el cumpleaños de las niñas extendidos sobre su regazo. Trató de ahuyentar los recuerdos que le asaltaron de hacía una semana, cuando había vestido a sus hijas para la fiesta de cumpleaños. Steve había vuelto de trabajar temprano, ya que después de la celebración tenían que irse a la cena de empresa. Las gemelas estaban tan emocionadas que al final Steve tuvo que sentarse a Kelly en las rodillas para que Margaret pudiera abrocharle a Kathy los botones del vestido. Las niñas no hacían más que reír y hablar entre ellas, recordaba Margaret, y estaba convencida de que se leían la mente. Por eso sé que Kathy está viva de verdad: le ha dicho a Kelly que quiere volver a casa.

La imagen de Kathy asustada y atada a una cama hizo que Margaret quisiera gritar de furia y temor. ¿Por dónde puedo empezar a buscarla?, se preguntó angustiada. ¿Qué es lo que pasa con estos vestidos? Hay algo que tengo que recordar sobre estos vestidos. Pero ¿qué es? Pasó las manos por el suave tejido de terciopelo, recordando que aunque estuvieran rebajados de precio costaban más de lo que pretendía gastarse. Seguí mirando por los percheros, pensó, pero al final volví a fijarme en ellos. La dependienta me dijo lo que costaban en Bergdorf's, y entonces me comentó que aquella situación le parecía curiosa, ya que acababa de atender a otra mujer que también había comprado ropa para unos gemelos.

Margaret dio un grito ahogado. ¡Eso es lo que intentaba recordar! El lugar donde los compré. La dependienta que me atendió me comentó que acababa de vender unas prendas para unos gemelos de tres años a una mujer que parecía no saber la talla que debía coger.

Margaret se puso de pie, dejando que los vestidos se cayeran al suelo. Cuando vea a la dependienta la reconoceré, pensó. Seguramente será una coincidencia disparatada que otra persona comprara ropa para unos gemelos de tres años en la misma tienda unos días antes de que las niñas fueran secuestradas, pero, por otra parte, es lógico que quien estuviera planeando el secuestro pensara que las gemelas irían en pijama cuando se las llevaran, y que necesitarían una muda. Tengo que hablar con la dependienta de la tienda.

Cuando Margaret bajaba la escalera se encontró con Steve, que acababa de regresar con Kelly de la guardería.

—Todos los amigos de Kelly se han alegrado mucho de volver a ver a nuestra pequeña —le explicó con una voz cargada de una alegría fingida—. Eso está muy bien. ¿Verdad, cielo?

Sin responder, Kelly soltó la mano de su padre y comenzó a quitarse la chaqueta. De repente se puso a cuchichear en voz baja.

Margaret miró a Steve.

—Está hablando con Kathy.

—Está intentando hablar con Kathy —rectificó Steve.

Margaret extendió la mano.

—Steve, dame las llaves del coche.

—Margaret…

—Steve, sé lo que hago. Tú quédate con Kelly. No la dejes sola ni un minuto. Y toma nota de todo lo que diga, por favor.

—¿Adonde vas?

—No muy lejos. A la tienda de la carretera 7 donde compré los vestidos de las niñas para la fiesta de cumpleaños. Tengo que hablar con la dependienta que me atendió.

—¿Por qué no la llamas?

Margaret se obligó a respirar hondo para mantener la calma.

—Steve, dame las llaves. Estoy bien. No tardaré mucho.

—Aún hay una unidad móvil al final de la calle. Te seguirán.

—No les daré esa oportunidad. Desapareceré antes de que se den cuenta de que soy yo. Steve, dame las llaves.

En un gesto repentino Kelly comenzó a dar vueltas y se abrazó a la pierna de Steve.

—¡Lo siento! —gimió—. ¡Lo siento! —Steve la cogió y la acunó en sus brazos.

—No pasa nada, Kelly. No pasa nada.

Kelly estaba apretándose el brazo. Margaret le subió la manga del polo y vio que el brazo comenzaba a ponerse rojo en el mismo punto donde tenía la moradura que le habían detectado cuando la pequeña volvió a casa tras ser liberada.

Margaret sintió que se le secaba la boca.

—Esa mujer acaba de pellizcar a Kathy —dijo entre dientes—. Sé que lo ha hecho. Steve, por Dios, ¿no te das cuenta? ¡Dame las llaves!

A regañadientes Steve se sacó del bolsillo las llaves del coche y Margaret se las arrebató de la mano antes de salir disparada por la puerta. Quince minutos más tarde entraba en la tienda de oportunidades de Abby's situada en la carretera 7.

En el establecimiento había una docena de personas, todas ellas mujeres. Margaret recorrió los pasillos de punta a punta en busca de la dependienta que la había atendido, pero no la vio por ninguna parte. Al final, desesperada por obtener respuestas, se acercó a la cajera, que le indicó que hablara con la encargada.

—Ah, se refiere a Lila Jackson —dijo la encargada cuando Margaret le describió a la dependienta en cuestión—. Hoy tiene el día libre, y tengo entendido que pensaba llevar a su madre a Nueva York a cenar y ver un espectáculo. Cualquiera de nuestras dependientas le ayudará con mucho gusto a…

—¿Lila tiene móvil? —la interrumpió Margaret.

—Sí, pero no puedo dárselo. —La encargada, una mujer de unos sesenta años con el cabello teñido de rubio platino, adquirió de repente un tono más formal y menos cordial—. Si tiene usted alguna queja puede hablar directamente conmigo. Me llamo Joan Howell, y soy la encargada de esta tienda.

—No tengo ninguna queja. Lo que ocurre es que cuando estuve aquí la semana pasada Lila Jackson también atendió a otra mujer que compró unos conjuntos para unos gemelos de los que no sabía la talla, y quiero hacerle unas preguntas sobre dicha mujer.

Howell negó con la cabeza.

—No puedo darle el móvil de Lila —afirmó con rotundidad—. Estará aquí mañana a partir de las diez de la mañana. Puede volver entonces. —Con una sonrisa desdeñosa Howell se volvió de espaldas a Margaret.

Margaret cogió del brazo a la encargada en el momento en que esta echaba a andar.

—Usted no lo entiende —insistió en tono suplicante, alzando la voz—. Mi niña ha desaparecido. Está viva, y tengo que encontrarla. Tengo que dar con ella antes de que sea demasiado tarde.

Margaret acabó llamando la atención de las otras dientas que tenía a su alrededor. No hagas una escena, se advirtió a sí misma. Te tomarán por loca.

—Lo siento —dijo con voz entrecortada mientras soltaba la manga de Howell—. ¿A qué hora encontraré aquí mañana a Lila?

—A las diez en punto —respondió Joan Howell con expresión compasiva—. Usted es la señora Frawley, ¿no es así? Lila me contó que usted compró aquí los vestidos de cumpleaños para sus gemelas. Siento mucho lo de Kathy. Y siento no haberla reconocido. Le daré el número de móvil de Lila, pero lo más seguro es que no se lo haya llevado al teatro, o que lo tenga apagado. Por favor, venga conmigo al despacho.

Margaret oyó los cuchicheos de las clientas que la habían oído gritar.

—Esa es Margaret Frawley. La de las gemelas que…

En una ráfaga de dolor que la dejó helada por el ímpetu con el que la invadió, Margaret dio media vuelta y salió corriendo de la tienda. Ya en el coche giró la llave de contacto y pisó a fondo el acelerador. Sin saber adonde se dirigía, comenzó a conducir. Más tarde recordaría que circuló por la I-95 en dirección norte hasta llegar a Providente, Rhode Island. Al ver la primera indicación a Cabo Cod quitó el pie del acelerador, y solo entonces se dio cuenta de lo lejos que había llegado. Giró por la I-95 en dirección sur y condujo hasta ver la señal para coger la carretera 7; una vez en dicha carretera sintió la necesidad de buscar el aeropuerto de Danbury. Cuando por fin dio con el lugar aparcó cerca de la entrada.

Metió su cuerpo en una caja, pensó. Ese fue su ataúd, una caja. La subió a la avioneta y cuando sobrevolaba el mar abrió la portezuela o la ventanilla y arrojó el cuerpo de mi preciosa niña al mar. Debió de ser una larga caída. ¿Se rompería la caja? ¿Se saldría Kathy de la caja antes de caer al agua? Con lo fría que estará el agua ahora.

No pienses en eso, se reprendió a sí misma. Piensa en lo mucho que le gustaba zambullirse en las olas.

Tengo que convencer a Steve para que alquilemos un barco. Si salimos al mar y lanzo unas flores al agua, tal vez entonces tenga la sensación de haberme despedido de ella. Tal vez…

De repente brilló una luz en la ventanilla del conductor y Margaret alzó la vista.

—¿Señora Frawley? —El policía estatal se dirigió a ella en tono suave.

—Sí.

—Hemos venido para acompañarla a casa, señora. Su marido está muy preocupado por usted.

—Solo he salido a hacer un recado.

—Son las once de la noche, señora. Se marchó de la tienda a las cuatro de la tarde.

—¿En serio? Supongo que por eso he perdido la esperanza.

—Sí, señora. Y ahora permítame que la lleve a casa.