Capítulo 49

El agente especial Chris Smith, jefe de la oficina del FBI en Carolina del Norte, telefoneó a los padres de Steve Frawley para solicitar un breve encuentro con ellos en Winston-Salem.

A Tom, el padre de Frawley, capitán del cuerpo de bomberos de Nueva York jubilado con honores, no le hizo ninguna gracia recibir su llamada.

—Ayer nos enteramos de que una de nuestras nietas está muerta. Y por si no tuviéramos bastante con ese golpe terrible, a mi mujer la operaron de la cadera hace tres semanas y sigue teniendo unos dolores espantosos. ¿Para qué quiere vernos?

—Necesitamos hablar con el hijo mayor de la señora Frawley, su hijastro, Richie Mason —le dijo Smith.

—Vaya por Dios, tendría que habérmelo imaginado. Pásese por casa sobre las once.

Smith, un afroamericano de cincuenta y dos años, se presentó acompañado de Carla Rogers, una agente de veintiséis años que acababa de incorporarse a su equipo.

A las once en punto Tom Frawley abrió la puerta de su casa y dejó pasar a los agentes. Lo primero que vio Smith al entrar fue un collage de fotos de las gemelas en la pared situada frente a la puerta. Unas niñas preciosas, pensó. Qué lástima que no hayamos podido recuperar a ambas.

Por invitación de Tom Frawley los dos agentes pasaron a la acogedora estancia familiar que constituía una ampliación de la cocina. Grace Frawley estaba sentada en un sillón de cuero con los pies apoyados en una otomana.

Smith se acercó a ella.

—Señora Frawley, siento mucho molestarla. Sé que acaban de perder a una de sus nietas y que a usted la operaron hace poco. Le prometo que no les robaré mucho tiempo. Nuestros compañeros de Connecticut nos han enviado para que les hagamos unas preguntas sobre su hijo, Richard Mason.

—Siéntense, por favor. —Tom Frawley señaló el sofá y acto seguido acercó una silla al asiento de su mujer para sentarse junto a ella—. ¿En qué lío anda metido ahora Richie? —inquirió.

—Yo no he dicho que Richie ande metido en ningún lío. No sé si es así. Queríamos hablar con él, pero el miércoles por la noche no se presentó en su trabajo del aeropuerto de Newark, y sus vecinos dicen que no lo han visto por casa desde la semana pasada.

Grace Frawley tenía los ojos hinchados. Bajo la atenta mirada de los agentes la mujer no dejaba de llevarse a la cara el pequeño pañuelo de hilo que tenía en una mano. Smith vio que trataba de ocultar el temblor de sus labios.

—Nos dijo que tenía que volver al trabajo —explicó Grace Frawley, nerviosa—. A mí me operaron hace tres semanas, por eso vino Richie a vernos el fin de semana pasado. ¿Le habrá ocurrido algo? Si no ha ido a trabajar puede que haya tenido un accidente de camino a casa.

—Grace, sé realista —insistió Tom con delicadeza—. Richie odiaba ese trabajo. Decía que era demasiado listo para pasarse el día llevando maletas de aquí para allá. No me sorprendería que de repente se le hubiera ocurrido irse a Las Vegas o a algún sitio parecido. No sería la primera vez. Seguro que está bien, querida. Bastante tienes ya con lo tuyo como para preocuparte también por él.

Tom Frawley hablaba con un tono tranquilizador, pero Chris Smith captó cierto deje de irritación en las palabras de consuelo que trataba de ofrecer a su esposa y estaba convencido de que Carla Rogers también se había dado cuenta. Por el informe que Smith había leído sobre Richie Mason, daba la sensación de que aquel hijo no había sido más que una fuente de disgustos para su madre. Abandono escolar, antecedentes por delincuencia juvenil y cinco años en la cárcel por una estafa multimillonaria a una docena de inversores, entre los cuales se contaba Franklin Bailey, que había perdido en la operación siete millones de dólares.

Grace Frawley tenía la mirada agotada y exhausta de alguien que soporta un gran sufrimiento, tanto físico como emocional. Era una mujer atractiva de pelo canoso y complexión delgada que debía de rondar los sesenta años, calculó Smith. Tom Frawley, un hombre corpulento y ancho de hombros, tendría unos años más que ella.

—Señora Frawley, a usted la operaron hace tres semanas. ¿Por qué tardó tanto Richie en venir a verla?

—Estuve dos semanas en un centro de rehabilitación.

—Ya. ¿Podría decirme cuándo llegó Richie aquí y cuándo se fue? —preguntó Smith.

—Llegó sobre las tres de la madrugada del pasado sábado. Salió de trabajar del aeropuerto a las tres de la tarde y esperábamos que llegara alrededor de medianoche —contestó Tom Frawley por su mujer—. Pero luego llamó para decir que había mucho tráfico y que nos fuéramos a la cama sin cerrar la puerta con llave. Yo tengo el sueño muy ligero, por eso lo oí llegar. Se marchó el martes a eso de las diez de la mañana, justo después de que viéramos a Steve y Margaret en la tele.

—¿Hacía o recibía muchas llamadas? —preguntó Smith.

—Con nuestro teléfono no. Pero llevaba móvil, y lo utilizó alguna vez, aunque no sabría decirle con qué frecuencia.

—¿Richie solía venir a verlos a menudo, señora Frawley? —preguntó Carla Rogers.

—Vino a vernos cuando fuimos a visitar a Steve, Margaret y las gemelas justo después de que se mudaran a Ridgefield. Antes de eso llevábamos casi un año sin verle —explicó Grace Frawley con voz cansada y triste—. Yo lo llamo a menudo. Él casi nunca contesta, pero yo le dejo un mensaje en el contestador del móvil diciéndole que nos acordamos de él y que lo queremos. Sé que ha estado metido en líos, pero en el fondo es un buen chico. El padre de Richie murió cuando él tenía solo dos años. Yo me casé con Tom al cabo de tres años, y nadie podría haber sido un padre mejor para un niño de lo que fue Tom para Richie. Pero cuando llegó a la adolescencia se juntó con malas compañías y ya no se enmendó.

—¿Cómo se lleva con Steve?

—No muy bien —reconoció Tom Frawley—. Siempre ha tenido celos de Steve. Richie podría haber ido a la universidad. Sus notas siempre iban arriba y abajo, pero la selectividad le fue muy bien. De hecho, comenzó a estudiar en la Universidad Estatal de Nueva York. Richie es listo y mucho, pero dejó los estudios en el primer año de carrera y se marchó a Las Vegas. Fue allí donde conoció a todos esos jugadores y timadores. Como ya sabrá, estuvo un tiempo en prisión por una estafa en la que estuvo involucrado.

—¿Por casualidad le suena de algo el nombre de Franklin Bailey, señor Frawley?

—Es el hombre con el que contactó el secuestrador de mis nietas. Lo vimos en la tele; y también es quien entregó el dinero del rescate a los secuestradores.

—Y también fue una de las víctimas de la estafa en la que participó Richie. Aquella inversión le costó al señor Bailey siete millones de dólares.

—¿Y Bailey sabe quién es Richie, quiero decir, sabe que es hermanastro de Steve? —se apresuró a preguntar Frawley, con un tono de asombro y preocupación a la vez.

—Ahora sí. ¿Sabe usted si Richie vio al señor Bailey cuando fue con ustedes a Ridgefield el mes pasado?

—No tengo la menor idea.

—Señor Frawley, ¿dice usted que Richie se marchó de aquí el martes a las diez de la mañana? —preguntó Smith.

—Así es. Media hora después de que Steve y Margaret salieran en la tele con Bailey.

—Richie siempre sostuvo que no sabía que la empresa para la que captaba inversores fuera un timo. ¿Cree usted eso?

—No, no lo creo —contestó Frawley con rotundidad—. Cuando Richie nos habló de esa empresa sonaba tan bien que quisimos invertir en ella, pero él no nos dejó. ¿Qué conclusión sacaría usted de eso?

—Tom —protestó Grace Frawley.

—Grace, Richie ya pagó su deuda con la sociedad por formar parte de aquella estafa. Fingir que fue un cabeza de turco inocente no es honrado. El día que Richie asuma la culpa de lo que ha hecho será el día que empiece a hacer algo con el resto de su vida.

—Hemos sabido que antes de darse cuenta de que lo habían estafado, Franklin Bailey trabó una estrecha amistad con Richie. ¿Es posible que Bailey creyera la historia de Richie y haya conservado la amistad con él desde que este salió de la cárcel? —inquirió Smith.

—¿Adonde quiere ir a parar con estas preguntas, señor Smith? —preguntó Frawley con calma.

—Dice usted que su hijastro Richie siempre ha tenido unos celos terribles de su hijo Steve. Sabemos que incluso intentó salir con su nuera antes de que ella conociera a Steve. Richie es un experto en finanzas, razón por la cual fue capaz de engañar a tanta gente con aquella inversión falsa. Franklin Bailey ha pasado a formar parte de nuestra investigación, y en el proceso de verificación de unos datos sobre él vimos que había recibido una llamada desde esta casa cuando pasaban aproximadamente diez minutos de las diez de la mañana del martes.

Las arrugas que surcaban el rostro curtido de Tom Frawley se hicieron más profundas.

—Yo desde luego no telefoneé a Franklin Bailey. —Frawley se volvió hacia su mujer—. Grace, no lo llamarías tú, ¿verdad?

—Pues sí que lo hice —respondió Grace Frawley con firmeza—. Dieron su número en la tele, y lo llamé para darle las gracias por ayudar a Steve y Margaret. Al ver que no lo cogía y saltaba el contestador no le dejé ningún mensaje. —La mujer miró al agente Smith, con una expresión de ira que sustituyó el sufrimiento instalado en su mirada—. Señor Smith, sé que usted y su gente tratan de llevar ante la justicia a los responsables del secuestro de mis nietas y la muerte de Kathy, pero preste mucha atención a lo que voy a decirle. No me importa si Richie se presentó o no a trabajar en el aeropuerto de Newark. Creo que usted insinúa que Franklin Bailey y él se llevan algo entre manos que puede tener alguna relación con el secuestro de nuestras nietas. Eso es absolutamente ridículo, así que no pierda más el tiempo ni nos lo haga perder a nosotros siguiendo esa línea de investigación.

Grace Frawley apartó la otomana de un empujón y se puso de pie, apoyándose en los brazos del sillón.

—Mi nieta está muerta. Yo tengo unos dolores que casi no puedo soportar. Uno de mis hijos y mi nuera están destrozados. Mi otro hijo es débil e insensato, un ladrón incluso, pero no es capaz de algo tan despreciable como secuestrar a sus propias sobrinas. Déjelo, señor Smith. Dígale a su gente que lo dejen. ¿Acaso no he tenido ya suficiente?

En un gesto de desesperación absoluta levantó las manos, se desplomó en el sillón y se echó hacia delante hasta tocar las rodillas con la frente.

—¡Márchense! —espetó Tom Frawley, señalando la puerta—. Ya que no han podido salvar a mi nieta, al menos salgan ahí fuera y encuentren a su secuestrador. Se equivocan de persona si lo que intentan es achacar este delito a Richie, así que no pierdan el tiempo pensando siquiera en que pueda estar involucrado.

Smith escuchaba, sin alterar el semblante.

—Señor Frawley, si tienen noticias de Richie, ¿serían tan amables de decirle que tenemos que hablar con él? Le dejo mi tarjeta. —Smith se despidió de Grace Frawley con la cabeza, dio media vuelta y, seguido de la agente Rogers, abandonó la casa de los Frawley.

Ya en el coche introdujo la llave en el contacto antes de preguntar:

—¿Cuál es tu impresión?

Carla sabía a qué se refería.

—Esa llamada a Franklin Bailey… creo que es posible que la madre esté intentando encubrir a su hijo.

—Yo también lo creo. Richie no llegó aquí hasta el sábado de madrugada, lo que significa que podría haber tenido tiempo de sobra para participar en el secuestro. Estuvo en Ridgefield hace un par de meses de visita en casa de su hermanastro, así que conocía la distribución de la vivienda. Puede que decidiera visitar a su madre convaleciente para tener una coartada. Podría haber sido perfectamente uno de los dos hombres que recogió el dinero del rescate.

—Si fuera uno de los secuestradores, tendría que haber ido con máscara. De lo contrario, por poco que las gemelas lo hubieran visto, podrían haberlo reconocido.

—¿Y si fue así? ¿Y si una de ellas lo reconoció, y por eso no podían dejar que volviera a casa? ¿Y si la muerte de Lucas Wohl no fue un suicidio?

Rogers se quedó mirando a su superior.

—No sé si los de las oficinas de Nueva York y Connecticut habrán considerado esa posibilidad.

—Los de las oficinas de Nueva York y Connecticut consideran todas las posibilidades y apuntan en todas direcciones. El caso está en sus manos, y se les ha muerto una niña de tres años en las narices. Alguien que se hace llamar el Flautista sigue en libertad, y tiene las manos manchadas con la sangre de esa niña, él y quienquiera que haya participado en el secuestro. Como acaban de decirnos los Frawley, puede que Richie Mason no sea más que un embaucador, pero no puedo evitar pensar que su madre lo encubre.