—Siempre he sido una persona muy previsora, muñequita —comentó Angie, dirigiéndose más a sí misma que a Kathy, quien yacía en la cama del motel, apoyada en cojines y tapada con una manta—. Me paso el día pensando en lo que pueda pasar. Esa es la diferencia entre Clint y yo.
Eran las diez de la mañana del viernes, y Angie se sentía satisfecha consigo misma. La noche anterior, una hora después de que Clint y Gus se marcharan a la taberna, Angie tenía todo el equipaje en la furgoneta y estaba ya en carretera con Kathy. Guardó el dinero del rescate en varias maletas, junto con la ropa metida a toda prisa y los móviles de tarjeta que el Flautista había enviado a Lucas y Clint. En su último viaje de la casa a la furgoneta se acordó de coger las cintas que Lucas había grabado de sus conversaciones telefónicas con el Flautista, así como el permiso de conducir de una mujer a cuya hija había cuidado el año anterior.
En el último momento se le ocurrió escribir una nota para Clint: «No te preocupes. Te llamo mañana por la mañana. Me he ido a hacer otro canguro».
Angie condujo tres horas y media seguidas hasta Cabo Cod y el motel Hyannis, donde había pasado un fin de semana con un tipo hacía unos años. La zona del cabo le gustó tanto que consiguió un trabajo de verano en el puerto deportivo de Harwich.
—Siempre he tenido en mente un plan de fuga, por si acaso cogían a Clint en uno de esos trabajos que hacía con Lucas —explicó a Kathy con una risita. Pero al ver que Kathy se había vuelto a quedar dormida, frunció el ceño y se acercó a la cama para darle un golpecito en el hombro—. Escúchame cuando te hablo. Puede que aprendas algo.
Kathy siguió con los ojos cerrados.
—A lo mejor se me ha ido la mano con el medicamento para la tos —conjeturó Angie—. Si le daba sueño a Clint cuando se lo tomaba el año pasado, supongo que a ti podría dejarte noqueada.
Angie se acercó a la encimera donde estaba la cafetera con un poco de café que había sobrado del que había preparado hacía un rato. Tengo hambre, pensó. Podría ir a desayunar como Dios manda, pero no puedo pasearme por ahí con la cría a cuestas, medio dormida y sin nada de abrigo. Lo que puedo hacer es dejarla encerrada en la habitación, ir a por algo de comer y luego buscar una tienda y comprarle algo de ropa. Dejaré las maletas debajo de la cama y pondré el letrero de «no molestar» en la puerta. A lo mejor conviene que le dé un poco más de medicina para la tos, así sí que dormirá de verdad.
Angie sintió que su buen humor se desvanecía por momentos y reconoció que cuando tenía hambre siempre se ponía tensa e impaciente. Habían llegado al motel poco después de medianoche. Angie tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para mantener los ojos abiertos en la recepción, y una vez en la habitación metió a la niña en la cama y se desplomó a su lado. Se quedó dormida al instante pero la tos y el llanto de la pequeña la despertaron antes de que amaneciera.
Ya no he vuelto a pegar ojo, pensó Angie. Como mucho me he dormido un rato, por eso ahora no estoy tan despierta, aunque he estado lo bastante despierta como para acordarme de coger aquel carnet de conducir que tenía guardado, así que ahora me llamaré oficialmente «Linda Hagen».
El año anterior había hecho algún canguro para Linda Hagen; un día Linda volvió a casa preocupada porque creía haberse dejado el monedero en el restaurante. La siguiente vez que Angie cuidó a la niña de los Hagen tuvo que coger el coche familiar para llevar a la pequeña a una fiesta de cumpleaños. Fue entonces cuando vio que el monedero se había caído entre los asientos de delante. Tras recuperarlo Angie encontró dentro doscientos dólares en metálico y, lo que era más importante, un permiso de conducir. Naturalmente, la señora Hagen había cancelado las tarjetas de crédito, pero aquel carnet fue todo un hallazgo.
Ambas tenemos la cara delgada y el pelo castaño oscuro, pensó Angie. La señora Hagen llevaba unas gafas de montura gruesa en la foto y, si alguna vez me paran, me pondré unas gafas oscuras. Tendrían que observar con detenimiento la foto para darse cuenta de que no soy ella de verdad. De todos modos, he registrado la habitación a nombre de Linda Hagen, y a menos que a los federales les dé por seguir la pista de la furgoneta si es que trincan a Clint, de momento estoy a salvo. Y si decido irme en avión a otra parte, con el carnet de Linda no tendré problemas.
Angie suponía que si los federales cogían a Clint, lo más probable era que él les contara que ella estaría de camino a Florida, pues eso pensaría él. Pero Angie también era consciente de que tenía que deshacerse de la furgoneta y emplear parte del dinero en efectivo para comprar un coche de segunda mano.
Así podré ir a donde quiera sin que nadie lo sepa, pensó. Abandonaré la furgoneta en algún vertedero. Sin las matrículas no podrán seguirle la pista.
Llamaré a Clint y si veo que tiene los ánimos calmados puede que le diga dónde estoy para que se reúna conmigo, o puede que no. Pero de momento no le diré nada. Lo malo es que le he dicho que lo llamaría esta mañana, así que será mejor que lo haga. Angie cogió uno de los móviles de tarjeta y marcó el número de Clint. Este contestó antes de que el teléfono sonara una segunda vez.
—¿Dónde estás? —inquinó.
—Clint, cariño, he tenido que salir pitando, era lo mejor. Tengo el dinero, no te preocupes. Si por casualidad los federales van a buscarte, imagínate qué habría pasado si llegan a verme ahí, con la cría y el dinero. Ahora escúchame bien: ¡deshazte de la cuna! ¿Le has contado a Gus que ibas a avisar al club?
—Sí, sí. Le he contado que me han ofrecido un trabajo en Orlando.
—Bien. Avísales hoy mismo. Si el fisgón de Gus vuelve a pasarse por ahí, dile que la madre del crío que estaba cuidando me ha pedido que se lo llevara a Wisconsin. Dile que su padre ha muerto y que ella tiene que quedarse allí para echar una mano a su madre. Dime que nos veremos en Florida.
—No juegues conmigo, Angie.
—No juego contigo. Los federales van a ir a hablar contigo, y tú estás limpio, así que no tienes por qué preocuparte. A Gus le dije que el miércoles por la noche fuiste a buscar un coche nuevo a Yonkers. Dile que has vendido la furgoneta y luego alquila un coche para estos días.
—Pero si no me has dejado ni un centavo —espetó Clint—. Ni siquiera están los quinientos pavos que te dejé en el tocador.
—Imagínate que tienen registrados algunos números de serie. Solo he pensado en protegerte. Paga con la tarjeta de crédito. No importa. Dentro de dos semanas o así habremos desaparecido de la faz de la tierra. Me muero de hambre. Tengo que irme. Adiós.
Angie cerró de golpe el móvil y se acercó a la cama para echar un vistazo a Kathy. ¿Estará durmiendo o haciéndose la dormida?, se preguntó. Está comenzando a ponerse tan desagradable como la otra, pensó. Por muy amable que sea con ella pasa también de mí.
El medicamento para la tos estaba junto a la cama. Angie desenroscó el tapón y llenó una cuchara con el líquido que contenía. Luego se agachó sobre Kathy y, separándole los labios, le acercó la cuchara a la boca hasta que logró metérsela.
—Venga, traga —le ordenó.
En un acto reflejo la adormecida Kathy se tragó casi todo el jarabe. Unas cuantas gotas se le metieron por la tráquea y comenzó a toser y llorar. Angie la empujó de espaldas contra el cojín.
—Cállate ya, por Dios —exclamó, apretando los dientes.
Kathy cerró los ojos y se tapó la cara con la manta mientras se volvía hacia un lado, intentando no llorar. En su mente veía a Kelly sentada en la iglesia, junto a mamá y papá. No se atrevía a hablar en voz alta, pero movió los labios en silencio mientras notaba que Angie comenzaba a atarla a la cama.
En la primera fila de bancos de la iglesia de St. Mary de Ridgefield, Margaret y Steve se pusieron de rodillas durante la misa, cogidos de las manos de Kelly. Junto a ellos la doctora Sylvia Harris trataba de contener las lágrimas mientras escuchaba la oración con la que monseñor Romney dio comienzo a la ceremonia:
Señor, ante ti los hombres nunca ocultan su tristeza,
conoces el peso del dolor
que sentimos por la pérdida de esta criatura.
Mientras lloramos su marcha de esta vida
nos consuela saber
que Kathryn Ann vive ahora al calor de tu abrazo.
Kelly tiró de repente de la mano de Margaret.
—Mami —dijo en voz alta y clara por primera vez desde que estaba de vuelta en casa con sus padres—. Kathy tiene mucho miedo de esa señora. Está llorando por ti. Quiere que la lleves a casa. ¡Ahora mismo!