Capítulo 47

A Norman Bond no le sorprendió que dos agentes del FBI se presentaran en su oficina el viernes por la mañana. Sabía que estaban informados de que había saltado a tres empleados de C.F.G. & Y. bien preparados para contratar a Steve Frawley. Asimismo, supuso que habrían imaginado que hacía falta tener unos conocimientos financieros altamente desarrollados para saber que ciertos bancos extranjeros admitían, a cambio de una comisión, el ingreso de dinero obtenido de forma ilegal.

Antes de decir a su secretaria que los dejara pasar, Bond corrió al baño privado que tenía en la oficina y se miró con detenimiento en el espejo de cuerpo entero que había colgado detrás de la puerta. El primer salario que había ganado tras conseguir el trabajo de C.F.G. & Y. hacía veinticinco años lo había invertido en un costoso tratamiento con láser para eliminar las cicatrices del acné que había hecho de su adolescencia una tortura interminable. Tenía aquellas marcas grabadas en su mente, al igual que aquellas gafas de sabiondo que había tenido que llevar como remedio a un ojo vago. Ahora las lentes de contacto le permitían mejorar la visión de sus ojos azul claro. Daba gracias por tener una buena mata de pelo, pero se preguntaba si no habría hecho mal en no teñírselo. Las canas prematuras que había heredado de su familia por parte de su madre habían ido ganando terreno hasta hacer que a sus cuarenta y ocho años presentara una cabellera, no entrecana, sino totalmente blanca.

Los trajes de corte clásico de Paul Stuart habían pasado a sustituir la ropa de segunda mano de su infancia, pero necesitaba darse un vistazo en el espejo para asegurarse de que no le hubiera aparecido de repente una mancha en el cuello o en la corbata. Nunca olvidaría aquel día que en presencia del presidente durante una cena de empresa, celebrada al poco tiempo de estar trabajando él en C.F.G. & Y., utilizó un tenedor para pinchar una ostra. El molusco se resbaló de los dientes del tenedor y se le cayó por la americana, dejando a su paso un reguero de salsa. Abochornado por su torpeza, Bond se compró aquella misma noche un manual de protocolo y una cubertería completa, y durante días estuvo practicando con la correcta disposición de una mesa de gala y el uso indicado de cada cubierto.

La imagen que veía ahora en el espejo le decía que su aspecto estaba bien: rasgos aceptables, buen corte de pelo, camisa blanca recién planchada, corbata azul y nada de joyas. A su memoria acudió por un instante el recuerdo fugaz del anillo de boda que arrojó un día a las vías justo antes de que pasara el tren que lo llevaba de casa al trabajo. Después de todos aquellos años no sabía si lo había hecho por ira o por tristeza. Se dijo a sí mismo que ya no importaba.

Bond regresó a su mesa de trabajo y comunicó a su secretaria que hiciera pasar a los agentes del FBI. Al primero de ellos, Angus Sommers, lo había conocido el miércoles. Sommers procedió a presentarle a su acompañante, la agente Ruthanne Scaturro, una mujer esbelta de unos treinta años. Bond sabía que el edificio estaba lleno de agentes que andaban haciendo preguntas por todas partes.

Norman Bond saludó con la cabeza a sus visitantes. Como gesto de cortesía hizo amago de levantarse, pero enseguida volvió a acomodarse en su asiento con rostro impasible.

—Señor Bond —comenzó Sommers—, ayer su director financiero, Gregg Stanford, hizo una declaración bastante contundente ante los medios. ¿Comparte usted su opinión?

Bond arqueó una ceja, un gesto que había tardado tiempo en perfeccionar.

—Como usted sabe, la junta directiva votó unánimemente para pagar el rescate. A diferencia de mi distinguido compañero, yo creía firmemente en dicha acción. Es una tragedia terrible que una de las gemelas haya muerto, pero puede que el hecho de que la otra haya sido liberada con vida se deba al pago que hicimos. ¿No decía la nota de suicidio que dejó el conductor de la limusina que no era su intención matar a la otra niña?

—Sí, así es. Entonces, ¿no comparte usted la postura del señor Stanford?

—Yo nunca he compartido la postura de Gregg Stanford. O si se me permite lo expresaré de otro modo: Stanford es director financiero de esta empresa porque la familia de su mujer posee el diez por ciento de las acciones con derecho a voto. Le consta que todos lo consideramos una figura de poco peso. Stanford tiene la idea absurda de que oponiéndose al punto de vista de nuestro presidente, Robinson Geisler, atraerá adeptos. De hecho, aspira a ocupar su puesto, aunque más bien se podría decir que lo codicia. Con el asunto del pago del rescate ha aprovechado la oportunidad para adoptar el papel de sabio después de la tragedia.

—¿Y usted, señor Bond, aspira a ocupar la presidencia de la empresa? —inquirió la agente Scaturro.

—A su debido tiempo, espero que se me tenga en cuenta para ello. Por el momento, tras el desagradable revés del año pasado y la elevada multa que la empresa ha tenido que pagar, considero que lo mejor que puede hacer la junta actual es presentarse como un frente unido ante nuestros accionistas. Creo que Stanford no ha hecho ningún favor a la empresa con su ataque público al señor Geisler.

—Hablemos de otro asunto, señor Bond —sugirió Angus Sommers—. ¿Por qué contrató usted a Steve Frawley?

—Me parece que ya tratamos ese tema hace dos días, señor Sommers —repuso Bond, dejando que su voz trasluciera un deje de fastidio.

—Hablemos de ello otra vez. Ahora mismo hay tres hombres resentidos en la empresa que tienen la sensación de que usted no tenía ni la necesidad ni el derecho a buscar fuera un candidato para el puesto que concedió a Steve Frawley. A nivel profesional dicho puesto supone para él un salto enorme, ¿no es así?

—Déjeme explicarle algo sobre política empresarial. Los tres hombres a los que se refiere quieren mi puesto. Todos ellos son protegidos del anterior presidente, al que le eran y le son leales. Tengo buen ojo para juzgar a las personas, y Steve Frawley es inteligente, muy inteligente. Además de un máster en gestión de empresas y la carrera de derecho, tiene cerebro y personalidad, por lo que encaja perfectamente en el mundo empresarial. Mantuvimos una larga conversación sobre esta compañía, sobre los problemas que tuvimos el año pasado y sobre el futuro, y me gustó lo que oí. Asimismo, me parece una persona íntegra desde el punto de vista ético, algo fuera de lo común en estos tiempos que corren. Por último, sé que podría contar siempre con su lealtad, y eso para mí es esencial. —Norman Bond se reclinó en su asiento y juntó las manos, señalando con los dedos hacia arriba—. Y ahora, si me disculpan, tengo una reunión arriba.

Ni Sommers ni Scaturro hicieron el menor movimiento para levantarse.

—Solo unas cuantas preguntas más, señor Bond —repuso Sommers—. El otro día no nos dijo usted que durante un tiempo vivió en Ridgefield, Connecticut.

—He vivido en muchos sitios desde que empecé a trabajar en esta empresa. En Ridgefield estuve hace veinte años, cuando me casé.

—¿Su esposa no dio a luz a dos gemelos varones que murieron en el parto?

—Sí, así es. —La mirada de Bond se volvió inexpresiva.

—Usted estaba muy enamorado de su mujer, pero al poco tiempo ella lo abandonó, ¿no es así?

—Se fue a California. Quería empezar de nuevo. El dolor une a unas personas y separa a otras.

—Tras su marcha usted sufrió una especie de crisis nerviosa, ¿no es así, señor?

—El dolor también causa depresión, señor Sommers. Yo sabía que necesitaba ayuda, así que me apunté a un centro. Hoy en día los grupos de apoyo psicológico son algo normal, pero hace veinte años no.

—¿Mantuvo el contacto con su ex mujer?

—Se volvió a casar al cabo de muy poco tiempo. Lo mejor para ambos era cerrar ese capítulo de nuestra vida.

—Pero por desgracia su capítulo no está cerrado, ¿me equivoco? Su ex mujer desapareció años después de que volviera a casarse.

—Lo sé.

—¿Le interrogaron acerca de su desaparición?

—Como a sus padres, hermanos y amigos, me preguntaron si sabía adonde podría haber ido. Por supuesto, yo no tenía ni idea. De hecho, decidí contribuir a la recompensa que se ofreció para obtener cualquier información sobre su paradero.

—Dicha recompensa no ha llegado nunca a ser cobrada, ¿no es así?

—Así es.

—Señor Bond, cuando conoció a Steve Frawley, ¿se vio usted reflejado en él: un hombre joven, inteligente y ambicioso, con una mujer atractiva e inteligente y unas hijas preciosas?

—Señor Sommers, este interrogatorio ha llegado a lo irracional. Si lo he entendido bien, y creo que así es, insinúa usted que he tenido algo que ver con la desaparición de mi difunta esposa, así como con el secuestro de las hijas de los Frawley. ¿Cómo se atreve a insultarme de esa manera? Haga el favor de salir de mi despacho.

—¿Su difunta esposa? ¿Cómo sabe que está muerta, señor Bond?