A las siete de la tarde monseñor Romney llamó al timbre de la casa de los Frawley. Steve y Margaret acudieron juntos a abrir la puerta.
—Gracias por venir, monseñor —le dijo Margaret.
—Me alegro de que hayáis querido que viniera, Margaret. —El sacerdote los siguió hasta el estudio. La pareja se sentó en el sofá, el uno al lado del otro. Monseñor Romney se sentó en la silla más cercana a ellos—. ¿Cómo está Kelly? —preguntó.
—La doctora Harris le ha dado un sedante, así que lleva durmiendo casi todo el día —respondió Steve—. Ahora está con ella.
—Cuando está despierta intenta hablar con Kathy —añadió Margaret—. No puede aceptar que Kathy no vaya a volver a casa nunca más. Ni yo tampoco.
—No hay mayor pesar que la pérdida de un hijo —afirmó monseñor Romney con voz calmada—. En un enlace matrimonial rezamos para que los recién casados lleguen a ver a los hijos de sus hijos. Ya sea un recién nacido con apenas un hálito de vida, un niño pequeño, un joven o, para unos padres ya mayores, un hijo ya hecho y derecho, no hay dolor que se pueda comparar.
—Mi problema —dijo Margaret con voz pausada— es que no puedo creer que Kathy ya no esté. No puedo aceptar que no vaya a aparecer en cualquier momento, un paso por detrás de Kelly. De las dos, Kelly es la jefa, la que manda. Kathy es un poco más tímida, más apocada.
Margaret miró a Steve y acto seguido a monseñor Romney.
—Cuando tenía quince años me rompí el tobillo patinando sobre hielo. Fue una rotura grave que requirió una intervención quirúrgica seria. Recuerdo que cuando desperté solo sentía un dolor adormecido, y pensé que la recuperación de la operación sería pan comido. Luego, horas más tarde, el efecto de la anestesia comenzó a desaparecer, y me morí de dolor. Creo que es eso lo que va a ocurrir en mi caso. De momento sigo anestesiada.
Monseñor Romney aguardó, intuyendo que Margaret estaba a punto de hacerle una petición. Se la ve tan joven, tan vulnerable, pensó. La madre sonriente y segura de sí misma que le había contado que había dejado aparcada su carrera de abogacía para poder disfrutar de sus gemelas, era ahora una burda sombra de sí misma, con aquella expresión de angustia y sufrimiento en sus ojos azul oscuro. A su lado Steve, con el pelo alborotado y los ojos ojerosos del agotamiento, movía la cabeza de un lado a otro, como si negara lo que había ocurrido.
—Sé que tenemos que hacer una misa a la que pueda acudir la gente que lo desee —dijo Margaret—. Mi madre y mi hermana van a venir la semana que viene. El padre de Steve va a contratar a una enfermera que cuide de su madre para poder venir también. Hemos recibido un montón de correos electrónicos de amigos que quieren estar con nosotros. Pero antes de preparar una misa para el resto de la gente, me preguntaba si mañana a primera hora podría celebrar una ceremonia privada en memoria de Kathy, solo para Steve, Kelly, la doctora Harris y para mí. ¿Sería posible?
—Por supuesto que sí. Podríamos celebrarla mañana por la mañana, antes o después de las misas programadas. Es decir, antes de las siete o después de las nueve.
—¿No le llaman misa de los ángeles cuando el difunto es un niño? —preguntó Margaret.
—Esa es la expresión laica que se emplea cuando se ofrece una misa por una persona joven. Buscaré unas lecturas apropiadas.
—Vamos a hacerla después de las nueve, cariño —sugirió Steve—. No nos vendría mal tomarnos una pastilla para dormir esta noche.
—Para dormir, no para soñar —puntualizó Margaret con voz cansada.
Monseñor Romney se puso de pie y se acercó a ella. Posando su mano sobre la cabeza de Margaret la bendijo para luego volverse hacia Steve y bendecirlo a él también.
—A las diez en la iglesia —dijo. Mirando sus rostros apesadumbrados le vinieron a la mente unas palabras de De profundis. «De lo hondo a ti clamo, Señor; Señor, escucha mi voz. Estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica.»