Al amanecer, incapaz de seguir siendo testigo del sufrimiento cada vez mayor instalado en los rostros de Margaret y Steve Frawley, Walter Carlson se sentó a la mesa del comedor situada junto al teléfono. Cuando este sonó a las seis menos cinco Carlson se armó de valor para recibir malas noticias mientras cogía el auricular.
Era Marty Martinson desde la comisaría.
—Walt, monseñor Romney, de la iglesia de St. Mary, ha recibido una llamada de alguien que afirmaba ser el Flautista. Le ha dicho que las gemelas están en el interior de un coche aparcado detrás de un viejo restaurante situado en la carretera del aserradero. Ya hemos llamado a la policía del estado. Estarán allí en menos de cinco minutos.
Carlson oyó los pasos de los Frawley y la doctora Harris acudiendo a toda prisa al comedor. No cabía duda de que habían oído el teléfono. Carlson se volvió y alzó la vista hacia ellos. La expresión de esperanza de sus rostros resultaba casi tan sobrecogedora como el sufrimiento que traslucían hacía apenas unos instantes.
—Un momento, Marty —dijo al comisario Martinson. No podía ofrecer a aquellos padres y a la doctora Harris nada más que la pura verdad—. Dentro de unos minutos sabremos si la llamada que ha recibido monseñor Romney en la rectoría es un engaño o no —les comunicó con serenidad.
—¿Era el Flautista? —preguntó Margaret con un hilo de voz.
—¿Ha dicho dónde estaban las niñas? —inquirió Steve.
Carlson no les respondió.
—Marty —dijo, hablando por el auricular—, ¿los estatales han quedado en llamarte?
—Sí. Te volveré a llamar en cuanto sepa algo de ellos.
—Si esto va en serio, nuestros hombres tendrán que inspeccionar el coche.
—Ya lo saben —contestó Martinson—. Llamarán a vuestra oficina de Westchester.
Carlson colgó el teléfono.
—Díganos lo que ocurre —insistió Steve—. Tenemos derecho a saberlo.
—Dentro de unos minutos podremos determinar la veracidad o no de la llamada que ha recibido monseñor Romney. Si se confirma la información que tenemos, las gemelas se encontrarían ilesas en el interior de un coche aparcado junto a la carretera del aserradero a la altura de Elmsford —les explicó Carlson—. La policía del estado va de camino al lugar.
—El Flautista ha cumplido su palabra —exclamó Margaret—. Mis niñas van a volver a casa. ¡Mis niñas van a volver a casa! —Margaret echó los brazos al cuello de Steve—. ¡Vuelven a casa, Steve!
—Margaret, puede ser un engaño —le advirtió la doctora Harris al tiempo que se venía abajo su fachada de tranquilidad y comenzaba a juntar y separar las manos.
—Dios no nos haría eso —repuso Margaret en tono enérgico mientras Steve, incapaz de hablar, hundía su rostro en los cabellos de su mujer.
Después de que transcurrieran quince minutos sin que volviera a sonar el teléfono, Carlson estaba convencido de que había sucedido algo terrible. Si se hubiera tratado de una broma ya nos lo habrían comunicado, pensó. Por eso, cuando el timbre de la puerta sonó, tuvo la certeza de que serían malas noticias. Aunque las gemelas estuvieran sanas y salvas, habrían tardado cuarenta minutos como mínimo en traerlas desde Elmsford.
Carlson estaba seguro de que Steve, Margaret y la doctora pensaban lo mismo que él mientras lo seguían al vestíbulo. Carlson abrió la puerta; monseñor Romney y Marty Martinson estaban en el porche.
El cura se dirigió a Margaret y Steve y, con una voz temblorosa cargada de compasión, les dijo:
—Dios os ha devuelto a una de vuestras hijas. Kelly está a salvo. A Kathy se la ha llevado el Señor.