Margaret Frawley estrechó la taza de té humeante entre sus manos. Estaba muerta de frío. Steve la había arropado con una manta de punto que había cogido del sofá del salón, pero aun así le seguía temblando todo el cuerpo.
Las gemelas habían desaparecido. Kathy y Kelly habían desaparecido. Alguien se las había llevado y había dejado una nota de rescate. No tenía sentido. Las palabras resonaban en su cabeza con una cadencia a modo de letanía: «Las gemelas han desaparecido. Kathy y Kelly han desaparecido».
La policía no les había permitido entrar en el dormitorio de las niñas.
—Nuestro trabajo consiste en encontrarlas —les dijo el comisario Martinson—. No podemos arriesgarnos a perder una sola huella digital o muestra de ADN dejando que se contamine el lugar.
La zona restringida comprendía asimismo el descansillo del piso de arriba donde habían atacado a la canguro. Trish se iba a poner bien. Estaba en el hospital y había explicado a la policía todo lo que recordaba. Les dijo que estaba hablando por el móvil con su novio cuando le pareció oír que una de las gemelas lloraba. Entonces subió al piso de arriba y supo al instante que algo pasaba al no ver encendida la luz del cuarto de las gemelas; fue entonces cuando se dio cuenta de que había alguien detrás de ella. Después de eso no recordaba nada más.
¿Acaso habría alguien más en el cuarto con las niñas?, se preguntó Margaret. Kelly tiene el sueño más ligero, pero puede que Kathy estuviera inquieta. Parecía estar incubando un resfriado.
Si una de las niñas se puso a llorar, ¿la haría alguien dejar de llorar?
A Margaret le resbaló la taza de las manos e hizo un gesto de dolor al salpicarle el té caliente la blusa y la falda que se había comprado en una tienda de ropa de oferta para la cena de empresa de alto copete a la que habían asistido aquella noche en el Waldorf.
Aunque el conjunto le había salido por un tercio de lo que le habría costado en la Quinta Avenida, era igualmente carísimo para su bolsillo.
Steve insistió en que me lo comprara, pensó Margaret sin ánimo. Se trataba de una cena de empresa importante. De todas formas, esta noche me apetecía arreglarme un poco. Hace un año por lo menos que no íbamos a una cena de gala.
Steve estaba intentando secarle la ropa con un paño.
—Marg, ¿estás bien? ¿Te has quemado con el té?
Tengo que ir arriba, pensó Margaret. A lo mejor las gemelas se han escondido en el armario. Recuerdo que una vez hicieron eso. Yo hice como si las buscara sin encontrarlas. Las oía reírse cuando las llamaba por su nombre. «Kathy… Kelly… Kathy… Kelly… ¿dónde estáis?…» En aquel momento Steve llegó a casa. Yo le avisé desde arriba: «Steve… Steve… las gemelas han desaparecido. No están por ninguna parte.»
Más risitas desde el interior del armario.
Steve sabía que yo hablaba en broma. Subió al cuarto de las niñas y yo señalé el armario. Steve se acercó a él y dijo, alzando la voz: «A lo mejor Kathy y Kelly se han escapado. A lo mejor ya no nos quieren. Debe de ser eso, no sirve de nada que las busquemos. Anda, vamos a apagar las luces y a cenar fuera de casa».
Al cabo de un instante la puerta del armario se abrió de golpe.
«Que sí que os queremos, que sí que os queremos», gimieron las gemelas al unísono.
Margaret recordó lo asustadas que parecían entonces, y las imaginó muertas de miedo al ver que alguien las cogía para llevárselas de allí. Ahora mismo alguien las tiene escondidas en alguna parte, pensó.
Esto no puede estar sucediendo de verdad. Es una pesadilla de la que voy a despertar. Quiero a mis niñas. ¿Por qué me duele el brazo? ¿Qué hace Steve poniéndome algo frío en el brazo?
Margaret cerró los ojos. Se percató vagamente de que el comisario Martinson estaba hablando con alguien.
—Señora Frawley.
Margaret alzó la vista. Había entrado en la cocina otro hombre.
—Señora Frawley, soy el agente del FBI Walter Carlson. Tengo tres hijos y sé cómo se debe de sentir en estos momentos. Estoy aquí para ayudarle a que le devuelvan a sus hijas, pero necesitamos su ayuda. ¿Podría contestarme a unas preguntas?
Walter Carlson tenía una mirada amable. No parecía tener más de cuarenta y cinco años, de modo que sus hijos no pasarían de la pubertad.
—¿Por qué querría alguien llevarse a mis niñas? —le preguntó Margaret.
—Eso es lo que vamos a averiguar, señora Frawley.
Carlson reaccionó rápido al ver que Margaret comenzaba a escurrirse de la silla.