A las seis menos cuarto de la mañana del jueves el servicio de mensajes de la iglesia católica de St. Mary de Ridgefield recibió una llamada.
—Estoy desesperado. Necesito hablar con un cura —dijo una voz ronca.
Rita Schless, la telefonista que atendió la llamada, estaba segura de que fuera quien fuese trataba de disimular la voz. Ya estamos otra vez con esas tonterías, pensó. El año anterior un adolescente que iba de listillo telefoneó y le suplicó que le pasara con un cura, asegurándole que tenía una urgencia extrema en casa. Rita despertó a monseñor Romney a las cuatro de la madrugada y cuando el párroco se puso al teléfono el muchacho, con un coro de risas de fondo, dijo:
—Vamos a morir, padre. Nos hemos quedado sin cerveza.
Aquella llamada tampoco le olía bien.
—¿Acaso está herido o enfermo? —inquirió Rita en tono seco.
—Póngame con un cura de inmediato. Es cuestión de vida o muerte.
—Un momento, señor —dijo Rita. No creo una sola palabra de lo que dice, pensó, pero no puedo arriesgarme. Muy a su pesar avisó al anciano monseñor Romney de setenta y cinco años, quien le había dicho que le pasara a él todas las llamadas nocturnas.
—No se preocupe, Rita, tengo insomnio —le había explicado—. Llámeme a mí primero.
—No creo que este vaya en serio —le comentó Rita entonces—. Juraría que intenta disimular la voz.
—No tardaremos en averiguarlo —repuso con ironía el reverendo monseñor Joseph Romney mientras se sentaba derecho con las piernas colgando por el borde de la cama. Con gesto inconsciente, se frotó la rodilla derecha que siempre le dolía cuando cambiaba de posición. Al alargar la mano para coger las gafas oyó el clic que indicaba que ya tenía la llamada.
—Monseñor Romney al habla —anunció—. ¿En qué puedo ayudarle?
—Monseñor, ¿ha oído hablar de las gemelas que han secuestrado?
—Por supuesto que sí. Los Frawley son miembros nuevos de nuestra parroquia. Desde la desaparición de las niñas hemos ofrecido una misa diaria para que sean liberadas sanas y salvas. —Rita tiene razón, reconoció monseñor Romney. Sea quien sea, intenta disimular la voz.
—Kathy y Kelly están a salvo. Se encuentran en el interior de un coche aparcado detrás del viejo restaurante La Cantina, situado en el lado norte de la carretera del aserradero, a la altura de Elmsford.
Joseph Romney sintió que el corazón se le aceleraba.
—¿Es una broma? —inquirió.
—No es ninguna broma, monseñor Romney. Soy el Flautista. El pago del rescate se ha hecho efectivo y lo he elegido a usted para que lleve un mensaje de júbilo a los Frawley. Recuerde, el lado norte del aserradero, detrás del viejo restaurante La Cantina, a la altura de Elmsford. ¿Se ha quedado con todo?
—Sí, sí.
—Pues entonces le aconsejo que se apresure a informar a las autoridades. Hace una noche desapacible. Las niñas llevan varias horas en el coche, y Kathy está muy acatarrada.