—Se tarda un buen rato en contar un millón de dólares uno a uno —dijo Walter Carlson, confiando en que su comentario resultara tranquilizador.
—El dinero fue entregado poco después de las diez —repuso Steve—. De eso hace ya cinco horas. —Steve miró hacia abajo, pero Margaret no abrió los ojos.
Estaba acurrucada en el sofá, con la cabeza apoyada en el regazo de su marido. Ya solo por su respiración Steve notaba que el sueño la vencía por momentos, pero al cabo de unos segundos soltaba de repente un grito ahogado y volvía a abrir los ojos de golpe.
La doctora Harris estaba sentada en el sillón de orejas, erguida y con las manos entrelazadas sobre su regazo. Ni su postura ni su expresión revelaban señal alguna de cansancio. A Carlson se le ocurrió pensar que aquella debía de ser la apariencia que adoptaba cuando se veía frente a un paciente gravemente enfermo. Una presencia tranquila y tranquilizante. Justamente lo que requerían las circunstancias.
Pese a tratar de emplear un tono esperanzador, Carlson sabía que cada minuto que transcurría daba a entender que no volverían a saber nada de los secuestradores. El Flautista me dijo que en algún momento después de medianoche recibiríamos una llamada en la que nos dirían dónde ir a recoger a las gemelas. Steve tiene razón. Hace horas que tienen el dinero. A estas alturas las niñas podrían estar muertas.
Franklin Bailey oyó sus voces el martes, pensó Carlson. Eso significa que hace un día y medio estaban vivas, porque sabemos que comentaron que habían visto a sus padres en la tele; siempre que demos crédito a la historia de Bailey, claro está.
Con el transcurso de las horas un presentimiento fue tomando forma en la mente de Carlson, un presentimiento fruto de aquel instinto suyo que tan útil le había sido en sus veinte años de experiencia al servicio del FBI. Aquel presentimiento apuntaba hacia Lucas Wohl, el chófer omnipresente que estaba tan convenientemente aparcado en un punto desde donde pudo ver a los secuestradores llevándose el dinero para luego dar una descripción del coche en el que se suponía que habían huido.
Carlson reconoció que tal vez fuera como Bailey había explicado, es decir, que mientras él iba dando vueltas en el coche de Excel había recibido instrucciones del Flautista de reunirse en aquel punto con Lucas, instrucciones que había transmitido a su vez a Lucas. Pero el pensamiento que no dejaba de repetirse en su cabeza era que quizá Bailey los había engañado.
Angus Sommers, el agente del FBI responsable del equipo de Nueva York, había acompañado a Bailey en su limusina y estaba convencido de que Bailey y el chófer eran de fiar. Aun así Carlson decidió que haría una llamada a su superior directo, Connor Ryan, un agente especial al frente de la oficina de New Haven. En aquel momento Ryan se encontraba en su despacho con sus hombres, preparados para pasar a la acción en el caso de recibir la noticia de que habían dejado a las gemelas en la zona norte de Connecticut. Ryan podría ponerse sobre la pista de Lucas de inmediato.
Margaret se fue incorporando poco a poco. Se pasó una mano por el pelo con un gesto de cansancio tal que a Carlson le dio la sensación de que levantar el brazo debía de suponerle un esfuerzo casi sobrehumano.
—Cuando habló usted con el Flautista ¿no le dijo él que llamaría a medianoche? —preguntó Margaret.
No le podía dar más respuesta que la verdad.
—Sí, así es.