Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis… —cantaba Clint, alegre—. No puedo creer que volvieras con el dinero y los del FBI en el coche.
Los billetes, la mayoría de cincuenta dólares y el resto de veinte, se hallaban apilados en el suelo del salón de la casa del club de campo. Tal y como se había ordenado, se trataba de billetes usados, y bastó un rápido vistazo por encima para comprobar que los números de serie no eran correlativos.
—Pues créelo —dijo bruscamente Lucas—. Venga, ve metiendo tu mitad en una de las bolsas. Yo meteré la mía en la otra.
Aunque tenía el dinero delante, Lucas seguía convencido de que algo saldría mal. A aquel cabeza hueca de Clint no se le había ocurrido comprobar si el maletero del coche que había robado se abría bien. Si yo no hubiera estado allí con la limusina lo habrían pillado con las manos en la masa, pensó Lucas. Y ahora tenían que esperar a que el Flautista los llamara para que les dijera dónde debían dejar a las niñas.
Fuera donde fuera seguro que a Angie se le ocurriría parar para comprarles un helado. A Lucas le consoló pensar que de madrugada no habría ninguna heladería abierta. De repente, sintió como si se le formara un nudo en el estómago. ¿Por qué no habría llamado ya el Flautista?
A las 3:05 de la madrugada el agudo chasquido del teléfono los sobresaltó a todos. Angie, que estaba tumbada en el suelo, se levantó de un respingo y corrió a cogerlo, mascullando:
—Más vale que no sea ese asqueroso de Gus.
Era el Flautista.
—Pásame a Bert —le ordenó.
—Es él —anunció Angie con voz nerviosa y entrecortada.
Lucas se puso de pie y, tomándose su tiempo para atravesar la estancia, le cogió el teléfono.
—Me preguntaba cuándo tendría un momento para llamarnos —le espetó.
—No pareces un hombre que tenga delante un millón de dólares. A ver, presta atención. Tienes que ir con el coche prestado hasta el aparcamiento de La Cantina, un restaurante que hay en la carretera del aserradero en dirección norte, a la altura de Elmsford. El restaurante se halla cerca del monumento a la Gran Hambruna del V. E. Macy Park. Lleva años cerrado.
—Ya sé dónde está.
—Entonces sabrás también que el aparcamiento se encuentra detrás del edificio, y que no se ve desde la carretera. Que Harry y Mona te sigan en la furgoneta de Harry, con las gemelas, y al llegar las dejen en el coche prestado con las puertas cerradas. Luego regresad los tres a la casa en la furgoneta. Ya os daré entonces las últimas órdenes. Después ninguno de vosotros volveréis a tener noticias mías nunca más.
A las tres y cuarto se pusieron en marcha. Sentado al volante del coche robado, Lucas observaba a Angie y Clint mientras estos sacaban de casa a las gemelas dormidas. Y si a esa tartana se le pincha una rueda por el camino, y si nos encontramos con un control de carretera, y si un borracho se estampa contra uno de nosotros… Todas aquellas posibilidades propicias al desastre le asaltaron mientras Lucas arrancaba. Fue entonces cuando advirtió con inquietud que el depósito de gasolina estaba a menos de un cuarto de su capacidad.
Hay suficiente, se dijo a sí mismo en un intento de tranquilizarse.
Seguía lloviendo, aunque no con la misma intensidad que horas antes. Lucas trató de tomar aquello como una buena señal. Mientras conducía por Danbury en dirección oeste hizo memoria pensando en el restaurante La Cantina. Hacía unos años se había parado allí para cenar después de dar un golpe espectacular en Larchmont con unos resultados más que satisfactorios. La familia que vivía en la casa estaba fuera, en la piscina, y él se había colado por la puerta lateral, que estaba con el pestillo sin echar, y de ahí fue directo al dormitorio principal. ¡Ese día sí que tuvo suerte! La dueña de la mansión se había dejado la puerta de la caja fuerte abierta, no solo cerrada sin llave sino abierta del todo. ¡Fue increíble! Vendí las joyas y me pasé tres semanas en Las Vegas, recordó Lucas. Perdí casi todo el dinero, pero me lo pasé en grande.
Con aquel medio millón tendría más cuidado. No se lo puliría jugando. La suerte se acaba, pensó. Y no quiero pasarme el resto de mi vida en una celda. Esa era otra de sus preocupaciones. No le extrañaría que Angie se hubiera dejado ver otra vez yendo de compras.
Estaba a punto de coger la carretera del aserradero. En diez minutos llegaría a su destino. No había mucho tráfico. De repente, se le heló la sangre al ver un coche de la policía del estado a lo lejos. Miró el indicador de velocidad; iba a cien por una zona donde el límite de velocidad establecido era noventa. Circulaba dentro de lo permitido, y por el carril de la derecha, sin dar bandazos en ningún momento. Clint lo seguía a una distancia lo suficientemente prudencial como para que nadie pensara siquiera que iba siguiéndolo.
El coche de la policía tomó la salida siguiente. De momento todo iba bien, pensó Lucas. Se humedeció los labios con la punta de la lengua. Quedan menos de cinco minutos. Cuatro minutos… tres minutos… dos minutos.
A su derecha apareció la construcción abandonada que había sido en su día el restaurante La Cantina. No se veía ningún vehículo a ningún lado del aserradero. Lucas apagó los faros dando un rápido golpecito al interruptor del salpicadero, torció a la derecha por la carretera que pasaba frente al restaurante y siguió hasta el aparcamiento situado detrás. Apagó el motor y aguardó sentado hasta que el sonido de un vehículo que se aproximaba le hizo intuir que la fase final del plan estaba a punto de concluir.