Capítulo 32

—Bert, dentro de dos minutos recibirás una llamada de Franklin Bailey en la que te dirá que lo esperes en la calle Cincuenta y seis, en el pasaje que une la Cincuenta y seis y la Cincuenta y siete, al este de la Sexta Avenida —le explicó el Flautista a Lucas—. Harry ya estará allí con el coche aparcado. Cuando sepa que ambos os encontráis en el lugar indicado, le ordenaré a Bailey que deje las bolsas de basura con el dinero en la acera, justo enfrente de la óptica Cohen Fashion que hay en la calle Cincuenta y siete. Le diré que las ponga encima del montón de bolsas que se dejan allí para que los basureros las recojan. Las que nos interesan a nosotros irán atadas con una corbata cada una. Harry y tú iréis corriendo a la otra punta del pasaje, cogeréis las bolsas, volveréis corriendo por el pasaje, las meteréis en el maletero del coche de Harry y él se marchará. Tiene que desaparecer antes de que los agentes puedan verlo.

—¿Pretende que vayamos corriendo de una punta a la otra de lo que sería una manzana entera con las bolsas de basura a cuestas? Eso no tiene sentido —protestó Lucas.

—Tiene mucho sentido. Aunque el FBI haya logrado seguir al coche de Bailey, estarán lo bastante lejos como para que os dé tiempo a coger las bolsas y que Harry desaparezca. Tú te quedarás allí, y cuando Bailey y los federales aparezcan, les dirás con toda sinceridad que el señor Bailey te ha dado instrucciones para que fueras a recogerlo allí. Ningún agente se arriesgaría a seguirte por el pasaje tan de cerca como para que tú pudieras descubrirlo. Cuando lleguen al lugar donde tú estás esperando, les servirás de testigo y les dirás que has visto a dos hombres que metían unas bolsas en un coche que había aparcado cerca del tuyo. Entonces les proporcionarás una descripción parcial y engañosa del vehículo en cuestión. —Dicho esto, el Flautista puso fin a la comunicación.

Faltaban seis minutos para las diez de la noche.

Franklin Bailey había tenido que explicar a Ángel Rosario el motivo por el que andaban cambiando de dirección a cada momento. Desde el espejo retrovisor Rosario había visto el dinero que pasaba de las maletas a las bolsas de basura y le había amenazado con llevarlo a la comisaría más cercana. Presa de la desesperación, Bailey le había contado que aquel dinero era para pagar el rescate de las gemelas Frawley y había apelado a su colaboración.

—Pediré que sea debidamente recompensado por ello —había añadido Bailey.

—Yo también tengo dos hijos —había respondido el conductor—. Lo llevaré a donde ese tipo diga que hay que ir.

Tras desviarse por la salida de la calle Sur habían recibido instrucciones de subir por la Primera Avenida, girar al oeste por la calle Cincuenta y cinco y buscar un sitio lo más cercano posible a la Décima Avenida. Transcurrieron quince minutos antes de que el Flautista llamara de nuevo.

—Señor Bailey, estamos en la recta final de nuestra colaboración. Ahora debe llamar a su chófer personal y decirle que lo espere en la calle Cincuenta y seis Oeste, en el pasaje que une la Cincuenta y seis con la Cincuenta y siete. Dígale que está solo a un cuarto de manzana al este de la Sexta Avenida. Haga la llamada. Dentro de un rato volveré a contactar con usted.

Diez minutos más tarde el Flautista lo telefoneó de nuevo.

—¿Ha conseguido hablar con su chófer?

—Sí. No está muy lejos. Enseguida llegará al punto indicado.

—En vista de una noche tan lluviosa seré considerado con usted, señor Bailey. Dígale al conductor que siga hasta la Cincuenta y siete y gire a la derecha en dirección este. Después de cruzar la Sexta Avenida que aminore la marcha y se pegue al bordillo.

—Habla muy rápido —protestó Bailey.

—Escúcheme con atención si quiere que los Frawley vuelvan a ver a sus hijas. Delante de la óptica Cohen Fashion verá un montón de bolsas de basura amontonadas en la acera. Abra la puerta del sedán, saque las bolsas de basura con el dinero y colóquelas encima de la pila de bolsas. Asegúrese de que las corbatas con las que las ha atado queden a la vista. Luego regrese al coche de inmediato e indíquele al conductor que siga en dirección este. Volveré a llamarlo dentro de un rato.

Eran las 22:06 horas.

—Bert, soy el Flautista. Dirígete de inmediato al otro extremo del pasaje. Están a punto de dejar las bolsas de basura.

Lucas se había quitado la gorra de chófer para ponerse un chubasquero con capucha y unas gafas oscuras que le tapaban media cara. Se apresuró a salir de la limusina, abrió su enorme paraguas y siguió a Clint, que iba vestido igual que él y también llevaba un paraguas. La lluvia seguía siendo tan fuerte mientras ambos avanzaban a toda prisa por el pasaje que Lucas estaba convencido de que los pocos transeúntes con los que se cruzaban no reparaban en ellos.

Parapetado tras el paraguas que le protegía el rostro de la lluvia, Lucas vio a Franklin Bailey subir a un coche. Lucas se quedó atrás mientras Clint cogía las bolsas de basura atadas con las corbatas y cruzaba la acera de vuelta al pasaje. Lucas esperó a que el sedán de Bailey arrancara y se alejara lo suficiente como para no ser visto antes de ayudar a Clint cogiendo una de las bolsas que llevaba.

Al cabo de unos segundos ya estaban de vuelta en la calle Cincuenta y seis. Clint pulsó el botón del maletero del Toyota robado pero este no se abrió. Jurando entre dientes tiró de la puerta trasera más cercana al bordillo, pero también se hallaba cerrada.

Consciente de que solo les quedaban unos segundos, Lucas abrió de golpe el maletero de la limusina.

—Mételas ahí dentro —espetó mientras miraba desesperado hacia el pasaje y a ambos lados de la calle. Las personas con las que se habían cruzado en el pasaje ya casi no se veían.

Lucas ya estaba sentado al volante, con el chubasquero hecho un rebujo bajo el asiento delantero y con la gorra puesta, cuando vio a unos hombres que a su juicio no podían ser sino agentes del FBI acercarse por el pasaje y desde ambos extremos de la manzana. Con los nervios acelerados pero una actitud serena, Lucas respondió al golpe súbito que oyó en su ventanilla.

—¿Ocurre algo? —preguntó.

—¿Ha visto a un hombre por este pasaje con unas bolsas de basura no hace ni un minuto? —inquirió el agente Sommers.

—Sí. Estaban aparcados aquí mismo. —Lucas señaló el lugar que Clint acababa de dejar libre.

—¿Estaban? ¿Quiere decir que había más de uno?

—Sí. Eran dos, uno achaparrado y otro alto y delgado. No les he visto la cara.

Sommers no había podido ver a Bailey depositar el dinero porque el coche en el que viajaba se había quedado atrás, atrapado en el semáforo de la Sexta Avenida. Llegaron al lugar justo cuando el sedán de Excel bajaba del bordillo situado enfrente de la óptica. Al no ver rastro alguno de las maletas sobre el montón de basura decidieron seguir al coche hasta la Quinta Avenida.

Alertados por la llamada de otro agente sobre su errada decisión, Sommers y su compañero aparcaron en cuanto pudieron y volvieron corriendo al lugar. Un peatón que se había parado en medio de la acera para contestar al móvil les dijo que había visto a un hombre achaparrado arrastrando por el pasaje dos bolsas de basura que acababan de dejar en el montón. Lo único que encontraron al llegar a la otra punta del pasaje fue la limusina de Bailey y a su chófer particular esperándolo.

—Describa el coche que ha visto —le ordenó Sommers a Lucas.

—Era azul oscuro o negro. Un Lexus de cuatro puertas, último modelo.

—¿Y han subido los dos al coche?

—Sí, señor.

Con un sudor frío en las manos, Lucas consiguió responder a las preguntas con aquella voz servil que ponía para dirigirse a Franklin Bailey. En los minutos que siguieron a aquel breve interrogatorio Lucas observó, aún nervioso pero disfrutando en secreto, cómo se llenaba la calle de agentes. Seguro que han movilizado a todos los polis de Nueva York para que vayan en busca de ese Lexus, pensó. El coche que había robado Clint era un viejo Toyota negro.

Al cabo de unos minutos el vehículo de Excel en el que viajaba Franklin Bailey se detuvo detrás de Lucas. Bailey, al borde ya del colapso, tuvo que ser ayudado a subir a la limusina. Acompañado por dos agentes, y escoltado por varios más, Lucas condujo hasta Ridgefield, prestando atención a las preguntas que le hacían a Bailey sobre las instrucciones que había recibido del Flautista. Le complació oír a Bailey explicar:

—Me dio instrucciones de que Lucas no se alejara mucho de Columbus Circle. A eso de las diez me pidió que le dijera que me esperara en aquel punto de la calle Cincuenta y seis. La última instrucción que recibí cuando nos dirigíamos al este después de dejar las bolsas de basura fue que me reuniera con mi chófer en aquel lugar. El Flautista dijo que no quería que me mojara.

A las doce y cuarto de la noche Lucas se detenía frente a la propiedad de su cliente. Uno de los agentes ayudó a Bailey a entrar en casa. El otro se quedó atrás para dar las gracias a Lucas y decirle que había sido de gran ayuda. Con el dinero del rescate aún en el maletero Lucas condujo hasta su garaje, pasó el dinero de la limusina a su viejo coche y se dirigió a la casa del club de campo donde un jubiloso Clint y una Angie sumida en una extraña tranquilidad lo aguardaban.