Capítulo 31

La doctora Sylvia Harris estrechó entre sus brazos a una Margaret Frawley presa del llanto. Las palabras no solo resultan insuficientes en un momento como este, pensó. De hecho, no sirven de nada. Por encima del hombro de Margaret, la doctora se encontró con la mirada de Steve. Por su rostro pálido y demacrado parecía vulnerable y más joven que los treinta años que tenía. La doctora vio que Steve hacía todo lo posible por contener las lágrimas.

—Seguro que esta noche nos las devuelven —susurró Margaret con la voz quebrada—. De esta noche no pasa. ¡Estoy convencida!

—Te necesitamos, Sylvia. —La voz de Steve se entrecortó por la emoción. Tras una breve pausa hizo un esfuerzo evidente por añadir—: Aunque quienquiera que tenga a las niñas las haya tratado bien, seguro que están alteradas y asustadas. Y sabemos que Kathy tiene una tos muy fuerte.

—Margaret me lo ha dicho por teléfono —dijo Sylvia en voz baja.

Walter Carlson vio la preocupación en el rostro de la doctora y creyó poder leer su mente. Si la doctora Harris ya había tratado otras veces a Kathy cuando esta había cogido una pulmonía, debía de estar pensando que una tos fuerte sin tratamiento podía resultar sumamente peligrosa para su pequeña paciente.

—He encendido la chimenea del estudio —dijo Steve—. Allí dentro se estará mejor. El problema de una casa antigua como esta es que con la calefacción de aire forzado o te mueres de calor o te pelas de frío, según como intentes regular el termostato.

Carlson sabía que Steve estaba intentando alejar los pensamientos de Margaret de la tensa y ominosa espera, que afectaba cada vez más a su comportamiento. Desde el instante en que había telefoneado a la doctora Harris para suplicarle que fuera a casa, Margaret había manifestado su convicción de que Kathy estaba muy enferma. En un momento dado, mientras miraban por la ventana, había comentado:

—Si, una vez pagado el rescate, los secuestradores dejan a las niñas en un lugar expuesto a la lluvia, puede que Kathy acabe cogiendo una pulmonía.

Dicho esto, Margaret había pedido a Steve que fuese a su dormitorio a por el diario que escribía sobre las niñas desde que habían nacido.

—Esta semana no he escrito nada —le explicó a Carlson con una voz que sonaba casi catatónica—. Lo digo porque cuando estén de vuelta será tal la alegría y el alivio que sentiré que a lo mejor me da por intentar borrarlo todo de mi mente. Por eso ahora quiero escribir sobre lo que uno siente cuando espera. —Tras una pausa Margaret añadió, casi divagando—: Mi abuela tenía una expresión que me decía mucho cuando yo era niña y me moría de ganas de que llegara mi cumpleaños o Navidad. Decía: «La espera no parece tan larga cuando llega a su fin».

Cuando Steve le trajo el diario encuadernado en piel, Margaret leyó en alto unos cuantos extractos. Uno de los primeros por orden cronológico relataba que, incluso cuando dormían, Kathy y Kelly abrían y cerraban las manos a la vez. Otro de los fragmentos que Margaret leyó contaba lo sucedido un día del año anterior en que Kathy tropezó y se golpeó la rodilla contra el tocador del dormitorio. Kelly, que estaba en la cocina, se agarró la rodilla en aquel preciso instante sin razón aparente.

—Fue la doctora Harris quien me aconsejó que escribiera este diario —explicó Margaret.

Carlson los dejó en el estudio y regresó al comedor, donde posó la mirada en el teléfono pinchado que estaba encima de la mesa. Algo en su interior le decía que el Flautista tal vez decidiera volver a ponerse en contacto directo con los Frawley.

Eran las diez menos cuarto; habían transcurrido casi dos horas desde que Bailey comenzara a seguir las instrucciones del Flautista para llevar a cabo la entrega del rescate.