Capítulo 30

El agente Angus Sommers tenía el móvil pegado a la oreja y al igual que el agente Ben Taglione, que iba al volante, estaba concentrado en no perder de vista el coche que tenían delante, el sedán en el que viajaba Franklin Bailey. En cuanto Sommers vio el logotipo de Excel se apresuró a ponerse en contacto con el departamento de transportistas de la empresa. El coche 142 había sido contratado a nombre de Bailey y el pago del servicio se había cargado a su tarjeta de crédito de American Express. El destino del trayecto era el Museo de Brooklyn, donde había que recoger a un pasajero, y de allí había que llevarlos al hotel Pierre, en la calle Sesenta y uno con la Quinta Avenida. Demasiado calculado, pensó Sommers, una opinión que compartía el resto del equipo encargado del seguimiento del secuestro. Aun así varios agentes del FBI ya estaban de camino al museo y otros tantos procedieron a vigilar la entrada del Pierre.

¿Cómo habrá conseguido el Flautista el número de la tarjeta de American Express de Bailey?, se preguntó. La tesis de que la persona que había detrás del secuestro era alguien del entorno de la familia cobraba cada vez más fundamento a juicio de Sommers. Sin embargo, eso no era lo que más le importaba en aquel momento. Primero tenían que rescatar a las niñas. Ya se centrarían después en los secuestradores.

Había otros cinco vehículos con agentes a bordo siguiendo el coche de Bailey. En la autopista del West Side el tráfico estaba prácticamente paralizado. Quienquiera que fuera la persona de contacto que estuviera esperando a Bailey en el lugar de encuentro previsto para la entrega del dinero podría acabar impacientándose, pensó Sommers con inquietud. Sabía que todos ellos temían lo mismo. Era esencial que la entrega del dinero se efectuara antes de que al secuestrador o secuestradores les entrara el pánico. Si eso ocurría, a saber lo que harían con las gemelas.

La causa del embotellamiento se hizo visible en un punto que había sido en su día la salida de la autopista del West Side al World Trade Center. Una colisión leve había obstruido dos carriles. Cuando por fin rebasaron los vehículos accidentados la velocidad del tráfico se incrementó de forma espectacular. Sommers se inclinó hacia delante, entornando los ojos para asegurarse de que no perdían de vista el sedán negro, uno de los numerosos vehículos de color oscuro que se confundían en la lluvia.

Dejando tres coches de distancia entre ellos y el sedán de Excel, los agentes lo siguieron en su recorrido por el extremo sur de Manhattan, recorrido que acabó con un giro al norte por la autopista FDR. El puente de Brooklyn, cuyas luces se veían atenuadas por la fuerte lluvia azotada por el viento, apareció frente a ellos. De repente, en la calle Sur el coche de Excel dio un giro brusco a la izquierda y desapareció por la salida de la autopista. El agente Taglione masculló un improperio mientras trataba de pasar al carril de la izquierda, una maniobra imposible de realizar a menos que chocara con un cuatro por cuatro que circulaba paralelo a ellos.

Sommers apretó los puños al tiempo que sonaba su móvil.

—Seguimos detrás de ellos —le informó el agente Buddy Winters—. Van de nuevo en dirección norte.

Eran las nueve y media de la noche.