Capítulo 28

El móvil que Franklin Bailey sostenía en la mano comenzó a sonar. Bailey lo abrió con manos temblorosas y se lo pegó a la oreja.

—Franklin Bailey al habla —dijo, con la boca seca.

—Señor Bailey, es usted de una puntualidad admirable. Le felicito. —La voz sonaba como un susurro ronco—. Ahora comience a bajar de inmediato por la Octava Avenida hasta la calle Cincuenta y siete. Gire a la derecha por la Cincuenta y siete y diríjase al oeste hasta la Novena Avenida. Espere en la esquina noroeste. Le advierto que está vigilado en todo momento. Volveré a llamarle exactamente dentro de cinco minutos.

El agente Angus Sommers del FBI, vestido con los andrajos sucios de un vagabundo, estaba acurrucado en la acera, apoyado en una curiosidad arquitectónica que en su día albergó el Museo Huntington Hartford. A su lado había un carro desvencijado, tapado con un plástico y repleto de ropa vieja y periódicos, que le servía de parapeto ante un posible observador. Al igual que el resto de las decenas de agentes que pululaban por las inmediaciones, Sommers llevaba encima un móvil programado para captar la llamada que Franklin Bailey recibiría del Flautista. Sommers vio que Bailey echaba a andar por la calle con el carrito de las maletas a rastras. Incluso desde lejos Sommers advirtió el esfuerzo que le suponía tirar de ellas y la rapidez con la que acabó empapado bajo el chaparrón.

Sommers entrecerró los ojos para escudriñar la circunferencia de Columbus Circle. ¿Se encontraría el secuestrador y sus secuaces mezclados entre la multitud que corría bajo los paraguas de camino a sus destinos? ¿O sería una sola persona la que haría ir a Bailey con la lengua fuera por toda Nueva York en su intento por identificar y librarse de cualquiera que tratara de seguirlo?

Cuando perdió de vista a Bailey, Sommers se levantó poco a poco, empujó el carrito de supermercado hasta la esquina y esperó a que el semáforo se pusiera en verde. Sabía que las cámaras de vigilancia conectadas en el edificio Time Warner y en la rotonda estarían registrando toda la escena.

Sommers cruzó la calle Cincuenta y ocho y giró a la izquierda. En aquel punto un agente subalterno, vestido también con los andrajos de un vagabundo, se hizo cargo del carrito. Sommers se metió en uno de los vehículos del FBI estacionado junto a la acera; dos minutos más tarde iba con un abrigo Burberry y un sombrero a juego cuando el coche lo dejó en el Holiday Inn de la calle Cincuenta y siete, a media manzana de la Novena Avenida.

—Bert, soy el Flautista. Dame tu posición.

—Estoy en la calle Cincuenta y cinco, entre la Octava y la Novena Avenida. Delante de una boca de incendios. No puedo quedarme aquí mucho rato. Le advierto una cosa. Según Bailey, esta zona está plagada de federales.

—No esperaba menos de ellos. Quiero que te dirijas a la Décima Avenida y que gires al este por la calle Cincuenta y seis. Súbete al bordillo en cuanto puedas y espera a recibir más instrucciones.

Un instante después sonó el móvil de Clint. Estaba aparcado en la calle Sesenta y uno Oeste, con el coche que había robado. El Flautista le dio las mismas instrucciones.

Franklin Bailey esperaba en la esquina noroeste de la Novena Avenida con la calle Cincuenta y siete. Para entonces ya estaba calado hasta los huesos y sin aliento de tirar de las pesadas maletas. Ni siquiera la certeza de saber que los agentes del FBI habían seguido todos y cada uno de sus pasos le servía para aliviar la tensión que le provocaba andar jugando al gato y al ratón con los secuestradores. Cuando el móvil volvió a sonar la mano le temblaba tanto que se le cayó al suelo. Rezando para que siguiera funcionando, Bailey abrió la tapa de golpe y dijo:

—Aquí estoy.

—Ya lo veo. Ahora vaya hasta la Cincuenta y nueve con la Décima. Entre en el Duane Reade que hay en la esquina noroeste. Compre un móvil de prepago con saldo para varias horas y un rollo de bolsas de basura. Lo llamaré dentro de diez minutos.

Le va a mandar que se deshaga de nuestro móvil, pensó el agente Sommers mientras escuchaba la llamada apostado en la entrada del Holiday Inn. Si puede observar todos los movimientos de Bailey, puede que se encuentre en uno de esos edificios de apartamentos que hay por aquí. Sommers vio que un taxi se detenía al otro lado de la calle y que de él bajaba una pareja. Sabía que había varios agentes conduciendo taxis que llevaban a otros tantos agentes en el asiento trasero. El plan consistía en dejar a los supuestos pasajeros cerca del lugar donde Bailey estuviera esperando para no levantar sospechas en caso de que le mandaran parar un taxi y al cabo de un instante apareciera uno libre. Pero el Flautista estaba tratando de asegurarse de poner al descubierto a cualquiera que pudiera estar siguiendo a Bailey.

La preocupación asaltó a Sommers cuando este vio que, después de recorrer cuatro manzanas más bajo la lluvia tirando de aquellas maletas, Bailey enfilaba hacia el norte, siguiendo las instrucciones del Flautista. Solo espero que no le dé un colapso antes de que llegue a entregar el dinero.

Un coche con matrícula de la Comisión de Taxis y Limusinas de Nueva York se subió al bordillo. Sommers echó a correr para cogerlo.

—Da la vuelta a Columbus Circle —indicó al agente que iba al volante—, y aparca en la Décima a la altura de la calle Sesenta.

Franklin Bailey tardó diez minutos en llegar a la esquina del Duane Reade y entrar en la tienda. A la salida llevaba un pequeño paquete en una mano y un teléfono en la otra, pero los agentes ya no podían oír lo que le decía el Flautista. Sommers observaba la escena mientras Bailey subía a un coche y se perdía entre el tráfico.

En el interior del Duane Reade, Mike Benzara, un estudiante de la Universidad de Fordham/Lincoln Center que trabajaba media jornada como empleado de almacén, pasó junto a una de las cajas registradoras. El joven se detuvo al ver un móvil entre los expositores de chicles y golosinas que había encima del mostrador. Qué móvil más chulo, pensó al entregárselo a la cajera.

—Qué lástima que aquí no valga eso de que quien se lo encuentra se lo queda —bromeó.

—Pues hoy ya van dos —dijo la cajera mientras le quitaba el móvil de la mano y lo dejaba en el cajón situado bajo la caja registradora—. Apuesto lo que quieras a que este es de ese viejo que iba tirando de unas maletas. En cuanto ha pagado las bolsas de basura y el teléfono que ha comprado le ha sonado el móvil que llevaba en el bolsillo. Me ha pedido que le diera el número del nuevo a la persona que le había llamado. Me ha dicho que llevaba las gafas demasiado empañadas para verlo.

—A lo mejor tiene una amiguita y no quiere que su mujer vea el número cuando revise las facturas.

—No. Hablaba con un hombre. Seguro que era su corredor de apuestas.

—Ahí fuera tiene un sedán esperándolo —había indicado el Flautista a Bailey—. En la ventanilla del asiento trasero verá su nombre. No tema subirse a él. Es el 142 de Excel, una empresa de alquiler de vehículos con conductor. La reserva está a su nombre y se ha pagado por adelantado. Quite las maletas del carrito y dígale al conductor que las coloque a su lado en el asiento trasero.

El conductor de Excel, Ángel Rosario, se detuvo en la esquina de la calle Cincuenta y nueve con la Décima Avenida y aparcó en doble fila. Aquel anciano que iba tirando de un carrito portaequipajes y asomándose a las ventanillas de los automóviles aparcados en el bordillo debía de ser su pasajero. Ángel se apresuró a salir del coche.

—¿Señor Bailey?

—Sí, sí.

Ángel alargó la mano para coger el carrito.

—Lo meteré en el maletero, señor.

—No, tengo que sacar una cosa de las maletas. Póngalas en el asiento de atrás.

—Es que están mojadas —objetó Ángel.

—Pues póngalas en el suelo —espetó Bailey—. Haga lo que le digo. Vamos.

—Vale, hombre, está bien. No se ponga así, que le va a dar un infarto. —En los veinte años que llevaba trabajando de conductor para Excel, Ángel había llevado a muchos chiflados, pero aquel viejo era un caso grave. Parecía que fuera a darle un infarto en cualquier momento, y Ángel no quería provocárselo por una discusión sin importancia. Además, era posible que le cayera una buena propina si era amable con él. Aunque Bailey iba empapado, Ángel vio que la ropa que llevaba era cara y que por su tono de voz era un hombre con clase, no como la última pasajera que había llevado, una mujer que había puesto el grito en el cielo al ver que Ángel le cobraba el tiempo de espera. Armó tal escándalo que parecía una motosierra en acción.

Ángel abrió la puerta trasera del sedán, pero Bailey no entró hasta que las maletas no pasaron del carrito al suelo del interior del vehículo. Tendría que ponerle el carrito en el regazo, pensó Ángel mientras lo plegaba y lo lanzaba al asiento del copiloto. Luego cerró la puerta y bordeó el coche hasta el asiento del conductor para ponerse al volante.

—Al Museo de Brooklyn, ¿no es así, señor?

—Eso es lo que le han dicho. —Era tanto una pregunta como una respuesta.

—Sí. Vamos a recoger a su amigo y luego los dejaré a los dos en el hotel Pierre. Le advierto que tardaremos un buen rato. Hay mucho tráfico y con esta lluvia se conduce fatal.

—Me hago cargo.

Justo en el momento en que el vehículo arrancaba el nuevo móvil de Franklin Bailey comenzó a sonar.

—¿Ya ha dado con su conductor? —le preguntó el Flautista.

—Sí. Ya estoy dentro del coche.

—Bien. Ahora empiece a pasar el dinero de las maletas a dos bolsas de basura. Cierre una de ellas con la corbata azul que lleva puesta y la otra con la roja que dije que llevara. Volveré a llamar dentro de poco.

Eran las nueve menos veinte.