En un artículo de revista publicado no hacía mucho la describían como «una mujer de sesenta y tres años, ojos castaños de mirada sabia y compasiva, una densa cabellera de pelo gris con suaves ondas y un cuerpo de formas redondeadas que ofrece un cómodo regazo a bebés y niños de corta edad». La doctora Sylvia Harris era la directora de servicios pediátricos del Hospital Infantil Presbiteriano de Nueva York, situado en Manhattan. Cuando se hizo pública la noticia del secuestro, la doctora Harris trató de comunicarse por teléfono con Steve y Margaret Frawley, pero solo pudo dejarles un mensaje en el contestador. Llena de congoja, llamó a la oficina de Steve y dejó el recado a su secretaria de que le dijese que había pedido a todo aquel que la conocía que rezara para que devolviesen a las gemelas sanas y salvas.
En los cinco días transcurridos desde la desaparición de las niñas, la doctora Harris había seguido atendiendo las citas de la consulta y haciendo la ronda de visitas habitual sin dejar de tener presentes en su mente a las gemelas ni por un instante.
Como si hubiera una cinta de vídeo reproduciéndose constantemente en su cabeza, la doctora Harris recordaba aquel día de finales de otoño de hacía tres años y medio cuando Margaret Frawley llamó a su consulta para pedir hora.
—¿Qué tiempo tiene el bebé? —le preguntó la doctora.
—Salgo de cuentas el veinticuatro de marzo —respondió Margaret, con una voz llena de entusiasmo y alegría—. Me han dicho que espero gemelas, y he leído algunos de sus artículos sobre gemelos. Por eso quiero que sea usted la pediatra de mis hijas cuando nazcan.
Los Frawley acudieron a la consulta de la doctora Harris para una visita preliminar y enseguida congeniaron con ella. Incluso antes de que nacieran las gemelas la relación de la pareja con la doctora llegó a convertirse en una afectuosa amistad. La facultativa les ofreció libros que hablaban de los vínculos especiales existentes entre los gemelos, y cuando daba conferencias sobre la materia los Frawley se encontraban a menudo entre el público. Les fascinaban los ejemplos que daba la doctora sobre gemelos idénticos que sentían el dolor físico y recibían mensajes telepáticos del otro, aunque estuvieran en continentes distintos.
Cuando Kathy y Kelly nacieron, sanas y hermosas, Steve y Margaret estaban eufóricos. Y yo también, en todos los aspectos, tanto a nivel profesional como personal, pensó Sylvia mientras cerraba su escritorio y se disponía a volver a casa. Su caso me brindaba la oportunidad de estudiar a unas gemelas idénticas desde su nacimiento, además de corroborar mediante la experiencia vital de las niñas todo lo que se había escrito hasta entonces sobre el vínculo que une a los gemelos. Sylvia recordó aquella ocasión en la que los Frawley llevaron de urgencias a Kathy a su consulta para que la examinara, ya que el resfriado que tenía había derivado en bronquitis. Steve se quedó en la sala de espera con Kelly. En el instante mismo en que le puse una inyección a Kathy estando en la sala de reconocimiento médico, recordó Sylvia, Kelly comenzó a llorar como una magdalena. Ese fue solo uno de los numerosos episodios similares que han protagonizado las gemelas. Durante los últimos tres años Margaret escribió un diario donde anotaba cualquier incidencia de este tipo, con lo que me ha ayudado enormemente en mi labor. ¿Cuántas veces les habré comentado a ella y a Steve lo que habría dado Josh por ser partícipe de la atención médica y el estudio de las niñas?
Sylvia les había hablado a Steve y Margaret de su difunto marido, comentándoles que su relación le recordaba la que tenían Josh y ella cuando se casaron. Los Frawley se habían conocido en la facultad de Derecho. Josh y ella habían estudiado medicina juntos en la Universidad de Columbia. La diferencia radicaba en que los Frawley tenían a las gemelas, mientras que Josh y ella nunca tuvieron la fortuna de tener hijos. Al acabar la residencia montaron una consulta pediátrica. Más tarde, cuando tenía tan solo cuarenta y dos años, Josh le confesó que llevaba tiempo sufriendo un cansancio terrible. Las pruebas mostraron que tenía un cáncer de pulmón en fase terminal, una ironía que Sylvia fue capaz de encajar sin amargura gracias a su enorme fe.
—La única vez que lo vi enfadarse con un paciente fue cuando una madre entró en la consulta con la ropa apestando a humo —relató Sylvia en una ocasión a Steve y Margaret—. Josh le preguntó con voz severa: «¿Fuma cerca del bebé? Pero ¿no entiende el peligro que eso comporta para la salud de su hija? Tiene que dejar de fumar ahora mismo».
Margaret había dicho por la televisión que temía que Kathy estuviera resfriada. Posteriormente, el secuestrador difundió una grabación con las voces de las gemelas en la que se oía a una de ellas tosiendo. Kathy tenía facilidad para coger pulmonías, pensó Sylvia. No era muy probable que su secuestrador la llevara al médico. Quizá debería llamar a la comisaría de Ridgefield y explicarles que soy la pediatra de las gemelas para ver si pueden hacer que las cadenas de televisión emitan un comunicado para los secuestradores con las medidas que pueden tomar en caso de que Kathy tenga fiebre.
El teléfono de la doctora sonó. Por un momento pensó en dejar que su asistente lo cogiera, pero de repente sintió el impulso de descolgar el auricular. Era Margaret, una Margaret con una voz casi catatónica.
—Sylvia, te llamo porque el pago del rescate está a punto de llevarse a cabo, y creemos que nos devolverán a las niñas en las próximas horas. ¿Podrías venir a casa para estar con nosotros? Sé que es mucho pedir, pero no sabemos en qué estado se encontrarán. Lo que sí sé es Kathy tiene una tos muy fuerte.
—Ahora mismo voy para allá —dijo Sylvia Harris—. Pásame a alguien que pueda darme indicaciones de cómo llegar hasta vuestra casa.