Capítulo 24

—Margaret, tenemos la más absoluta certeza de que no tiene usted nada que ver con la desaparición de las gemelas —dijo el agente Carlson—. Los resultados de la segunda prueba del detector de mentiras a la que la sometimos no son concluyentes, mucho menos incluso que los de la primera. La explicación puede ser su estado emocional. En contra de lo que uno lee en las novelas o ve en la tele, las pruebas realizadas con un detector de mentiras no siempre son precisas, por eso no se admiten como prueba ante un tribunal.

—Pero ¿de qué me habla? —preguntó Margaret, con un tono de voz que rozaba la indiferencia. ¿Qué importará eso?, pensaba—. Cuando me hicieron esas pruebas apenas entendía las preguntas. Para mí no eran más que palabras.

Una hora antes, Steve insistió en que Margaret se tomara un sedante que le había recetado el médico. Era el primero que se tomaba en todo el día, aunque en teoría debía tomarse uno cada cuatro horas. A Margaret no le gustaba la sensación de aturdimiento que le provocaba. Le costaba concentrarse en lo que le estaba diciendo el agente del FBI.

—En ambas pruebas le preguntamos si conocía a la persona responsable del secuestro —prosiguió Walter Carlson en voz baja—. Cuando contestó usted que no, la segunda prueba registró su respuesta como una mentira. —Carlson levantó la mano ante la mueca de protesta que vio dibujarse en el rostro de Margaret—. Escúcheme bien, Margaret. Sabemos que no miente. Pero es posible que en su subconsciente sospeche de alguien que puede estar relacionado con el secuestro, y eso afecte a los resultados de la prueba aunque usted no sea consciente de ello.

Está oscureciendo, pensó Margaret. Son las siete. En cuestión de una hora Franklin Bailey estará a la salida del edificio Time Warner a la espera de que alguien se ponga en contacto con él. Si consigue entregar el dinero, puede que tenga a mis niñas de vuelta en casa esta misma noche.

—Margaret, presta atención —la instó Steve.

Margaret oyó que el hervidor de agua comenzaba a silbar. Rena Chapman les había llevado una cazuela de macarrones al horno con queso y lonchas de jamón de York. Qué vecinos tan buenos tenemos, pensó Margaret. Apenas he tenido la oportunidad de conocerlos. Cuando las niñas estén de vuelta en casa, los invitaré a todos para darles las gracias.

—Margaret, quiero que revise de nuevo los expedientes de algunas de las personas a las que ha defendido a lo largo de su carrera como abogado —le dijo Carlson—. Hemos reducido la búsqueda a tres o cuatro personas, las cuales tras recibir su condena la culparon a usted de perder sus casos.

Margaret hizo un esfuerzo por concentrarse en los nombres de los acusados.

—Les ofrecí la mejor defensa que pude. Las pruebas contra ellos eran muy sólidas —aseguró Margaret—. Todos ellos eran culpables, y yo negocié con la fiscalía acuerdos de reducción de los cargos muy favorables para ellos, pero no los aceptaron. Y luego, cuando el tribunal los declaró culpables y los condenaron a penas mucho más largas que si hubieran aceptado el acuerdo de reducción de condena, la culpa era mía. Eso les pasa mucho a los defensores de oficio.

—Tras recibir su condena, Donny Mars se ahorcó en su celda —insistió Carlson—. En su funeral su madre gritó: «Ya se enterará Frawley algún día de lo que es perder un hijo».

—Eso fue hace cuatro años, mucho antes de que nacieran las niñas. Esa mujer estaba histérica —repuso Margaret.

—Puede que estuviera histérica, pero desde entonces parece que se la ha tragado la tierra, y a su otro hijo también. ¿Cree que es posible que usted sospechara de ella sin llegar a ser consciente de ello?

—Esa mujer estaba histérica —repitió Margaret con calma, preguntándose si parecería tan flemática como pretendía—. Donny era bipolar. Supliqué al juez que lo internaran en un hospital. Debería haber estado al cuidado de un médico. Su hermano me escribió una nota pidiéndome disculpas por lo que había dicho su madre. Según él, no hablaba en serio. —Margaret cerró los ojos y volvió a abrirlos poco a poco—. Esa es la otra cosa que intentaba recordar —dijo de repente.

Carlson y Steve se quedaron mirándola. Está en su mundo, pensó Carlson. El sedante comenzaba a hacerle efecto y estaba medio grogui. Margaret iba bajando cada vez más el timbre de su voz y Carlson tuvo que inclinarse hacia delante para oír lo que decía.

—Debería llamar a la doctora Harris —susurró Margaret—. Kathy está enferma. Cuando Kelly y ella estén de vuelta, quiero que la doctora Harris se ocupe personalmente de Kathy.

—¿La doctora Harris es la pediatra? —Carlson miró a Steve.

—Sí. Trabaja en Manhattan, en el Hospital Presbiteriano de Nueva York, y tiene una extensa bibliografía sobre las pautas de conducta de los gemelos. Cuando supimos que íbamos a tener gemelas, Margaret la llamó. Desde entonces ha sido la pediatra de las niñas.

—Cuando sepamos dónde encontrar a las niñas las llevaremos de inmediato al hospital más cercano para que les hagan un reconocimiento —les explicó Carlson—. Puede que la doctora Harris pueda reunirse allí con nosotros.

Estamos hablando como si fuera un hecho consumado que van a devolvernos a las niñas, pensó Steve. Me pregunto si aún irán en pijama.

Steve volvió la cabeza al oír que la lluvia comenzaba a golpear las ventanas y luego miró a Carlson. Creyó intuir lo que pensaba Carlson en aquel momento. La lluvia dificultaría la vigilancia de los secuestradores.

Sin embargo, el agente Carlson no estaba pensando en el tiempo precisamente. Estaba concentrado en lo que Margaret acababa de decir. «Esa es la otra cosa que intentaba recordar.» ¿Qué más hay, Margaret?, pensó. Puede que usted tenga la clave. Recuerde esa otra cosa antes de que sea demasiado tarde.