Lila Jackson, dependienta de la tienda de oportunidades de Abby's situada en la carretera 7, se había convertido en una especie de celebridad para sus familiares y amigos. Ella había sido quien había atendido a Margaret Frawley cuando esta compró los vestidos de terciopelo azul para las gemelas dos días antes del secuestro.
Lila, una mujer de treinta y cuatro años baja de estatura y llena de energía, hacía poco que había dejado un puesto de secretaria bien remunerado en Manhattan para irse a vivir con su madre viuda; también aceptó el trabajo de Abby's. Como Lila explicaba a sus amigos, los cuales no salían de su asombro:
—Me di cuenta de que no soportaba pasarme el día sentada en una oficina, y de todas mis experiencias laborales la mejor había sido cuando estuve trabajando media jornada en Bloomingdale's. Me encanta la ropa. Y me encanta venderla. En cuanto pueda abriré mi propia tienda.
Para ello Lila estaba cursando estudios empresariales en la universidad de la zona.
El día que se hizo pública la noticia del secuestro Lila reconoció tanto a Margaret como los vestidos que las gemelas desaparecidas llevaban en la fotografía que salió por televisión.
—La señora Frawley me pareció estupenda —comentó Lila sin aliento a un grupo cada vez mayor de personas fascinadas ante el hecho de que, tan solo dos días antes del secuestro de las gemelas, Lila hubiera estado en contacto con la madre de ellas—. Es una mujer con clase, amable y discreta. Y sabe reconocer la calidad. Le dije que los mismos vestidos costaban cuatrocientos dólares en Bergdorf's fuera la temporada que fuera, y que por cuarenta y dos dólares eran una ganga. Me dijo que aun así era más de lo que tenía pensado gastarse, así que le enseñé otras cosas, pero tenía la vista puesta en aquellos vestidos y al final los compró. Cuando fue a pagar se echó a reír y dijo que lo único que esperaba era poder hacer una foto decente de las gemelas con los vestidos puestos antes de que se echaran algo por encima.
»Tuvimos una charla muy agradable —recordaba Lila, alargando al máximo el relato de su encuentro con la madre de las gemelas secuestradas—. Le conté a la señora Frawley que acababa de pasar por la tienda otra señora buscando ropa a juego para unos gemelos, aunque no debían de ser hijos suyos, porque no estaba segura de la talla. Me pidió mi opinión. Me dijo que eran unos niños de tres años de estatura media.
El miércoles por la mañana Lila vio las noticias del mediodía mientras se arreglaba para ir a trabajar. Moviendo la cabeza de un lado a otro con gesto compasivo se quedó mirando las imágenes que mostraban a Margaret y Steve Frawley corriendo por la calle hasta la casa de una vecina para salir disparados al cabo de unos minutos hacia otra casa de la misma manzana.
—Aunque ni la familia ni el FBI lo han confirmado, se cree que esta mañana el Flautista, como se hace llamar el secuestrador, ha comunicado sus exigencias para el pago del rescate llamando a los teléfonos de varios vecinos de los Frawley —explicaba el presentador de la CBS.
Lila se fijó en un primer plano de Margaret Frawley que mostraba su expresión de angustia y enormes ojeras.
—Robinson Geisler, presidente de C.F.G. & Y., no está autorizado a responder a la pregunta de si se ha efectuado o no una transferencia de fondos —prosiguió el periodista—, pero si ese es el caso, está claro que las próximas veinticuatro horas van a ser cruciales. Han pasado seis días desde que se llevaron a Kathy y Kelly de su dormitorio. El secuestro tuvo lugar en torno a las nueve de la noche del pasado jueves.
Seguro que iban en pijama cuando se las llevaron, pensó Lila mientras cogía las llaves del coche. Aquel pensamiento la persiguió durante el trayecto al trabajo, y siguió sin quitárselo de la cabeza mientras colgaba el abrigo y se pasaba un cepillo por la melena pelirroja que se le había despeinado con el viento en el aparcamiento. Lila se prendió en la pechera la chapa en la que ponía Bienvenidos a Abby's, Soy Lila y se dirigió al minúsculo despacho de la contabilidad.
—Me gustaría revisar mis ventas desde el pasado miércoles, Jean —le explicó a la contable. No recuerdo el nombre de la mujer que compró ropa para unos gemelos o gemelas, pensó Lila, pero puedo averiguarlo por el recibo. Compró dos petos con polos a juego, ropa interior y calcetines. No compró zapatos porque no sabía qué número calzaban.
Al cabo de cinco minutos de hojear uno a uno los recibos Lila logró dar con lo que buscaba. El recibo de aquellas prendas estaba firmado por la señora de Clint Downes, y se había pagado con una tarjeta de crédito Visa. ¿Qué hago? Le digo a Jean que llame ahora mismo a Visa para conseguir la dirección?, se preguntó Lila. No seas tonta, decidió mientras salía a toda prisa a la tienda.
Más tarde, incapaz aún de quitarse de encima la sensación de que debía seguir su molesta corazonada, Lila le pidió a la contable que tratara de conseguir la dirección de la mujer que había comprado aquellos conjuntos idénticos para unos gemelos de tres años.
—Ahora mismo, Lila. Si me ponen pegas, les diré que la mujer se ha dejado un paquete aquí.
—Gracias, Jean.
Según la base de datos de Visa, la señora de Clint Downes vivía en el número 100 de Orchard Avenue, en Danbury.
Más vacilante que nunca sobre qué hacer con aquella información, Lila recordó que Jim Gilbert, un policía jubilado de Danbury, había quedado para cenar aquella noche con su madre, ocasión que podría aprovechar para pedirle consejo.
Cuando Lila llegó a casa su madre le había guardado cena, y Jim y ella estaban tomando un cóctel en el estudio. Lila se sirvió una copa de vino y se sentó en el hogar elevado, de espaldas al fuego.
—Jim —dijo—, supongo que mi madre te ha contado que fui yo la que le vendió a Margaret Frawley los dos vestidos de terciopelo azul que compró para sus hijas.
—Eso he oído. —A Lila siempre le chocaba la voz grave de barítono de Jim, saliendo como salía de un cuerpo tan menudo como el suyo. La expresión afable de Jim se endurecía cuando hablaba—. Te diré una cosa. Esos padres no van a volver a ver a sus hijas, ni vivas ni muertas. Yo diría que a estas alturas esas niñas están fuera del país, y toda esa historia del rescate no es más que una maniobra de distracción.
—Jim, ya sé que es un disparate, pero unos minutos antes de vender esos vestidos a Margaret Frawley, atendí a una señora que iba buscando unos conjuntos a juego para unos niños de tres años, y no parecía saber muy bien qué talla coger.
—¿Y?
Lila se aventuró a revelar sus conjeturas.
—¿No sería extraordinario que esa mujer estuviera relacionada con el secuestro y estuviera comprando ropa en previsión de lo que podrían necesitar? Las gemelas de los Frawley iban en pijama cuando se las llevaron. A esa edad los niños se manchan a la primera de cambio. No pueden pasarse cinco días con la misma ropa.
—Lila, estás dejándote llevar por tu imaginación —le dijo Jim Gilbert con indulgencia—. ¿Sabes cuántos datos como ese estarán recibiendo la policía de Ridgefield y el FBI?
—La mujer firmó con el nombre de señora de Clint Downes y vive en el número 100 de Orchard Street, aquí mismo, en Danbury —insistió Lila—. Me dan ganas de pasarme por allí y llamar a su puerta con la excusa de que uno de los polos que compró venía en una remesa defectuosa, solo para satisfacer mi curiosidad.
—Lila, tú dedícate a lo tuyo, que es la ropa. Conozco personalmente a Clint Downes. Es el guarda que vive en la casa del club; el número 100 de Orchard Street es la dirección del club. ¿La mujer era delgada e iba con una especie de cola de caballo mal hecha?
—Sí.
—Esa es Angie, la novia de Clint. Puede que firme como señora de Downes, pero desde luego no lo es. Anda siempre haciendo de canguro. Ya los puedes tachar de tu lista de sospechosos, Lila. Ninguno de esos dos tiene ni por asomo las luces que hacen falta para llevar a cabo un secuestro como este.