A las diez y media de la mañana del miércoles Lucas estaba mirando por la ventana de la parte delantera de su apartamento, dando caladas nerviosas al quinto cigarrillo que fumaba en lo que iba de día. ¿Y si el Flautista decide dejarnos tirados en cuanto reciba la transferencia bancaria? Tengo la grabación con su voz, pero puede que eso no baste, pensó. ¿Qué hacemos con las crías si él se desentiende? Aun en el caso de que el Flautista juegue limpio y organice la entrega del millón de dólares en efectivo, Clint y yo tendremos que jugárnosla para hacer la recogida y desaparecer sin que nos cojan.
Algo saldría mal.
Lucas lo intuía, y él se tomaba en serio aquel tipo de señal de advertencia, después de lo certera que había resultado ser cuando siendo aún menor lo había atrapado la policía. Ya de mayor había acabado pasando seis años en la cárcel por no haber hecho caso de dicha señal. En aquella ocasión, cuando entró a robar en aquella casa, tuvo la sensación de que no debía poner los pies en ella aunque hubiera logrado colarse en su interior sin que se disparara la alarma.
Y sus temores resultaron ser fundados. Las cámaras de otro sistema de vigilancia con el que Lucas no había contado registraron todos y cada uno de sus movimientos. Aquella noche, si a Clint y a él los cogían, se jugaría la vida.
¿Y hasta qué punto estaría grave la niña enferma? Si al final moría, podría ser aún mucho peor.
Sonó el teléfono. Era el Flautista.
Lucas encendió el aparato de grabación.
—Las cosas marchan sobre ruedas, Bert —dijo el Flautista—. La transferencia bancaria se ha realizado correctamente. Estoy seguro de que el FBI se abstendrá de seguirte muy de cerca para no poner en peligro la devolución de las niñas.
El Flautista habló con aquel gruñido forzado con el que creía disimular la voz. Lucas apagó la colilla en el alféizar de la ventana. Sigue hablando, colega, pensó.
—Ahora os toca actuar a vosotros —continuó el Flautista—. Si queréis veros esta noche contando dinero, presta mucha atención a mi plan. Como ya sabes, necesitaréis un vehículo robado. Tú me aseguraste que Harry es capaz de conseguir uno sin problemas.
—Exacto. Es lo único que se le da bien.
—Nos pondremos en contacto con Franklin Bailey esta noche a las ocho en punto delante del edificio Time Warner, en Columbus Circle. A esa hora Harry y tú tenéis que estar aparcados en la calle Cincuenta y seis Oeste, en el callejón con la calle Cincuenta y siete que da justo al este de la Sexta Avenida. Iréis ya en el coche o furgoneta robado, del que habréis cambiado las matrículas por las de otro vehículo.
—Entendido.
—Te explico lo que haremos a partir de ese momento.
A medida que Lucas escuchaba su plan reconoció a regañadientes que tenía muchas posibilidades de éxito. Finalmente, tras asegurarle al Flautista sin necesidad que llevaría encima el móvil especial, Lucas oyó el clic que indicaba el final de la comunicación.
Muy bien, pensó. Ya sé lo que tenemos que hacer. A lo mejor funciona y todo. Justo en el momento en que se encendía otro cigarrillo sonó su móvil.
El teléfono se encontraba encima del tocador de su dormitorio y Lucas se apresuró a cogerlo.
—Lucas —dijo una voz débil y cansada—, soy Franklin Bailey. Le necesito para esta noche. Si tiene otro compromiso, páseselo a su sustituto, haga el favor. Tengo una cita de suma importancia en Manhattan; debo estar a las ocho en Columbus Circle.
Con el cerebro a cien por hora Lucas se pegó el teléfono a la oreja al tiempo que se sacaba el paquete de tabaco medio vacío del bolsillo.
—Pues sí que tengo otro servicio, pero quizá podamos solucionarlo. ¿Cuánto tiempo piensa estar en Manhattan, señor Bailey?
—No lo sé.
Lucas pensó en el modo tan curioso en que le había mirado aquel policía el viernes de la semana anterior cuando Bailey quiso pasar por casa de los Frawley para ofrecerse como intermediario. Si los agentes del FBI veían bien que Bailey llevara a su propio chófer y luego averiguaban que este no estaba disponible, puede que comenzaran a preguntarse qué sería eso tan importante que le impedía atender a un cliente de toda la vida.
No puedo negarme, pensó Lucas.
—Señor Bailey —dijo, tratando de poner aquel timbre de voz complaciente que lo caracterizaba—. Ya buscaré a alguien para el otro servicio. ¿A qué hora quiere que pase a recogerlo?
—A las seis. Seguro que llegamos con tiempo de sobra, pero no puedo arriesgarme a llegar tarde.
—Me tendrá ahí a las seis en punto, señor.
Lucas tiró el móvil encima de la cama, recorrió la corta distancia que separaba el dormitorio del lúgubre salón y cogió el móvil especial. Cuando el Flautista respondió a su llamada Lucas se secó nervioso el sudor de la frente y le relató lo que había sucedido.
—No he podido decir que no, así que ahora no podemos seguir adelante con el plan.
Aunque el Flautista seguía intentando disimular la voz, se intuía en ella cierto regocijo.
—Tienes y no tienes razón, Bert. Es cierto que no podías decir que no, pero sí que vamos a seguir adelante con el plan. De hecho, este pequeño imprevisto nos puede venir de perlas. Tienes pensado dar un paseo en avioneta, ¿no es así?
—Sí, cuando Harry me pase las cosas.
—Asegúrate de que llevas contigo la máquina de escribir con la que fue escrita la nota de rescate, así como la ropa y los juguetes que les compraron a las crías. No debe quedar ni rastro de las niñas en casa de Harry.
—Lo sé, lo sé. —De aquella parte del plan ya habían hablado.
—Dile a Harry que me llame cuando consiga el coche. Y tú llámame en cuanto dejes a Bailey en el edificio Time Warner. Ya te diré entonces lo que tienes que hacer.