Al oír un chirrido de frenos en la carretera situada frente a la casa el comisario de la policía de Ridgefield, Robert «Marty» Martinson, dedujo que se trataría de los padres de las gemelas desaparecidas.
Habían telefoneado a la comisaría tan solo unos minutos después de recibirse la llamada de emergencia.
—Soy Margaret Frawley —había dicho la mujer, con la voz temblorosa por el miedo—. Vivimos en el número 10 de Old Woods Road. No podemos ponernos en contacto con nuestra canguro. No responde al teléfono de casa ni a su móvil. Está cuidando de nuestras dos hijas gemelas de tres años. Tememos que haya pasado algo. Estamos en la carretera, de camino a casa.
—Ahora mismo vamos para allá —le había prometido Marty. Dado que los padres iban por la autopista y no había duda de que ya estaban preocupados, el comisario pensó que no tenía mucho sentido decirles que ya sabía que había sucedido algo terrible. El padre de la canguro acababa de telefonear desde el número 10 de Old Woods Road para informarles de lo siguiente:
—Mi hija está atada y amordazada. Las gemelas que estaba cuidando han desaparecido. En su cuarto hay una nota de rescate.
Una hora después la zona situada en torno a la casa y el camino de entrada se veían acordonados, a la espera de la llegada del equipo forense. Marty habría preferido que los medios no se hubieran enterado de lo del secuestro, pero sabía que eso era imposible. Le constaba que los padres de la canguro habían contado a todos los presentes en la sala de urgencias del hospital donde estaban atendiendo a Trish Logan que las gemelas habían desaparecido. Los periodistas aparecerían de un momento a otro. El FBI había sido informado de lo sucedido, y sus agentes estarían al caer.
Marty se preparó para la situación que se avecinaba al ver que la puerta de la cocina se abría y los padres de las niñas entraban como una exhalación. Desde su ingreso en el cuerpo con veintiún años de edad, Marty se había ejercitado para retener la primera impresión de las personas que tuvieran relación con un delito, ya fueran víctimas, autores o testigos. Luego anotaba dichas impresiones en su libreta. En círculos policiales lo conocían como «El Observador».
Rondarán los treinta y pocos, pensó mientras Margaret y Steve Frawley se encaminaban hacia él a toda prisa. Una pareja atractiva, vestidos ambos de etiqueta. La madre lucía una melena castaña que le caía sobre los hombros. Era esbelta, pero por la forma en que apretaba los puños parecía tener fuerza. Llevaba las uñas cortas y pintadas con esmalte incoloro. Seguro que le va el deporte, pensó Marty. Los ojos intensos de la mujer tenían un tono azul oscuro que parecía casi negro cuando se cruzaron con los del joven policía.
Steve Frawley, el padre, era alto, de un metro noventa de estatura, cabello rubio oscuro y ojos azul claro. Sus hombros anchos y sus brazos fornidos le tiraban de las costuras de la chaqueta del esmoquin, que le quedaba pequeña. Debería comprarse una nueva, pensó Marty.
—¿Les ha pasado algo a nuestras hijas? —inquirió Frawley.
Marty vio cómo Steve Frawley ponía las manos sobre los hombros de su mujer como si quisiera prepararla ante el posible golpe de una mala noticia.
No había una manera sutil de comunicar a unos padres que sus hijas habían sido secuestradas y que en la nota que habían dejado encima de la cama exigían un rescate de ocho millones de dólares. La expresión de absoluta incredulidad que reflejaban los rostros de la joven pareja parecía sincera, pensó Marty, una reacción que anotaría en su cuaderno, aunque con un interrogante.
—¡Ocho millones de dólares! ¡Ocho millones de dólares! ¿Y por qué no ochenta, ya puestos? —repuso Steve Frawley, pálido—. Hemos invertido hasta el último centavo que teníamos para cerrar la compra de esta casa. Ahora mismo hay mil quinientos dólares en la cuenta corriente, eso es todo lo que tenemos.
—¿Tienen algún familiar rico? —inquirió Marty.
Los Frawley se echaron a reír, con esa risa estridente fruto de la histeria. Luego, ante la mirada de Marty, Steve giró a su mujer hacia él y se abrazaron mientras la risa de ambos se entrecortaba y el sonido áspero de los sollozos sin lágrimas de él se mezclaba con los gemidos de ella.
—Quiero a mis niñas. Quiero a mis niñas.