Al volver de casa de su vecina, agarrada al brazo de Steve, Margaret trató de creer en la idea de que en menos de veinticuatro horas las gemelas estarían de vuelta en casa. Tengo que creerlo, se dijo a sí misma. Kathy, Kelly, os quiero.
En su afán por llegar la primera a casa de Rena Chapman, y luego a casa de su otra vecina cuando el secuestrador llamó por segunda vez, Margaret ni siquiera había reparado en las furgonetas de los medios aparcadas en la calle. Pero ahora vio a los periodistas agolpados a la salida de la casa, pidiendo a gritos una declaración.
—¿Se han puesto en contacto los secuestradores con ustedes?
—¿Han pagado el rescate?
—¿Tienen pruebas de que las gemelas siguen con vida?
—De momento no habrá declaraciones —espetó Carlson.
Haciendo caso omiso de las preguntas que los periodistas les hacían a gritos, Margaret y Steve enfilaron a toda prisa el camino de entrada a casa. El comisario Martinson los esperaba en el porche. Desde el viernes por la noche no había dejado de pasarse por allí, unas veces para reunirse en privado con los agentes del FBI, otras simplemente a modo de una presencia tranquilizadora. Margaret sabía que sus agentes del cuerpo de policía de Ridgefield y la policía del estado de Connecticut se habían encargado de repartir centenares de carteles con la fotografía de las niñas posando junto a su pastel de cumpleaños. En uno de los carteles que había visto habían sobreimprimido una pregunta: ¿conoce a alguien que tenga, o haya tenido, una máquina de escribir royal?
Se trataba de la máquina de escribir con la que habían escrito la nota de rescate.
El día anterior Martinson les había contado que los vecinos de la zona habían ofrecido una recompensa de diez mil dólares a cambio de cualquier información que pudiera llevar a la entrega de las gemelas sanas y salvas. ¿Acaso habría respondido alguien a aquella petición? ¿Habría aparecido alguien con alguna información? Martinson parecía disgustado, pero seguro que no trae malas noticias, trató de convencerse Margaret mientras pasaban todos al vestíbulo. Martinson no sabe todavía que ya han quedado para la entrega del dinero.
Ante el temor de que los periodistas pudieran oírlos, Martinson aguardó a que estuvieran todos en el salón para hablar con ellos.
—Tenemos un problema —les dijo—. Franklin Bailey ha sufrido un desvanecimiento a primera hora de esta mañana. Su ama de llaves ha llamado a una ambulancia y se lo han llevado de urgencias al hospital. En el cardiograma que le han hecho estaba todo bien. El médico piensa que ha tenido un ataque de ansiedad provocado por el estrés.
—El secuestrador acaba de decirnos que Bailey tiene que estar a las ocho en punto de esta noche delante del edificio Time Warner —le informó Carlson con brusquedad—. Si Bailey no se presenta, los secuestradores pensarán que se trata de una trampa.
—¡Pero tiene que ir! —Margaret percibió el indicio de histerismo en su voz, y se mordió el labio con tanta fuerza que le supo a sangre—. Tiene que ir —repitió, esta vez en un susurro. Margaret dirigió la mirada al otro lado de la estancia, a las fotografías de las gemelas que había encima del piano.
«—Mis dos niñas vestidas de azul —pensó—. Dios mío, te lo ruego, devuélmelas sanas y salvas».
—Esa es su intención —dijo Martinson—. Bailey no piensa quedarse en el hospital. —Los agentes y él se miraron.
Pero fue Steve quien verbalizó lo que todos ellos pensaban.
—¿Y si sufre otro desvanecimiento y se desconcierta o se desmaya mientras le están dando instrucciones para entregar el dinero? ¿Qué ocurrirá entonces? Si Bailey no llega a entrar en contacto con los secuestradores, el Flautista dijo que no volveríamos a ver a nuestras hijas.
El agente Tony Realto no dejó traslucir la preocupación que crecía por momentos en su mente ante lo que era prácticamente una evidencia. Nunca deberíamos haber dejado que Bailey se implicara en este asunto. Y a todo esto, ¿por qué se empeñaría en «ayudar»?