Mientras el Flautista daba instrucciones a Franklin Bailey, Angie iba empujando un carrito por los pasillos de la farmacia CVS, en busca de cualquier cosa que a su juicio pudiera servir para impedir que Kathy se pusiera peor. De momento en el carrito llevaba aspirinas infantiles, gotas nasales, alcohol para frotar y un vaporizador.
La abuela me ponía Vick's en el vaporizador cuando yo era pequeña, recordó Angie. Me pregunto si aún se hará eso. Tal vez sea mejor que le pregunte a Julio. Él es un buen farmacéutico. Cuando Clint se torció el hombro lo que me dio para él le fue muy bien.
Angie sabía que Lucas se pondría hecho una furia si intuía que había comprado algún producto infantil. Pero ¿qué quiere que haga? ¿Que deje que la niña se muera?, pensó para sus adentros.
Clint y ella habían visto la entrevista que habían transmitido por la tele aquella mañana, en la que el mandamás de la compañía de Steve Frawley salió diciendo que prometía pagar el dinero del rescate. Mientras tanto, no dejaron que las niñas salieran del dormitorio para que no se alteraran al ver a su madre y su padre en la tele.
Dicha decisión resultó ser un error, ya que al acabar la entrevista el Flautista los llamó e insistió en que grabaran a las niñas dirigiéndose al tal Bailey como si acabaran de verlo en la tele. Sin embargo, cuando trataron de hacer que las gemelas hablaran por el móvil, Kelly, la más incordiante de las dos, soltó un chillido.
—No lo hemos visto, ni hemos visto a mamá ni a papá en la tele y queremos volver a casa —insistió Kelly. Luego Kathy comenzó a toser cada vez que intentaba decir «Hola, señor Bailey».
Al final conseguimos que Kelly dijera lo que el Flautista quería prometiendo que la llevaríamos a casa, pensó Angie. Cuando Clint le puso la grabación el Flautista comentó que ya le parecía bien que Kathy no llegara a acabar la frase. Le gustó la tos de perro de la niña, y la grabó tal cual en su teléfono.
Angie se acercó con el carrito al mostrador de la farmacia y de repente se notó la boca seca. Había una foto de tamaño natural de las gemelas expuesta junto al mostrador. En la parte superior ponía en negrita: desaparecidas, se recompensará cualquier información sobre su paradero.
Como no había nadie más a quien atender Julio le hizo un gesto.
—Hola, Angie —la saludó antes de señalar la foto—. Qué horrible lo del secuestro, ¿verdad? Uno se pregunta quién sería capaz de hacer algo así.
—Sí, es horrible —asintió Angie.
—En casos como este me alegro de que en Connecticut aún se aplique la pena de muerte. Si les pasa algo a esas niñas, yo mismo me ofreceré voluntario para preparar la inyección letal que acabe con los canallas que las han secuestrado. —Julio hizo un movimiento de cabeza—. Supongo que lo único que podemos hacer es rezar para que las devuelvan sanas y salvas. Dime, Angie, ¿en qué puedo ayudarte?
Consciente del sudor que perló su frente por los nervios, Angie fingió buscar algo dentro de su monedero y luego se encogió de hombros.
—Pues en nada, por lo que veo. Creo que me he dejado la receta. —La explicación le sonó poco convincente incluso a ella.
—Si quieres, llamo a tu médico.
—Gracias, pero está en Nueva York. Sé que no estará en la consulta. Ya volveré en otro momento.
Angie recordó la ocasión en la que Julio le había dado la pomada para el hombro de Clint. Había hablado con él un par de minutos y durante la charla le comentó que vivía con Clint en la casita del guarda del club de campo. Eso había sido hacía seis meses, y aun así Julio había recordado su nombre en cuanto la había visto. ¿Recordaría también dónde vivía? ¡Pues claro que lo recordaría!
Julio era un latino alto de la misma edad que ella más o menos. Llevaba unas gafas con una montura muy sexy que realzaba sus ojos. Angie los vio parpadear mientras el farmacéutico recorría con la mirada el contenido del carrito.
Estaba todo a la vista: las aspirinas infantiles, las gotas nasales, el alcohol para frotar y el vaporizador.
¿Se preguntará Julio por qué habré cogido todos estos medicamentos para niños?, se planteó Angie mientras trataba de ahuyentar de su mente tan espantosa posibilidad. No quería pensar en ello. Estaba allí para llevar a cabo una misión. Compraré un frasco de Vick's y meteré un poco en el vaporizador, decidió. Con eso ya me bastaba cuando yo era pequeña.
Angie volvió corriendo al pasillo 3, cogió el frasco de Vick's y se dirigió a toda prisa a la caja. Una de las cajas estaba cerrada y en la otra había una cola de seis personas. A las tres primeras las atendieron bastante rápido, pero al llegar a la cuarta la cajera anunció:
—Cambio de turno. Será solo un minuto.
Será zopenca, pensó Angie mientras la nueva cajera tardaba una eternidad en instalarse en la caja.
Vamos, protestó Angie para sus adentros, empujando con impaciencia el carrito de la compra.
El hombre que tenía delante, un tipo corpulento con el carrito hasta los topes, se volvió hacia ella. Su expresión de fastidio se transformó en una sonrisa de oreja a oreja.
—Hola, Angie, ¿qué intentas hacer, cortarme los pies?
—Hola, Gus —le saludó Angie, tratando de esbozar una sonrisa.
Gus Svenson era un pelmazo con el que a veces se topaban cuando Clint y ella iban a comer al pub de Danbury, la clase de memo que siempre andaba buscando conversación en el bar. Trabajaba como fontanero por cuenta propia, y solía hacer reparaciones y labores de mantenimiento en el club de golf cuando este estaba abierto. Por eso el hecho de que Clint y Angie vivieran en la casa del guarda cuando el club permanecía cerrado hacía que Gus se comportara como si tuvieran algo importante en común. Se cree que son hermanos de sangre porque los dos hacen el trabajo sucio para la gente rica, pensó Angie con desprecio.
—¿Cómo está mi amigo Clint? —preguntó Gus.
Gus había nacido con un altavoz en las cuerdas vocales, pensó Angie, mientras la gente se volvía hacia ellos.
—Mejor que nunca, Gus. Mira, creo que tienes a doña súper turbo esperándote.
—Ah sí, ya voy. —Gus depositó su compra en el mostrador y se volvió para echar un vistazo al carrito de Angie—. Aspirinas infantiles. Gotas nasales para niños. Oye, ¿no tendréis algo que decirme?
La preocupación de Angie sobre el farmacéutico se intensificó hasta convertirse en un miedo rotundo. Lucas tenía razón, pensó. No debería comprar nada para las niñas, o al menos no debería hacerlo donde me conocen.
—No seas tonto, Gus —espetó—. Estoy haciendo de canguro para una amiga, y el niño se ha resfriado.
—Son 122,18 dólares —informó la cajera a Gus.
Gus abrió su cartera y sacó una tarjeta de crédito.
—Casi nada. —Gus se volvió hacia Angie—. Oye, si estás de canguro, puede que a mi amigo Clint le apetezca quedar conmigo para tomar unas cervezas. Ya me pasaré a recogerlo. Así no tienes que preocuparte por si bebe más de la cuenta. Ya me conoces. Yo sé cuándo toca echar el freno. Ya lo llamaré.
Antes de que Angie tuviera tiempo de responder Gus había garabateado su firma en el comprobante de la tarjeta, había cogido su compra y ya estaba de camino a la salida. Angie puso de golpe el contenido del carrito encima del mostrador. La cuenta ascendió a cuarenta y tres dólares. Angie sabía que no llevaba más de veinticinco dólares en el monedero, lo que significaba que tendría que pagar con tarjeta de crédito. No había caído en eso al coger el vaporizador del estante.
Lucas les había dado dinero en metálico para comprar la cuna.
—Así no habrá ninguna pista en papel de la compra —dijo Lucas en aquel momento.
Pero sí que había una pista en papel, ya que Angie había empleado la tarjeta para pagar la ropa que había comprado para las niñas en el centro comercial, y ahora tendría que volver a utilizarla.
Pronto acabará todo, se prometió a sí misma mientras se encaminaba hacia la salida. Apostado junto a la puerta había un guardia. Angie dejó el carrito en su sitio y cogió las bolsas. Ahora solo falta que se dispare la alarma, pensó al pasar por delante del guardia. Eso es lo que ocurre cuando las aleladas de las cajeras se olvidan de pasar los productos por el escáner.
Dentro de dos días como mucho tendremos el dinero y nos habremos largado de aquí, se dijo a sí misma mientras atravesaba el aparcamiento y se metía en la vieja furgoneta Chevy de doce años de Clint. En aquel momento salió un Mercedes-Benz que había aparcado a su lado. Los faros de la furgoneta alumbraron el modelo del automóvil, un SL500.
Ese rondará los cien mil o más, pensó Angie. A lo mejor podríamos comprarnos uno. Dentro de dos días tendremos cinco veces ese dinero, y todo en metálico.
En el corto trayecto de vuelta a casa Angie revisó el calendario del plan establecido. Según Lucas, el Flautista debía recibir la transferencia bancaria al día siguiente. Y por la noche les darían el millón de dólares en metálico. Una vez comprobado que estuviera todo, el jueves por la mañana a primera hora dejarían a las niñas en alguna parte y dirían a los padres dónde encontrarlas.
Ese era el plan de Lucas, pensó Angie. Pero no el mío.