Margaret logró tragar algunos bocados del pollo asado que Rena Chapman, la vecina de al lado, les había hecho llegar. Luego, mientras Steve se quedaba con el agente Carlson, del FBI, a la espera de conocer el resultado de la reunión de la junta directiva de C.F.G. & Y., subió con sigilo al cuarto de las gemelas.
Era la única estancia de la casa que habían decorado por completo antes de mudarse. Steve había pintado las paredes de azul claro y había cubierto el viejo suelo de tablas de madera con restos de saldo de un rollo de moqueta blanca. El único lujo que se habían permitido había sido amueblarla con una cama de baldaquín antigua y un tocador a juego.
Sabíamos que no tenía sentido comprar dos camas individuales, pensó Margaret sentada en el sillón bajo sin brazos que había tenido en su propia habitación cuando era pequeña. Al final habrían acabado las dos en la misma cama, que resultó ser una forma más de ahorrar dinero.
Los agentes del FBI se habían llevado las sábanas, la manta, el edredón y las fundas de almohada para ver si encontraban muestras de ADN. Asimismo habían empolvado los muebles en busca de huellas dactilares y habían cogido la ropa que llevaban puesta las gemelas después de la fiesta para que la olieran los perros de la policía del estado de Connecticut, que llevaban tres días rastreando los parques de la zona. Margaret sabía lo que significaba una búsqueda como aquella: siempre existía la posibilidad de que las gemelas hubieran sido asesinadas inmediatamente después del secuestro y enterradas en las inmediaciones. Pero no lo creo, se dijo Margaret a sí misma. No están muertas; si lo estuvieran lo sabría.
El sábado, después de que el equipo forense concluyó su trabajo en el lugar de los hechos y de que Margaret y Steve aparecieron ante los medios, Margaret vivió un momento cargado de emoción cuando subió al cuarto de las niñas para ordenarlo y hacer la cama con el otro juego de sábanas de Cenicienta. Estarán rendidas y muertas de miedo cuando vuelvan a casa, supuso. Cuando estén aquí de vuelta me acostaré con ellas hasta que se calmen.
Margaret se puso a temblar. No hay manera de entrar en calor, pensó, ni siquiera con un suéter debajo del chándal puedo entrar en calor. Así debía de sentirse Anne Morrow Lindbergh cuando secuestraron a su bebé, una experiencia que plasmó en un libro que leí cuando iba al instituto. Se titulaba Hora de oro, hora de plomo.
Plomo. No puede haber una carga más pesada.
Quiero que me devuelvan a mis hijas.
Margaret se levantó y cruzó la habitación en dirección al asiento de la ventana, donde se agachó para recoger primero uno y luego el otro osito de peluche raído, los preferidos de las gemelas, que estrechó con ímpetu contra su pecho.
En aquel momento miró por la ventana y se sorprendió al ver que empezaba a llover. Había hecho sol durante todo el día, frío pero con sol. Kathy estaba incubando un resfriado. Margaret notó que los sollozos le oprimían la garganta. Se esforzó en reprimir el llanto y trató de recordar las palabras del agente Carison: «Hay montones de agentes del FBI buscando a las gemelas, mientras otros se encargan de revisar los expedientes guardados en la oficina del FBI en Quantico e investigar a cualquiera que tenga antecedentes por extorsión o abuso infantil. Están interrogando a los agresores sexuales que viven en la zona».
Dios mío, eso no, pensó Margaret con un escalofrío. No dejes que nadie les ponga la mano encima.
«El comisario Martinson está enviando policías a todas las casas de la zona para preguntar si alguien ha visto algo que pudiera parecer sospechoso en cualquier sentido. Incluso han hablado con la oficina de Realtor, la inmobiliaria que nos vendió la casa, para averiguar si hay alguien más que pudiera haberla visto y conocer su distribución. El comisario Martinson y el agente Carlson dicen que tarde o temprano aparecerá alguna pista, que seguro que alguien ha visto algo. Están haciendo carteles con las fotos de las niñas para distribuirlos por todo el país. Sus fotos ya están en internet, y también en la primera página de los periódicos».
Con los ositos de peluche aún entre sus brazos, Margaret se acercó al armario y lo abrió. Pasó la mano por encima de los vestidos de terciopelo que habían llevado puestos las gemelas en su fiesta de cumpleaños y se quedó mirándolos. Las niñas iban en pijama cuando las secuestraron. ¿Irían todavía con ellos?
La puerta de la habitación se abrió. Margaret se volvió, miró el rostro de Steve y por la expresión de alivio que vio en su mirada supo que la empresa de su marido se había ofrecido a pagar el rescate.
—Van a hacer pública su decisión en breve —anunció Steve, con las palabras saliéndole a trompicones de la boca—. Mañana por la mañana el presidente y algunos de los directores vendrán a casa y comparecerán ante las cámaras con nosotros. Pediremos que nos den instrucciones para entregar el dinero y exigiremos una prueba de que las niñas siguen con vida. —Steve vaciló antes de añadir—: Margaret, el FBI quiere que nos sometamos a un detector de mentiras.