Capítulo 12

En la sala de juntas de C.E.G. amp;Y. de Park Avenue, Robinson Alan Geisler, el presidente de la compañía, aguardaba impaciente a que los directores de fuera confirmaran su presencia a la reunión. Geisler, cuyo puesto peligraba ya como consecuencia de la multa impuesta por la Comisión del Mercado de Valores, sabía que la postura que pensaba adoptar con respecto a la desesperante situación de los Frawley podría ser un nefasto error. Aunque llevaba veinte años en la empresa hacía solo once meses que ocupaba el cargo más alto del escalafón y le constaba que su reputación seguía estando en entredicho por su estrecha relación con el presidente que le había precedido.

La cuestión era sencilla. Si C.E.G. amp;Y. se ofrecía a pagar el rescate de ocho millones de dólares, ¿supondría el gesto una espléndida maniobra publicitaria o podría interpretarse, tal como Geisler sabía que pensaban algunos directores, como una invitación a que otros secuestradores hicieran su agosto?

Gregg Stanford, el director financiero, era de esta última opinión.

—Es una tragedia, pero si pagamos el rescate de las niñas de los Frawley, ¿qué haremos cuando secuestren a la mujer o al hijo de otro de nuestros empleados? —planteaba Stanford—. Somos una multinacional, y muchos de los lugares donde tenemos oficinas son ya blancos potenciales para este tipo de acciones.

Geisler era consciente de que al menos un tercio de los quince directores que integraban la junta compartían el mismo punto de vista de Stanford. Por otra parte, se dijo a sí mismo, ¿cómo se vería que una empresa que acababa de desembolsar 500 millones de dólares para pagar una multa se negara a ceder una pequeña fracción de dicha cantidad para salvar la vida de dos niñas? Esa era la cuestión que pensaba poner sobre la mesa. Y si me equivoco y pagamos el dinero y a la semana siguiente secuestran al hijo de otro empleado, seré yo quien arda en la hoguera, pensó inexorable.

A sus cincuenta y seis años Rob Geisler había conseguido por fin el puesto que quería. Dada su constitución menuda había tenido que superar el inevitable prejuicio propio del mundo empresarial para con las personas de baja estatura. Geisler había logrado llegar a lo más alto por su valía como genio financiero y las dotes que había demostrado tener para consolidar y controlar el poder. Pero en su ascenso a la cumbre se había granjeado muchos enemigos, y al menos tres de ellos se encontraban sentados a la mesa de juntas con él en aquel preciso instante.

Cuando el último director que faltaba por sumarse a la reunión a través del sistema de teleconferencia anunció su presencia, todas las miradas se dirigieron hacia Geisler.

—Todos ustedes están al corriente del motivo de esta reunión —dijo Geisler sin preámbulos—, y sé perfectamente que algunos de ustedes tienen la impresión de que si nos ofrecemos a pagar el rescate que han pedido los secuestradores estaremos cediendo a sus presiones.

—Eso es exactamente lo que pensamos algunos de nosotros, Rob —comentó Gregg Stanford en voz baja—. Esta empresa ya ha sido objeto de bastante mala publicidad últimamente. La idea de colaborar con delincuentes no merecería ni ser planteada.

Geisler lanzó una mirada de desdén a su colega, sin molestarse en ocultar la profunda antipatía que sentía por él. Stanford presentaba la apariencia del típico ejecutivo de una gran empresa de una serie televisiva. Tenía cuarenta y seis años, medía más de un metro noventa y poseía un atractivo especial, con un cabello rubio rojizo salpicado de mechas naturales y una dentadura perfecta que relucía en su sonrisa de anuncio. Stanford siempre iba impecablemente vestido y su porte irradiaba un encanto infalible aunque estuviera apuñalando por la espalda a un amigo. Stanford había accedido al mundo empresarial por medio del altar, ya que su tercera y actual mujer era heredera de una familia que poseía el diez por ciento de las acciones de la compañía.

Geisler sabía que Stanford codiciaba su puesto y que, si al final prevalecía su postura de oponerse a pagar el rescate, sería a Geisler a quien atacarían los medios cuando la empresa se negara públicamente a pagar el rescate.

El presidente hizo un gesto con la cabeza a la secretaria que estaba redactando las actas de la reunión y esta se levantó y encendió el televisor.

—Quiero que todos ustedes vean esto —dijo Geisler con brusquedad—. Y que se pongan en la piel de los Frawley.

Por encargo suyo el departamento de prensa había realizado el montaje de una cinta de vídeo con la secuencia de sucesos del secuestro: el exterior de la casa de los Frawley, las súplicas desesperadas de los padres por televisión, la llamada al programa de Katie Couric y la última comunicación con la cadena CBS. La cinta terminaba con una vocecilla que decía «Queremos ir a casa» y el llanto aterrorizado de las gemelas seguido de las amenazadoras exigencias de los secuestradores.

—La mayoría de los presentes en esta sala son padres —añadió Geisler—. Al menos podemos intentar salvar a esas niñas. Puede que no lo consigamos. Puede que recuperemos el dinero o puede que no. Pero lo que me niego a creer es que alguno de ustedes se puede quedar tan tranquilo después de lo que ha visto y vote en contra de pagar el rescate.

Geisler observó cómo todas las cabezas se volvían hacia Gregg Stanford para ver su reacción.

—Quien se acuesta con perros se levanta con pulgas. Yo opino que no deberíamos colaborar con delincuentes —insistió Stanford, bajando la vista a la mesa de juntas mientras hacía girar una pluma estilográfica entre las manos.

A continuación, fue Norman Bond el siguiente director en tomar la palabra.

—Yo fui el que contraté a Steve Frawley, y fue una excelente decisión. Aunque no es relevante para la cuestión que nos ocupa, estoy convencido de que llegará lejos con nosotros. Yo voto por ofrecernos a pagar el rescate, e insto a los miembros de esta junta a que sea un voto unánime. Y me gustaría recordar a Gregg que hace años J. Paul Getty se negó a pagar el rescate de uno de sus nietos, pero cambió de idea cuando recibió por correo su oreja. Esas niñas están en peligro, y cuanto antes nos movilicemos para rescatarlas más probabilidades habrá de que los secuestradores no se dejen llevar por el pánico y acaben haciéndoles daño.

Dicha muestra de apoyo procedía de una fuente inesperada. Geisler y Bond solían acabar enfrentados en las reuniones de la junta directiva. Bond había contratado a Frawley cuando había dentro de la empresa otros tres aspirantes para el puesto. Para el hombre elegido sería un atajo en el ascenso a los altos cargos. Geisler había advertido a Bond sobre la inconveniencia de buscar un candidato fuera de la empresa, pero Bond se había mostrado inflexible en cuanto a su preferencia por Frawley.

—Tiene un máster en gestión de empresas y está licenciado en derecho —había alegado Bond—. Es inteligente y formal.

Geisler esperaba en parte que Bond, un divorciado sin hijos que rozaba los cincuenta, votara en contra de la propuesta de pagar el rescate, pensando que si no hubiera contratado a Frawley la empresa no se vería ahora en aquella situación.

—Gracias, Norman —dijo Geisler—. Y para los que aún no tengan clara la conveniencia de que esta empresa responda a la necesidad apremiante de uno de sus empleados, propongo que veamos la cinta una vez más y luego procedamos a la votación.

A las nueve menos cuarto de la noche el resultado de la votación era de catorce a uno a favor de pagar el rescate. Geisler se volvió hacia Stanford.

—Quiero que el voto sea unánime —le dijo en un tono gélido—. Luego, como siempre, podrás hacer que una fuente anónima informe a los medios de que tú tenías la impresión de que el pago del rescate podía poner en peligro a las niñas en vez de servir para rescatarlas. Pero mientras sea yo quien ocupe este asiento y no tú, quiero que el voto sea unánime.

La sonrisa de Gregg Stanford tenía más de sarcástica que de otra cosa.

—El voto será unánime —dijo, asintiendo—. Y mañana por la mañana, cuando te hagas la foto para los medios delante de ese caserón medio en ruinas de los Frawley, estoy seguro de que todos los presentes en esta reunión que no tengan nada mejor que hacer saldrán en la foto contigo.

—¿Incluido tú, naturalmente? —preguntó Geisler con sarcasmo.

—Excluido yo —repuso Stanford, poniéndose en pie—. Yo dejaré mi aparición ante los medios para otro día.