Los agentes Reeves, Carlson y Realto entraron en el calabozo donde se encontraba Clint.
—Han conseguido sacar a la pequeña de la furgoneta, pero puede que no sobreviva —le informó Carlson, enfadado—. Tu novia, Angie, está muerta. Van a hacerle la autopsia, pero ¿sabes? Creemos que ya estaba muerta antes de caer al agua. Recibió un puñetazo lo bastante fuerte como para matarla. Me pregunto quién se lo daría.
Sintiendo como si le hubiera caído encima un bloque de cemento, Clint vio que todas las culpas recaerían sobre él. Pero no me hundiré yo solo, concluyó resentido. Decirles quién es el Flautista puede que me ayude en el juicio o puede que no, pensó, pero no pienso pudrirme en la cárcel mientras él se da la gran vida con siete millones de dólares.
—No sé cómo se llama el Flautista —les comentó a los agentes—, pero puedo explicarles qué aspecto tiene. Es alto; medirá algo más de metro ochenta. Cabello rubio rojizo, porte elegante, unos cuarenta y pocos años de edad. Cuando intentó convencerme de que me deshiciera de Angie me dijo que lo siguiera hasta el aeropuerto de Chatham, donde tenía un avión esperándolo. —Clint hizo una pausa—. ¡Un momento! —exclamó—. Sí que sé quién es. Ya decía yo que lo había visto en alguna parte. Es un pez gordo de la empresa que pagó el rescate. El que salió por la tele diciendo que él no lo habría pagado.
—¡Gregg Stanford! —exclamó Carlson al tiempo que Realto asentía con la cabeza.
Reeves se llevó enseguida el móvil a la oreja.
—Ojalá podamos cogerlo antes de que despegue el avión —dijo Carlson antes de dirigirse a Clint y añadir con un tono de ira y desprecio en su voz—: Y tú, más vale que te pongas de rodillas y empieces a rezar para que Kathy Frawley se recupere.