Capítulo 10

Era imposible poner buena cara al dar a conocer la última comunicación del secuestrador. El lunes por la noche Walter Carlson recibió una llamada y entró en el salón donde Margaret y Steve Frawley estaban sentados en el sofá, uno al lado del otro.

—El secuestrador ha llamado hace quince minutos a la cadena CBS durante el telediario de la noche —dijo Carlson en tono grave—. En estos momentos están volviendo a poner la grabación. Se trata de la misma cinta que se oyó esta mañana en el programa de Katie Couric con las voces de las gemelas, pero esta vez hay algo más.

Es como ver cómo arrojan gente a un caldero de aceite hirviendo, pensó el agente al ver la agonía reflejada en sus rostros cuando oyeron una quejumbrosa voz de niña diciendo:

—Queremos ir a casa…

—Kelly —susurró Margaret.

Una pausa…

Luego se oyó cómo las gemelas empezaban a llorar.

Margaret hundió el rostro entre sus manos.

—No puedo… no puedo… no puedo.

A continuación, una voz áspera y a todas luces fingida gruñó:

—He dicho ocho millones. Y los quiero ya. Esta es su última oportunidad.

—Margaret —interrumpió Walter Carlson con tono apremiante—, hay un rayo de esperanza en todo esto, créame. El secuestrador está comunicándose con nosotros. Tenemos la prueba de que las niñas están vivas. Vamos a encontrarlas.

—¿Y va a aparecer usted con los ocho millones de dólares del rescate? —le preguntó Steve en tono amargo.

Carlson no sabía aún si darles esperanzas. El agente Dom Piedla, al frente de un equipo de agentes, había estado todo el día en C.F.G.& Y, la empresa multinacional de inversión donde Steve trabajaba desde hacía poco, interrogando a los compañeros de Steve para averiguar si alguno de ellos sabía de alguien que guardara rencor a Steve, o que tal vez hubiera aspirado al puesto para el que lo habían contratado. En los últimos meses la compañía había sido objeto de una mala publicidad a raíz de unas acusaciones de alguien de dentro sobre unas operaciones comerciales, y Picella se había enterado de que se había convocado una reunión urgente de la junta directiva con la participación simultánea de los directores de todo el mundo por medio de un sistema de teleconferencia. Corría el rumor de que la empresa podría estar dispuesta a pagar el rescate de las gemelas Frawley.

—Una de las secretarias es una cotilla de mucho cuidado —comentó Picella a Carlson aquella misma tarde—. Me ha contado que la empresa se ha puesto en evidencia por una operación realizada más deprisa de la cuenta. Se ve que han tenido que pagar una multa de nada más y nada menos que quinientos millones de dólares impuesta por la Comisión del Mercado de Valores y han recibido muy mala prensa. Ella supone que, pagando los ocho millones del rescate, C.F.G. & Y. conseguiría mejor publicidad que si contrataran a una legión de agencias de relaciones públicas para lavar la imagen de la empresa. La reunión está convocada para las ocho de esta noche.

Carlson observó con detenimiento a los Frawley, que en los tres días transcurridos desde la desaparición de las gemelas parecían haber envejecido diez años. Ambos tenían el rostro pálido, los ojos cansados y los hombros caídos. Le constaba que ninguno de los dos había probado bocado en todo el día. Sabía por experiencia que aquella era una situación en la que los familiares de los afectados solían reunirse con ellos para prestarles su apoyo, pero Carlson había oído a Margaret rogando a su madre por teléfono que se quedara en Florida.

—Mamá, lo mejor que puedes hacer por mí es rezar día y noche —le había dicho Margaret, con la voz quebrada en algún momento de la conversación—. Te mantendremos al corriente, pero no creo que pudiera soportar verte aquí llorando conmigo.

La madre de Steve se había sometido hacía poco a una operación de rodilla y no podía viajar ni quedarse sola. Los amigos del matrimonio habían inundado la casa con un aluvión de llamadas, pero a todos ellos se les pidió que dejaran la línea libre de inmediato por si los Frawley recibían una llamada directa del secuestrador.

Walter Carlson dudó antes de hablar, sin estar del todo seguro de hacer lo correcto.

—Miren, no quisiera darles esperanzas para después frustrarlas de un manotazo, pero sepa usted, Steve, que el presidente de su empresa ha convocado una reunión urgente de la junta directiva. Según tengo entendido, existe la posibilidad de que voten a favor de pagar el rescate.

Esperemos que sea así y no al contrario, rogó Carlson para sus adentros al ver la expresión de esperanza que cobraba vida en los rostros de la pareja.

—Y ahora, no sé yo ustedes dos —añadió Carlson—, pero yo estoy muerto de hambre. La vecina de al lado le ha pasado una nota a un policía en la que decía que les ha preparado comida y que la traerá cuando ustedes quieran.

—Comeremos algo —dijo Steve con firmeza, que se quedó mirando a Carlson—. Ya sé que parece una locura. Hace poco que trabajo en C.F.G.& Y, pero algo me decía que quizá, solo quizá, se ofrecieran a poner el dinero. Ocho millones de dólares es una miseria para ellos.

Dios mío, pensó Carlson. Puede que el hermanastro no sea la única oveja negra de la familia. ¿Estaría Steve Frawley detrás de todo aquello?