Capítulo 1

—Un momento, Rob, creo que una de las gemelas está llorando. Ahora te llamo.

Trish Logan dejó el móvil, se levantó del sofá y atravesó el salón a toda prisa. Era la primera vez que la joven, de diecinueve años, cuidaba a las niñas de los Frawley, aquella familia tan agradable que se había mudado al vecindario hacía unos meses. A Trish le habían caído bien desde el primer momento. La señora Frawley le había contado que cuando era niña su familia solía visitar a unos amigos que tenían en Connecticut, y le gustaba tanto que siempre quiso vivir allí.

—El año pasado, cuando empezamos a buscar casa y pasamos por casualidad por Ridgefield, supe que era el lugar donde quería vivir —le explicó a Trish.

Los Frawley habían comprado la vieja granja de Cunningham, una vivienda «a reformar» que en opinión del padre de Trish debería haberse anunciado más bien como casa «a quemar». Aquel día, jueves 24 de marzo, era el tercer cumpleaños de las hijas de los Frawley, dos gemelas idénticas, y los padres de las niñas habían contratado a Trish para que les echara una mano con la fiesta y luego se quedara por la noche de canguro mientras ellos asistían a una cena de gala en Nueva York.

Después del entusiasmo de la fiesta habría jurado que las niñas se habían quedado profundamente dormidas, pensó Trish mientras subía la escalera que conducía a la habitación de las gemelas. Los Frawley habían arrancado la moqueta raída que cubría el suelo de la casa, y la madera de los peldaños del siglo XIX crujió bajo sus pies.

Cuando estaba a punto de llegar al último escalón se detuvo. La luz que había dejado encendida en el pasillo estaba apagada. Seguro que se habría fundido otro fusible. La instalación eléctrica de la vieja casa estaba hecha un desastre. Aquella misma tarde habían saltado los plomos de la cocina.

El dormitorio de las gemelas estaba situado al final del pasillo. El llanto había cesado y ya no se oía nada. Seguro que una de las niñas ha gritado en sueños, pensó Trish mientras comenzaba a avanzar lentamente en la oscuridad. De repente se detuvo. No es solo la luz del pasillo. La puerta del cuarto la he dejado abierta para oírlas por si se despertaban. Debería verse la luz de la lamparilla. Y ahora resulta que la puerta está cerrada. Pero si hubiera estado cerrada hace un minuto no habría oído llorar a una de ellas.

Presa de un miedo repentino, Trish aguzó el oído. ¿Qué era aquel ruido? Un súbito escalofrío le recorrió el cuerpo al identificarlo: pasos suaves. Un indicio de una respiración igualmente suave. Un olor acre a sudor. Había alguien a su espalda.

Trish intentó gritar, pero de sus labios solo salió un gemido. Intentó echar a correr, pero las piernas no le respondían. Notó que una mano le agarraba del pelo y tiraba hacia atrás de su cabeza.

Lo último que recordaba era una sensación de presión en el cuello.

El intruso le soltó el cabello y dejó que Trish se desplomara en el suelo. Felicitándose por la eficiencia con la que había dejado inconsciente a la joven sin dolor, el hombre encendió su linterna, ató a Trish, le vendó los ojos y la amordazó. Luego enfocó al suelo para sortear el cuerpo de la joven y recorrió el pasillo rápidamente antes de abrir la puerta del dormitorio de las gemelas.

Las pequeñas Kathy y Kelly yacían en la cama doble que compartían, ambas con ojos de sueño y pánico. La mano derecha de Kathy y la izquierda de Kelly estaban entrelazadas. Con la mano que tenían libre trataban de quitarse la mordaza que les tapaba la boca.

El hombre que había planeado los detalles del secuestro estaba de pie junto a la cama.

—¿Estás seguro de que no te ha visto, Harry? —preguntó con brusquedad.

—Estoy seguro. Quiero decir que estoy seguro, Bert —respondió el otro. Se dirigían el uno al otro con los nombres que habían acordado emplear para aquel trabajo: «Bert» y «Harry», unos personajes de dibujos animados que salían en un anuncio de cerveza de los años sesenta.

Bert cogió en brazos a Kathy y espetó:

—Coge a la otra. Y tápala con una manta, que fuera hace frío.

Con paso rápido y nervioso los dos hombres bajaron corriendo por la escalera de atrás, atravesaron la cocina a toda prisa y salieron al camino de entrada a la casa, sin molestarse en cerrar la puerta tras ellos. Ya en la furgoneta, Harry se sentó en el suelo del asiento trasero, estrechando a las gemelas entre sus brazos fornidos. Bert conducía el vehículo en su avance por las sombras del porche.

Al cabo de veinte minutos llegaron a la casita de campo donde aguardaba Angie Ames.

—Son monísimas —susurró mientras los hombres entraban en la casa con las gemelas en brazos y las acostaban en la cuna tipo hospital que tenían preparada para ellas. Con un movimiento de manos hábil y rápido Angie desató las mordazas que tapaban la boca de las niñas.

Las pequeñas se abrazaron y empezaron a llorar.

—Mami… mami —gritaron al unísono.

—Chis, chis, no tengáis miedo —dijo Angie con voz tranquilizadora mientras tiraba de un lateral de la cuna para acercarla a ella. Como la cuna era demasiado alta para que pudiera tender los brazos por encima los pasó entre los barrotes y comenzó a acariciarles los rizos de color rubio oscuro.

—No pasa nada —susurró con voz cantarina—. Tranquilas, volved a dormiros. Mona cuidará de vosotras. Mona os quiere.

«Mona» era el nombre que le habían ordenado utilizar cuando estuviera con las niñas.

—No me gusta ese nombre —protestó Angie la primera vez que lo oyó—. ¿Por qué tiene que ser Mona?

—Porque suena parecido a «mama». Porque cuando tengamos el dinero y entreguemos a las crías, no queremos que digan: «Nos cuidó una señora que se llamaba Angie», y otra buena razón para llamarte Mona es que no haces más que quejarte —le había espetado entonces el hombre que se hacía llamar Bert.

—Haz que se callen —le ordenó en aquel momento—. Están armando mucho ruido.

—Cálmate, Bert. Nadie va a oírlas —le tranquilizó Harry.

Tiene razón, pensó Lucas Wohl, el verdadero nombre de «Bert». Uno de los motivos, después de mucho meditarlo, por los que había propuesto a Clint Downes; —el verdadero nombre de «Harry»— que colaborara con él en el secuestro era porque Clint residía como guarda en aquella casa durante los nueve meses que el club de campo de Danbury permanecía cerrado, desde el día del Trabajo a principios de septiembre hasta el 31 de mayo. La casa no se veía ni siquiera desde el camino de acceso por el que Clint entraba y salía de la propiedad, y para abrir la verja tenía que emplear un código.

Era un lugar ideal para esconder a las gemelas, y el hecho de que Angie, la novia de Clint, trabajara a menudo de canguro cerraba el círculo.

—Dejarán de llorar de un momento a otro —dijo Angie—. Conozco a los niños. Verás como vuelven a dormirse. —Angie comenzó a frotarles la espalda mientras cantaba desafinando—: Tengo una muñeca, vestida de azul, con su camisita y su canesú…

Lucas maldijo entre dientes, se abrió paso a través del estrecho hueco que quedaba entre la cuna y la cama de matrimonio y salió de la habitación para cruzar el salón de camino a la cocina de la casa. Hasta entonces Clint y él no se quitaron la chaqueta con capucha y los guantes. Frente a ellos tenían la botella de whisky escocés llena y los dos vasos vacíos que habían dejado preparados para celebrar el éxito de la misión.

Los dos hombres tomaron asiento a ambos extremos de la mesa y se miraron en silencio. Mientras observaba con desdén a su socio, Lucas cayó en la cuenta una vez más de que Clint y él no podían parecerse menos, tanto por apariencia como por carácter. Lucas veía su aspecto físico sin sentimentalismos; a veces hacía de testigo ocular de sí mismo y se describía como un individuo de unos cincuenta años, escuálido, de estatura mediana, entradas pronunciadas, rostro estrecho y ojos juntos. Lucas, que trabajaba como conductor de limusinas por cuenta propia, sabía que había logrado adoptar a la perfección la apariencia externa de un empleado servil y complaciente, una imagen que asumía cada vez que se plantaba el uniforme negro de chófer.

Lucas había conocido a Clint en la cárcel y a lo largo de los años había trabajado con él en una serie de robos a propiedades privadas. Nunca los habían cogido gracias a la meticulosidad de Lucas. Nunca habían cometido un delito en Connecticut porque Lucas no era partidario de mancillar su tierra natal. Pero aquel trabajo, por muy arriesgado que fuera, era demasiado grande para pasarlo por alto, y al final acabó infringiendo aquella norma.

Ahora observaba a Clint mientras este abría la botella de whisky y llenaba los vasos hasta el borde.

—Por la semana que viene, cuando estemos en un barco en St. Kitts con los bolsillos repletos de billetes —dijo Clint, buscando con la mirada el rostro de Lucas mientras esbozaba una sonrisa optimista.

Lucas le devolvió la mirada, analizando una vez más a su socio. A sus cuarenta y pocos años, Clint había perdido la forma física de forma evidente. Los veinte kilos de sobrepeso que tenía alojados en un cuerpo ya de por sí achaparrado le hacían sudar con suma facilidad, incluso en una noche de marzo como aquella, en la que la temperatura había bajado de golpe. Su pecho y sus brazos fornidos no encajaban con su rostro angelical y su larga cola de caballo, que se había dejado crecer porque Angie, su novia de toda la vida, también llevaba una.

Angie. Una chica más escuálida que una rama seca, pensó Lucas con desprecio. Con un aspecto que daba pena. Al igual que Clint, siempre se la veía desaliñada, vestida con una camiseta vieja y unos tejanos andrajosos. Su única virtud a ojos de Lucas era que tenía experiencia como canguro. Las niñas no debían sufrir ningún percance hasta que se pagara el rescate y pudieran entregarlas como moneda de cambio. Pero Lucas tenía presente que Angie aspiraba a algo más. Angie es avariciosa. Quiere el dinero. Quiere vivir en un barco en medio del Caribe.

Lucas se llevó el vaso a los labios. El Chivas Regal le supo suave en la lengua y notó su calor balsámico mientras le recorría la garganta.

—Cada cosa a su tiempo. De momento, todo va bien —dijo con voz cansina—. ¿Tienes el móvil que te pasé?

—Sí.

—Si llama el jefe, dile que tengo un servicio a las cinco de la mañana. Voy a apagar el móvil, a ver si duermo un rato.

—¿Cuándo tengo que quedar con él, Lucas?

—Tú no tienes que quedar con nadie. —Lucas se sirvió el resto del whisky en el vaso y empujó la silla hacia atrás.

Desde el dormitorio les llegó la voz de Angie, que seguía cantando:

La saqué a paseo, se me constipó, la tengo en la cama…