Epílogo. Un paso en las tinieblas

Sí. Eso fue lo que yo di entonces: un paso en las tinieblas.

Un paso que parecía dado hacia el más allá, hacia las sombras del otro mundo.

Y, sin embargo, yo nunca había dado un paso más concreto, más certero, más sabiendo adónde me llevaba.

Lo di con pena. Dios sabe que es así.

Dios sabe que lo di con angustia, casi con dolor. Dios sabe que cuando me planté ante Nancy, cuando la miré fijamente, había una secreta pena en mis ojos.

Ella me miró parpadeando.

Aún tenía una media en la mano derecha.

—¿Por qué has entrado sin llamar? —susurró—. ¿Quién te crees que eres?

—Y tú, Nancy, ¿por qué lo has hecho?

Ella me miró con los ojos entrecerrados, brillando en ellos una chispita maléfica.

—¿Hacer qué? —susurró.

—¿Por qué los has matado? —musité—. ¿Sólo por la herencia?

Creí que se sorprendería, que gritaría. Que me insultaría tal vez. Pero no. Nancy era una mujer de hielo. Y de hielo fue su voz cuando dijo:

—No sé qué historia tan absurda es esa. Todo el mundo sabe que los crímenes se han cometido a las doce en punto. Y todo el mundo sabe también que a las doce en punto yo siempre he estado aquí. No soy tan idiota como para no haberme enterado del truco ese de Gordon; del estúpido truco del circuito cerrado de televisión.

No me alteré. Nancy era cualquier cosa menos una tonta. No resultaba sorprendente, ni mucho menos, que se hubiera enterado de aquello.

—A las doce en punto, ¿de qué campanadas, Nancy? —musité—. ¿De las que oíamos nosotros o de las que sonaban en realidad?

Noté que esta vez había dado en el blanco, y la verdad fue que eso me dolió. Mi desazón se hizo más intensa, pero tenía que seguir. Ahora ya había dado el primer paso en el mundo de las tinieblas. No podía detenerme.

—La combinación de Gordon era sencilla, para no tener complicaciones legales —musité—; treinta segundos de conexión, controlados por un notario. Pero este empezaba la conexión cuando sonaban las campanas de Wilbur, o bien cuando las oía en la radio local. Como las ondas electromagnéticas se transmiten a la velocidad de la luz, la radio y las campanadas reales siempre sonaban simultáneamente. Pero cuando nosotros dábamos la conexión, había transcurrido ya casi el medio minuto fijado. ¡Porque, a la velocidad del sonido, las campanadas de Wilbur tardaban casi todo ese tiempo en llegar a nosotros! Nadie reparó en ese detalle, pero la primera vez ya debimos darnos cuenta, si no hubiésemos estado tan nerviosos. Cuando efectuamos la conexión, el notario había cerrado ya. No vimos nada. Creímos que era una avería, pero ¡qué diablos!, lo que pasaba era que no habíamos tenido en cuenta el factor tiempo. Nos guiábamos por una hora que en Wilbur y aquí era distinta. Las otras veces el notario, para que Gordon no le pusiera cara de hiena al verle, dejó una conexión algo más larga, lo que nos permitió ver algo. Pero veíamos las cosas… ¡cuando casi había pasado un minuto de las doce! ¡Cuando tú ya habías tenido tiempo para matar!

Ella ni siquiera parpadeaba. Me miraba fijamente, con unos ojos hipnóticos de hermosa serpiente que se dispone a atacar.

—¿Un minuto? —susurró—. ¿Y cómo podía actuar yo en un minuto? Había que ir a la cripta, matar, volver a subir aquí…

—La barandilla —dije—. La barandilla por la que tú te deslizas en cuestión de segundos. Esa vieja fotografía que tienes ahí de la barandilla por la que te dejabas deslizar de niña me dio la clave, pero la verdad fue que entonces aún no lo entendí. Los primeros crímenes, cuando sabías que nadie te vigilaba, los cometiste tomándote el tiempo necesario. A tu prima, la primera muchacha, a la que colgaste por una media, después de matarla, la pudiste izar hasta el gancho valiéndote de una cuerda que empleaste como polea. Así pareció que el crimen lo había cometido una persona de gran corpulencia. Y no había huellas en ninguna parte, puesto que tú volvías a subir por la baranda, izándote a fuerza de brazos. A tu primo lo mataste fácilmente, porque él confiaba en ti, y luego lo arrojaste al lago después de arrastrarlo con los pies descalzos. Pero cuando supiste que Gordon había instalado unas cámaras de televisión, decidiste emplear como prueba a favor tuyo la única prueba que podía acusarte. Tú sí que tuviste en cuenta la diferencia de tiempo. Y un minuto te bastaba para bajar por la barandilla en cuestión de segundos, matar de un solo golpe a tu víctima, a la que previamente habías citado, en secreto, abajo, lo cual era sencillo porque nadie desconfiaba de ti, y volver a subir por la barandilla, en una sincronización de movimientos perfectamente estudiada. Tú sabías que un segundo de dilación podía hundirlo todo, pero jamás te faltó ese segundo. Cuando la última campanada llegaba hasta aquí, tú sabías que el tiempo había terminado. Y, como una artista en escena, aparecías fielmente ante las pantallas. Todo estuvo muy bien preparado, Nancy, como la cinta que grabaste en la clínica de Nueva York haciendo una «confesión» de muchacha asustada y que creía en los fantasmas de esta casa. ¿Quién podía sospechar de una chica acorralada hasta tal extremo? No, no me mires de ese modo, como si yo no supiera los verdaderos motivos que te impulsaban a matar. En apariencia no los tenías, puesto que tú ya eras dueña de casi toda la herencia. ¿He dicho casi toda? No, Nancy, no, eso es lo triste. Lo que más valía era el terreno de Nevada, un terreno hinchado de oro, cosa que los otros herederos no sabían. ¡Por eso los mataste antes de que se enteraran! ¡Y por eso mataste también a los dos negociantes, al hombre y la mujer venidos desde allí para comprárselo a los herederos! ¡No podías dejarles hablar porque se hubiera hundido todo! ¡Silenciándolos para siempre, vendría a tus manos un terreno que aparentemente no valía nada, pero que tú pondrías en explotación una vez se hubieran acallado los ecos de estos crímenes y que te convertiría en una de las mujeres más ricas de América! —Hice una mueca amarga—. Después de Oscar hubieras seguido, ¿verdad? ¿Hubieras sido capaz de matar también a la pequeña Linda?

Los ojos de Nancy habían ido cambiando de expresión, mientras yo hablaba. No me di cuenta porque estaba obsesionado por el descubrimiento de la brutal verdad, pero lo cierto es que aquello debió advertirme. Nancy volvía a ser la fiera solitaria, la bestia hambrienta y secreta que había sabido matar. Dejó caer la media con suavidad y yo no me fijé en aquel movimiento. La fue a recoger y yo no me fijé tampoco. ¡Incauto de mí! ¡Incauto, siempre que estaba ante una mujer bonita!

Cuando aquella mano se elevó, ya no llevaba la fina media.

Llevaba una pistola chata que había retirado de debajo de la butaca. Una pistola chata que me apuntaba fijamente a la cabeza. Y detrás del arma estaban los ojos finos, rasgados, infinitamente bellos, infinitamente crueles de Nancy.

—Dispara —dije—. Después de todo, bastante desgraciado soy habiendo llegado a esto. Vamos… Dispara de una vez. Comete el único crimen que te falta, para ser perfecta…

Ella fue a apretar el gatillo.

Supe que no vacilaría.

Supe que con tal de salvarse —si eso era aún posible— no le importaría una víctima más. Y en ese momento, detrás mío, me pareció notar una leve corriente de aire. La puerta se había abierto.

No pude ni apartarme. Bruscamente, los ojos de Nancy se hicieron grandes, grandes… Terriblemente grandes. Rojos, rojos… Terriblemente rojos. Tardé en darme cuenta de que la bala le había atravesado la cabeza y de que había muerto sin enterarse. Tardé en darme cuenta de que la persona que estaba detrás mío me había salvado la piel. Pero cuando volví la cabeza y vi a Gordon con el revólver todavía humeante, no se lo agradecí.

No. Ni mucho menos.

—Cerdo —fue todo lo que le dije.

Él apretó los labios.

No se ofendió.

Pasé por su lado porque no quería ver el cuerpo de Nancy ya caído en el suelo. Porque no quería ver sus ojos tan abiertos. Porque ya no podía más.

Pero antes de atravesar el umbral se me ocurrió preguntar:

—Gordon… ¿cómo se le ha ocurrido venir aquí?

—Porque soy un maloliente y mal pensado policía del sur —dijo, con voz ronca—. Porque creí que tenía un lío con ella y se lo quise estropear.

—Cerdo —repetí, mientras salía. Ya sé que me porté como un tío ingrato. ¿Pero qué quieren que haga? Nunca había necesitado tanto como entonces un trago. Y nunca había necesitado tanto ver las piernas de Nora en el bar de la centralita telefónica.

De modo que me largué hacia allí. Y me pasé tres días bebiendo como un pirata. Y, transcurrido ese tiempo, el propio Gordon vino a sacarme de allí con cuatro documentos: uno, en virtud del cual se cerraba el bar. Otro, en virtud del cual se me expulsaba de la ciudad por borracho. Otro, en virtud del cual se expulsaba a Nora por dar de beber a un borracho. Y el último… ¡Ah!, el último era una licencia de matrimonio por si queríamos usarla.

Me la llevé.

No sea que Gordon la usara antes que yo.

El muy cerdo…