21

Si tuviera que explicar con detalle lo que yo pensé entonces, creo que me volvería loco. Ahora recuerdo perfectamente que, durante unos minutos, mi cerebro quedó vacío. No me di cuenta de nada. Incluso cuando bajé a la cripta, era una especie de autómata que ni pensaba ni sentía. Porque yo sabía la hora en que me había citado con Ingrid. ¡Yo sabía que el crimen se había cometido a las doce en punto, cuando nosotros acabábamos de oír las doce campanadas y, por tanto, los tres miembros de la familia Forrestal estaban en sus habitaciones!

Pero entonces, ¿quién era el asesino?

¿Nos encontrábamos ante un caso de brujería?

¿Ante la vieja venganza india?

Nunca he creído en maldiciones que vienen del pasado, pero esta vez empecé a creer en ellas. Esta vez me pareció ver en las paredes sombras amenazadoras que llegaban desde más allá del tiempo. ¡Ahora ya empezaba a creer en los muertos que matan! ¡Estaba al principio de un camino que terminaba en el propio infierno!

No recuerdo cómo fue, pero, un rato después, me encontré en la habitación de Nancy. Ahora creo acordarme confusamente de que, cuando bajamos a la cripta, Gordon se puso a chillar. Dijo muchas barbaridades, entre ellas que no había derecho a matar a chicas que estaban tan estupendas (bueno, eso no es ninguna barbaridad). A los gritos, acudió bastante gente. Una de las personas que bajaron fue Nancy, la cual estaba mortalmente pálida.

—Necesito un trago… —balbució, al cabo de unos instantes—. Si alguno de ustedes quiere acompañarme, creo que… Bueno, creo que me irá bien no estar tan sola.

La acompañé de una forma maquinal.

Y así fue como me encontré en el dormitorio de Nancy, el mismo que poco antes había visto a través de las cámaras de televisión. Al estar realmente en él, sin embargo, me pareció distinto, me pareció mucho más íntimo. Había algunas fotografías en las paredes y, sobre todo, estaba la muchacha. Estaban sus prendas interiores esparcidas aquí y allá, estaba su aliento de mujer joven, de mujer que tal vez desea ser amada.

La chica me gustaba tanto que creo que, en otras circunstancias, me hubiese lanzado a la carga. Es posible que me hubiera olvidado de todos aquellos sutiles y misteriosos caminos que parecían llevarme al infierno. Porque, ¿quién no se olvida de las pesadillas, delante de unas piernas de mujer como las que tenía Nancy?

Pero yo no pude.

Ante mi mirada parecían flotar aún los ojos muy abiertos, muy asombrados de la muerta. A Ingrid la habían matado de una manera incomprensible, absurda. Igual que a su socio. Pero todo esto, ¿por qué? ¿Por qué?…

La voz de Nancy me sacó de mis pesadillas:

—¿Quieres el güisqui con un poco de agua? ¿O lo profieres solo?

—Solo, por favor. Y bastante cantidad. Creo que esta vez necesito animarme aun a costa de ver las cosas dobles.

Mientras ella lo preparaba, paseé mi mirada por los cuadros que había en la habitación. Algunos de ellos, eran de pinturas que Nancy hizo seguramente cuando era niña. O tal vez los había hecho tía Agatha, ya que las habitaciones las había decorado ella. No lo sé. En todo caso, los cuadros hablaban de un gusto atormentado, de un gusto casi patético.

Había también algunas viejas fotografías. Por ejemplo, una de la casa cuando se estaba reformando. A juzgar por los vestidos de los obreros, aquello debió ocurrir al menos cuarenta años atrás. Y había otra fotografía del interior de una casa, bastante más modesta, en la que destacaba una escalera cuya barandilla caía casi en picado sobre el vestíbulo.

Capté el leve perfume de la piel de Nancy.

Ella me ofrecía el vaso. Sonreía levemente.

—¿Está bien así?

—Sí, muy bien, gracias. Oye… Esta foto no corresponde a la casa en que estarlos ahora.

—Oh, no… Es la única foto que tiene sentido para mí. Representa la casa en que yo viví de niña, con mis padres. Tía Agatha pasaba, a veces, algunas temporadas con nosotros.

Señaló la barandilla y musitó:

—Mi única distracción era resbalar a horcajadas por ella. Recuerdo mi infancia como una infinita tristeza, porque mis padres eran pobres, y también como un infinito aburrimiento. Pero de todos modos esta foto me gusta. Me recuerda cosas que ya no volverán a ser.

Bebí, poco a poco, el güisqui.

En el aire, envolviéndome, flotaba todavía el perfume de la piel de la muchacha.

Pensé que sería maravilloso besarla, que sería maravilloso olvidarse de la muerte.

Miré a Nancy al fondo de los ojos.

Y adiviné en ellos una lucecita que era toda una promesa. Una chispita de complicidad que me estaba diciendo: «¡Anímate, macaco!».

Fui a animarme.

Fui a animarme de tal modo, que quizá la cosa hubiera terminado mal.

Pero en aquel momento alguien abrió la puerta sin llamar antes. Justo en aquel momento entró el bestia de Gordon, mientras decía:

—¿Es aquí donde se pueden encontrar unas piernas? Digo… ¿es aquí donde se puede encontrar un poco de güisqui?

Estaba claro que nada de aquello tenía solución. Mientras paseaba por las calles de Wilbur, mientras me devanaba los sesos buscando a todo aquello una explicación lógica, yo sabía que no la encontraría. Iba a tener que acabar creyendo en la vieja maldición de los indios, cuyos cadáveres yacían entre los cimientos de la casa. Iba a tener que creer en brujerías que venían desde siglos atrás. Y sin embargo…

Sin embargo, ya llevaba bastante tiempo con una especie de chispita roja encendida en el fondo de mi cráneo. Algo me decía que la solución estaba cerca, que yo casi la había rozado con los dedos, y, sin embargo, cuanto más cerca creía tenerla, más inaprensible me parecía.

Me fui a beber un trago al bar de Nora.

Nora volvía a llevar su faldita corta.

Y sus medias negras.

Y sus senos juveniles y erectos, cada vez que se movían hacían «plap, plap, plap».

Nada como aquella preciosidad para olvidarse de los muertos.

Nora seguía sin guardarme rencor. Me sonrió y me preguntó como siempre:

—¿Qué desea, señor?

Le dije que me sentaría bien un gin-tonic.

Lo que me hubiera sentado bien del todo, claro, hubiese sido un gin-nena. Una nena como ella, claro. Pero nuestro mundo está aún muy poco adelantado y hay cosas que no pueden pedirse en la barra de un bar.

Nora se situó cerca de mí.

Me miraba con sus ojos profundos, quietos.

—¿Preocupado?

—Nada de lo que está ocurriendo tiene solución —dije.

—Esto se está llenando de policías de Nueva Orleans —musitó ella, mientras me daba lumbre para el cigarrillo—. Si Gordon insiste en llevar el asunto él solo, va a tener disgustos. Los periódicos de todo el estado ya le están atacando y le están llamando inepto.

—Lo comprendo, y sin embargo… Bueno, yo creo que cualquier otro policía se encontraría con los mismos problemas que él —dije, sinceramente—. No se ha portado como un tonto, ni mucho menos. Tiene un sistema para controlar a los sospechosos en el momento en que se cometen los crímenes. ¡Y resulta que los sospechosos no hacen nada! ¡Resulta que los sospechosos están, como quien dice, metidos en sus camas…!

Nora arqueó una ceja.

—¿Dice que tiene un sistema para controlar? —musitó.

—Sí, eso es —dije, carraspeando.

Pero yo ya pie había dado cuenta de que estaba hablando demasiado. Incluso la actitud curiosa de la chica no me gustó. De modo que bebí el gin-tonic casi de un trago, dejé el importe sobre la barra y susurré:

—Gracias. Procuraré volver mañana.

—Cono usted quiera, señor. Siempre será bien recibido.

Me pareció ver en sus ojos la misma chispita que había visto la noche anterior en los ojos de Nancy. Aquella chispita que me estaba diciendo: «¡Adelante! ¡Tienes luz verde, batracio!».

Pero yo estaba como sobrecogido por una oscura sensación de muerte.

Yo pensaba sólo en la misteriosa mano que mataba en la vieja casa del sur. Yo me ponía a pensar en manos y no pensaba en cambio en las piernas suculentas de Nora.

Idiota que es uno.

Aunque, la verdad, no sabría decir qué era más peligroso.

Si me dejaban las piernas de Nora o las piernas de Nancy para mí sólito, yo no vivía ni una semana.

Todos estábamos metidos otra vez en el sótano, todos estábamos metidos en aquel cubículo desde el cual podíamos ver sin ser vistos, pero que en realidad no nos servía para nada.

¿Qué habíamos adelantado, desde que vigilábamos los tres dormitorios?

¿Qué crímenes habíamos evitado?

Era forzoso reconocer nuestro fracaso, sobre todo el de Gordon. Pero también el mío, porque yo estaba a su lado y podía pensar como él; y sin embargo, tampoco había sabido encontrar ningún sistema mejor.

Partíamos de la base de que alguno de los Forrestal tenía que ser el asesino.

Y esa base demostraba estar equivocada.

¿Nancy era la que mataba?

¿Por qué?

¿No tenía ella la parte sustancial de la herencia? ¿Para qué iba a querer hacerse con la parte de los de los otros, que realmente apenas valía nada?

¿O quizá la asesina era Linda?

Absurdo. ¿Cómo podía matar una niña? ¿Cómo podía tener fuerza para cometer los crímenes? Y sobre todo, ¿cómo podía, a su edad, imaginarlos tan siquiera?

Tercera hipótesis: Oscar.

Oscar sí que tenía cara de asesino nato.

Oscar sí que tenía cara de bestia.

Oscar sí que era un mameluco.

Bueno, basta. Ya está bien de dejarlo como un trapo sucio.

Pero lo cierto era que Oscar tenía algo que ganar, pues llegando a matar a los otros herederos podía hacerse con el total de la fortuna de tía Agatha. Sin embargo, no podía ser el culpable, porque cuando los crímenes se cometieron… ¡él estaba en su dormitorio! ¡Y todavía, que yo sepa, no se ha inventado el sistema de clavar un puñal a través de las paredes!

Resultaba evidente que teníamos que buscar al asesino en otra parte.

¿Pero dónde?

Eso era lo que nos atormentaba a Gordon y a mí.

Y sin embargo…, ¡sin embargo yo estaba sintiendo aún en mi cerebro aquella especie de lucecita roja!

¡Algo me decía que estaba cerca de la solución!

Pero cada vez que pensaba en ello, la veía terriblemente lejos.

Gordon bisbiseó:

—Pronto vamos a oír las doce campanadas. Estemos atentos.

—¿Y el notario se sigue guiando por la radio local?

—Exacto. Al sonar la última campanada, él da la conexión.

Hice un gesto de abatimiento.

—Hasta ahora no hemos conseguido nada, Gordon. Más vale que dejemos este sistema.

—Es la última vez que lo emplearnos —susurró él, invitando mi gesto de abatimiento—. Le juro que es la última vez. Pero antes de desmontar una instalación tan costosa, quiero emplearla también esta noche. Nadie sabe lo que puede ocurrir.

—¿Quiere que le diga una cosa, Gordon?

—Más vale que no la diga, maldita sea.

—Empiezo a creer que los asesinos son los fantasmas. Que son las momias de esos viejos indios que yacían en la cripta. Que una auténtica maldición pesa sobre esta casa. ¡Y que los fantasmas no aparecen en las pantallas de TV! ¡Por tanto, no conseguiremos nada!

Gordon lanzó una maldición.

Quizá me iba a decir algo grueso. Mis palabras le habían molestado porque reflejaban lo mismo que él pensaba sin querer reconocerlo. Pero no llegó a decirlo porque en aquel momento empezaron a sonar las doce campanadas. Las contamos una a una.

Como saboreándolas.

Como temiéndolas.

Y al llegar a la última, yo mismo di la conexión. Las instalaciones funcionaron tan estupendamente como siempre.

Vimos el dormitorio de Nancy.

La muy condenada parecía que lo hiciese a propósito. Se estaba quitando una media.

Todos abrimos mucho los ojos.

Gordon barbotó:

—Esa diabólica zorra…

Pero el tiempo apremiaba. Teníamos que fijarnos en las otras dos pantallas. No podíamos detenernos en la simple contemplación —por muy seductora que fuese— de unas piernas bonitas.

La segunda pantalla nos mostraba el dormitorio de Linda, la muchachita. No recuerdo si el orden en que las miramos fue el mismo de otras veces, pero lo cierto fue que nos fijamos en ellas siguiendo ese turno. Y nos dimos cuenta de que Linda, como las otras veces, estaba en su cama. No dormía, pero estaba leyendo una revista juvenil cuyas cubiertas vimos perfectamente.

Nos quedaba Oscar.

¡Y Oscar Forrestal no estaba en su habitación!

Creo que Gordon y yo lanzamos la imprecación al mismo tiempo. Los dos nos movimos instintivamente hacia la cámara.

Gordon barbotó:

—¡Ese tipo ha desaparecido! ¡Ya tenemos la solución! ¡Es él el que mata!

Moví la cabeza negativamente. No me parecía que la solución pudiera ser tan sencilla. Además, el policía tirador de primera que nos acompañaba gruñó:

—Puede estar en el baño.

—Imposible —dije—. O por lo menos no es normal. La puerta del baño está entreabierta, y el interior se ve a oscuras.

—¡Pues entonces está abajo! —masculló Gordon—. ¡Está abajo liquidando a alguien!

Saltamos casi al mismo tiempo.

Yo pensé en aquel momento que nos hubiera sido relativamente fácil colocar vigilantes en la cripta. Pero estábamos seguros de que los crímenes se hubieran cometido entonces en otro sitio. En realidad, no todos los crímenes se habían cometido en el recinto de las momias.

Entonces, la luz de las pantallas se extinguió.

La extraña retransmisión había sido desconectada.

Todos salimos de aquel cubículo y nos dirigimos al recinto de las momias. Creo que ninguno de nosotros había corrido tanto como en aquel momento.

Penetramos jadeando en aquel santuario del horror.

Pero Gordon no estaba allí. Las cuencas vacías parecían mirarnos desde el fondo de los siglos. En las momias sacadas de su reposo eterno parecía flotar una sonrisa de burla. Gordon farfulló:

—Creo que esta vez nos henos equivocado. Pero en ese caso, ¿dónde está Oscar?

—No hay razón para que los crímenes tengan que cometerse aquí —dije—. Oscar puede haber muerto en otro lugar. O, simplemente, puede haberse largado a dar un paseo.

De pronto me estremecí.

No, Oscar Forestal no se había largado de paseo.

O en todo caso había sido un «paseo» muy largo.

Vi el reguero de sangre colarse por debajo de la puerta.

El cuerpo de Oscar tenía que estar en el exterior, pegado a la pared. Habíamos pasado por su lado sin darnos cuenta.

—Gordon —farfullé—. Mi… mi… naire.

No me di cuenta de que estaba tartamudeando. Tartamudeaba no de miedo, claro, sino de nerviosismo. Todo aquello me pareció, por unos momentos, tan alucinante que perdí el control de mis reflejos. Quedé apoyado en la pared, como si me hubieran hipnotizado, con los ojos perdidos en el vacío.

Fue Gordon el que miró a Oscar.

Y se dio cuenta de que el mayor de los Forrestal tenía muy mala cara. Y tan mala. Le habían atravesado la sien con un estilete. Se la habían dejado hecha cisco. Le habían dado el pasaporte, mientras nosotros tratábamos de ver inútilmente, en la televisión, el desfile de los fantasmas.