17

La mancha de sangre estaba claramente impresa en la hierba, y no era la única. Se formaba un verdadero reguero hasta la esquina de la casa. Creo que los tres lanzamos al unísono una maldición. Y creo que los tres corrimos como liebres hasta aquella esquina.

Pero alguien tropezó casi con nosotros.

Era el policía del casco amarillo. Era aquella especie de hombre robot. Llevaba la pistola reglamentaria en la mano y parecía tan asustado como si los del Vietcong le persiguieron con un retrato de su suegra.

Gordon barbotó:

—¿Pero qué pasa…?

—Oiga, jefe…

—¡Habla de una vez, maldito! ¡Claro que oigo!

—Antes, alguien ha chillado aquí. Ha sido muy breve.

—¿Dónde estabas?

—En el coche. Lo tenía oculto detrás de los árboles como usted me ha dicho. Nadie me veía.

—¿Y qué hora era?

—Exactamente las doce.

—¿Exactamente? ¿Cómo lo sabes con tanta seguridad?

—Porque oía en la radio del patrullero el programa de la emisora local. Han conectado, como de costumbre. Justo al sonar la última campanada he oído ese grito.

Me estremecí.

¡Las doce!

¡Se había cometido otro crimen! ¡Y también a medianoche! ¡Justo a medianoche! ¡Un crimen diabólico, como los otros!

Todos pensábamos lo mismo.

Nos mirábamos más blancos que muertos.

Al fin Gordon susurró:

—No…, no puedo creerlo. Los tres estaban en sus habitaciones… Sobre todo Oscar…

—Es que Oscar no es el asesino —barboté. Gordon me miró con curiosidad.

—¿No? ¿Entonces, quién…?

—Un tipo al que aticé en un parque de Wilbur. Un fulano que está a veces en un coche con matrícula de Nevada. ¡Ese es el asesino! ¡Venga!

Estaba seguro de que aún lo encontraríamos por allí. Seguro de que era él.

Rodeamos, a galope, la esquina de la casa.

Y entonces tuve una de las sorpresas más violentas, más brutales de mi vida.

Porque, en efecto, el tipo estaba allí.

Pero no era el asesino, sino la víctima.

Se había arrastrado hasta el muro de la casa para morir como un perro.

Lo habían degollado.

Sus ojos desorbitados, aún parecían mirar al vacío.

Y estaba apenas a diez pasos de…, ¡de la cámara de las momias!

Gordon mismo necesitó apoyarse en la pared.

Y con voz entrecortada balbució:

—Deténgalo, Stirling. Si ese es su asesino, deténgalo de una vez.

No supe qué contestar.

Menos mal que el tío del casco amarillo me dio un codazo para recomendarme calma, porque de lo contrario yo creo que me hubiera puesto a gritar como un loco.