16

Durante el día estuve viviendo en Wilbur y no me acerqué para nada a la elegante mansión de Nancy. Me hubiera gustado hablar con ella, pero Gordon opinó que era mejor que no nos acercásemos por allí. Había que dar al asesino sensación de confianza. El único modo de cazarle consistía en dejarle un poco de cuerda.

No le faltaba la razón.

De modo que durante aquel día me dediqué a pensar y a dar cien vueltas a aquel asunto, mientras Gordon y sus hombres interrogaban otra vez a todo el inundo en Wilbur, a fin de dejar vacía la casa y que los dos técnicos de televisión pudieran repasar las instalaciones.

Los dos dijeron que lo habían encontrado todo bien.

Pero que un fallo circunstancial podía producirse. Eso debía haber pasado la noche anterior.

Debían ser las once cuando volvimos allí con el mayor secreto. Por el camino, Gordon me explicó que una de las razones del fallo de la noche anterior podía deberse al notario, el cual era algo sordo. Y como el despacho donde estaba instalada la conexión eléctrica se hallaba junto a la carretera general, era muy posible que el paso de los camiones le hubiese impedido oír bien. Por lo tanto había ideado un sistema más cómodo.

—Como la emisora local da las doce campanadas —me siguió explicando—, le he hecho encerrarse en el despacho con la radio puesta. Tendrá las ventanas cerradas y no oirá nada del exterior. Las campanadas tampoco, claro, pero en cambio oirá perfectamente las que dé la radio. Y así no tendremos fallo humano.

Me pareció una buena solución.

La verdad era que todo aquel asunto de las cámaras de televisión no acababa de gustarme y por tanto no pensaba demasiado en él. Pero era Gordon el que llevaba las investigaciones, no yo. De modo que había que aceptar sus ideas.

Cuando todos se encerraron en el sótano, yo no quise esperar allí dentro hasta la medianoche. Por lo tanto, di un largo paseo por el prado, procurando que no me vieran desde la casa, y dejándome bañar por la luz de la luna que se filtraba entre los árboles. He de confesar que todo tenía allí un aire irreal, casi macabro. He de confesar que aquellos rincones maravillosos del sur me parecían más que nunca el reino de los muertos.

Y de pronto entré en el mundo de los vivos.

Mejor dicho, de las vivas.

Ya me había ocurrido una vez. Fue cuando al atravesar la puerta semisecreta del armario, viniendo de la cántara de las momias, me encontré con las piernas subyugadoras de Nancy.

Ahora también me encontré con unas piernas.

Y pensé: A estas las conozco yo de algo.

Ya saben ustedes lo que es eso. Puede que uno no se acuerde de una cara, pero lo que es de unas piernas… Je, je…

La chica estaba sentada al pie de un árbol.

Parecía bastante desanimada.

Algo más allá había un coche con los faros apagados.

El coche también lo reconocí.

Y a la chica, desde luego. Porque era la misma a la que había salvado en el parque de Wilbur, arrancándola de los colmillos del vampiro aficionado a los besos sacacorchos.

Cuando ella me vio, sus facciones se alteraron y una suave sonrisa empezó a asomar a su rostro. Pero la muy condenada no se tapó las piernas, que la luz de la luna alumbraban como en un escenario.

—¿Qué hace usted aquí? —murmuré—. Creí que ya se había ido de Wilbur.

—¿Y usted? ¿Qué hace aquí? ¿Es el dueño de esta casa?

Me pareció que la pregunta la hacía con un tono de esperanza.

—Siento desilusionarle —murmuré—, pero de dueño no tengo nada. La propietaria, desde hace muy pocos días, es la señorita Nancy Forrestal. Y ahora, ¿va a decirme qué hace aquí? ¿Cómo ha llegado hasta este parque con su coche matrícula de Nevada?

—Precisamente trato de hablar con la señorita Nancy Forrestal —dijo.

—¿De qué?

—¡Oh!, sólo de negocios.

—¿A estas horas?

—No, a estas horas, no. He tratado de hablarle hacia las siete. Me ha parecido una hora correcta.

—¿Y ella no la ha atendido?

—Me ha echado con cajas destempladas. No quiere hablar de negocios. Y me ha prohibido que volviera por aquí.

—Está algo nerviosa —dije—. Debe comprenderlo. En esta casa se han cometido dos crímenes.

—De acuerdo, pero no los he cometido yo. Y no ve venido desde Nevada para que no quieran ni oírme.

Me senté junto al tronco del árbol frontero.

Así veía sus piernas mejor.

¡Infiernos, que panorama!

Pero tenía cosas más graves en qué pensar, de modo que susurré:

—¿Va a esperar aquí, toda la noche?

—No, pero tengo tanto interés en hablar con Nancy Forrestal que no me ha importado quedarme aquí. ¿Sabe lo que pienso? Que quizá ella dará un paseo a medianoche.

—¿Y entonces podrá abordarla?

—Sí, eso es lo que pienso.

—Entonces voy a darle un consejo, nena. Por cierto, aún no sé su nombre.

—Me llamo Ingrid. ¿Cuál es el consejo?

—Se han cometido dos crímenes, aquí, se lo repito, y cualquier persona a la que vean merodear es sospechosa. Por lo tanto le aconsejo que se largue. Por cierto, ¿qué ha sido de su amiguito?

—¿Qué amiguito?

—Su socio. El que besaba como una aspiradora.

—Ah, se refiere a Mich… También él está aquí. Los dos nos hemos reunido en Wilbur con el mismo objeto. Es un negocio de millones, ¿sabe?

—¿De millones?

—Bueno, puede serlo…

—Nena —le dije—, tú no estás pasada de moda, pero tu coche sí. Es un cacharro de hace años. No creo que se te vean los millones por ninguna parte.

—Ya he dicho que depende.

—¿Qué pretendéis? ¿Comprar esta casa?

—No. Y no me hagas más preguntas porque no pienso contestarte.

Me encogí de hombros.

—Bueno, pero a todo esto, ¿tu amiguito dónde está?

—No sé… Corre por ahí…

—¿A medianoche?

—Sí, a medianoche. Las tinieblas le gustan.

Sentí que una lucecita se encendía en mi interior.

Una lucecita roja de alarma. Una lucecita que hacía «tilín tilín» como las de los coches patrulleros de la policía. Y como las de las ambulancias que llevan a los que van a morir.

Barboté:

—Me gustaría saber dónde está tu amiguito ahora, nena.

—¿Para qué? ¿Para partirle la cara otra vez?

—Quizá no. Quizá sólo para hablar con él.

Se puso en pie y se alisó la falda. Mis miradas ansiosas a sus extremidades no parecían haberle producido el menor efecto. Consultó su reloj e hizo un gesto de cansancio.

—Ya no conseguiré nada —musitó—. Faltan cinco minutos para las doce.

Aquello fue la segunda señal de alarma, para mí. Consulté también mi reloj y vi que ella tenía razón. Si quería estar junto a las pantallas de los televisores a medianoche, tenía que darme prisa.

—Perdona que insista —dije—, pero es mejor que te vayas. De todos modos, si mañana sigues en Wilbur, trataré de concertarte una entrevista con Nancy Forrestal.

—¿Tiene influencia?

—A ratos.

—No sabes cuánto te lo agradecería. Sería maravilloso que pudieras conseguirlo. Yo haría por ti lo…, lo…, lo que fuera.

Y me demostró qué era lo que podía hacer.

Me dio algo así como un anticipo.

Entreabrió sus labios y se acercó a mí.

Yo me sentí vampiro. Me sentí aspiradora. Me sentí máquina de succionar. Me sentí tragaperras. Todo lo que ustedes quieran antes de apartarme de aquel monumento palpitante que respondía con besos a los besos. Podíamos haber estado así hasta que pasase el expreso de Ottawa, que creo que pasaba una vez cada dos días.

Pero la lucecita de alarma volvió a encenderse en mi interior.

¡Cuerno!

¡Ya sólo era cuestión de segundos!

—Tengo que dejarte —murmuré—. Abur, chata. Mañana nos encontraremos en este mismo sitio. Trae algún reconstituyente porque lo vamos a necesitar los dos.

Y salí corriendo.

Cuando entré en el sótano, ya se oía la primera campanada. Todos estaban expectantes. Esta vez el equipo de televisores no podía fallar. Yo contuve también la respiración.

—Nueve… Diez… Once… ¡DOCE!

¡Chask!

Gordon mismo dio la conexión. Y las pantallas transistorizadas se iluminaron al instante, descubriendo la intimidad de los tres dormitorios a la vez. Nuestros ojos ansiosos, los recorrieron.

Había la suficiente luz.

La primera persona a la que vimos fue a Linda, metida en su cama. La niña dormía plácidamente. Ya dábamos por descontado que ella no podía ser la asesina, de modo que apenas nos fijamos.

Luego estaba el bestia de Oscar Forrestal.

Oscar Forrestal no se había acostado aún. Con una lámpara encendida, hacía gimnasia, dándonos la espalda. Y cada vez que se tocaba los pies con las puntas de los dedos, nos enseñaba el pompis.

Gordon masculló:

—¡Buaaaah! ¡Lástima de flecha bien clavada ahí en medio!

Luego, nuestros ojos ansiosos fueron hacia la tercera pantalla.

El dormitorio de Nancy. Ella tampoco dormía. ¡La muy zorra!

¡Ni que lo hubiera adivinado!

¡Ante el tocador, se estaba dando masaje en las piernas!

Gordon susurró:

—Cuerno…

Y yo:

—Cuerno…

Y el policía:

—Cuerno…

—¡Basta! —gritó Gordon—. ¡Les prohíbo que hablen de mi padre!

—Hombre, no hay que ponerse así…

En aquel momento, las pantallas se oscurecieron.

El notario, desde Wilbur, acababa de cerrar la conexión.

Ninguno de nosotros se preocupó de si había transcurrido medio minuto o no. En todo caso, ya habíamos visto bastante.

Gordon lanzó un suspiro.

—No se ha cometido ningún crimen —dijo—. Menos mal…

—Es que usted da por supuesto que el asesino es uno de los Forrestal, aunque no veo en qué les beneficia matarse unos a otros —dijo el policía, tirador de primera—. Pero el asesino puede ser otro. O puede ser verdad lo que la gente dice en Wilbur: lo de la maldición de los indios seminolas.

—La maldición, la maldición… —barbotó Gordon—. ¡Vete a la porra, muchacho…! ¡La única maldición que yo sé es la de tener que estar aquí a estas horas, en lugar de perseguir a la telefonista de Wilbur!

—La telefonista de Wilbur es una buena chica —dije—. No se meta con ella.

—¡Bah!

Salimos los tres.

La luz de la luna pareció calmar a Gordon. Anduvimos sobre la mullida hierba procurando que no se nos viese. El jefe de la policía de Wilbur murmuró:

—Lo que decía… No se ha cometido ningún crimen. Al fin y al cabo las cosas se irán arreglando…

Y de pronto se detuvo.

Con una pata en el aire.

Como un perro cazador de los que se quedan de muestra.

Porque la luz de la luna acababa de iluminarla perfectamente. Aquella mancha de sangre…