15

A la mañana siguiente ya estaba en Nueva Orleans otra vez. Aquella especie de astronauta del chaquetón de piel y el casco amarillo ya me esperaba en el aeropuerto con su patrullero revientamillas. Gordon podía ser un sucio servidor de los caciques del sur, pero se preocupaba por mí, de eso no cabía duda.

El patrullero me llevó, no directamente a Wilbur, sino a una calle del delicioso barrio francés de Nueva Orleans.

Ya ha oído usted hablar de él.

Calles con sabor antiguo, deliciosos patios donde hay instalados restaurantes de la vieja Europa, salas de jazz y habitaciones discretas por cuyas puertas asoma de vez en cuando la silueta de una mujer despampanante. De una de aquellas casas salió Gordon.

El muy buitre no iba de uniforme, sino de paisano. Aún olía a perfume. Y aún venía arreglándose el nudo de la corbata.

Yo no hice caso de aquello. Encendí un cigarrillo y pregunté:

—¿Ha habido alguna novedad, Gordon? ¿Ha podido instalar las cántaras?

—Sí, claro que sí.

—¿Sospechan algo?

—¿Qué van a sospechar? Todos estaban en mi despacho, siendo interrogados, mientras los técnicos maniobraban.

—Supongo que empezará a funcionar todo esta noche, ¿no?

—Por supuesto. A las doce en punto, medidas con las campanas de la torre de Wilbur.

—¿Qué ha dicho el notario?

—Se ha quejado de que le hagamos trabajar a esa hora, mas para eso está, ¿no? Si hay que dar testimonio de una cosa a la hora que sea, tiene que hacerlo. Y además cobrará sus buenos dólares, el muy bestia. La policía tendrá que pagárselos.

—¿Funcionan los canales? ¿Han hecho alguna prueba?

—Sí. Hemos hecho una prueba y funcionaban perfectamente. Con una nitidez asombrosa. Mire lo que han recogido las cámaras en los cinco minutos de prueba. Hemos podido fotografiarlo. Y me puso en las manos dos grandes ampliaciones fotográficas, donde se veía, con una claridad impresionante, el dormitorio de Nancy. Y en el dormitorio se veía a la chica. Y la chica estaba sacándose un vestido por la cabeza. Todo lo de abajo era… Bueno, lo diré: Era…, era…, era… Bueno, no lo diré. Lo siento, amigo.

—Es usted un cerdo, Gordon —mascullé.

Gordon no se ofendió.

—Ande, quédeselas si quiere, hombre —dijo socarronamente.

Yo estuve dudando, pero al final no se las devolví.

Pillo que es uno.

Gordon se puso un cigarro entre los dientes y masculló:

—Yo seré un cerdo, amigo, pero usted es un cerdito… ¡Chúpese esa!

No mirábamos nuestros relojes.

Desde quince minutos antes los ignorábamos premeditadamente, porque podían inducirnos a confusión. La señal única, la señal fija, que eran las campanadas de la torre de Wilbur, llegará a nosotros perfectamente. Y sabíamos que ya faltaba muy poco.

Casi conteníamos la respiración.

Encerrados en el sótano, los cuatro sudábamos.

Aparte de Gordon y yo mismo, había un tirador de primera que intervendría en caso necesario y un fotógrafo que tomaría placas, también en caso necesario. Las placas podrían ser esenciales en caso de tener que llevarlas ante un juez.

La única duda era si habría bastante luz en las habitaciones, para captar las imágenes. Pero usted ya sabe que las cámaras de televisión suelen ser más sensibles que el ojo humano.

Y no se trataba de ver las cosas con detalle, sino de reconocer a las personas. Nos basta con ver los bultos de las mismas.

Gordon farfulló:

—Tiene que ser ahora…

En efecto, oímos las doce campanadas.

Una ventana abierta del sótano nos lo permitía. Esperamos ansiosamente a que diera la última. Yo tenía la mano apoyada en la palanca que daría la conexión. Y en el momento de sonar la última campanada, apreté.

Lo que vimos fue muy raro.

Como un parpadeo.

Bruscamente, aparecieron en la pantalla triple las tres habitaciones en que había objetivos; la de Oscar, la de Nancy y la de la niña. Los tres habían sido obligados a dormir en la casa para así vigilarlos mejor.

La visión fue bastante clara.

Pero no duró nada. No pudimos ver ni los muebles. De pronto, ¡zas!, las pantallas quedaron a oscuras.

Acababa de terminar la conexión.

¿Quién había hablado de treinta segundos?

¡Ni cinco!

¡Había sido como un flash, flash que no nos servía para enterarnos de nada!

Gordon hizo con las manos un gesto rabioso, como si fuera a estrangular a alguien.

—¡Ese notario! —barbotó—. ¡Ese notario hijo de perra! ¡Les juro que me lo cargo!

—¿Pero qué ha sucedido?

—¿Y qué va a suceder? ¡Que ha cortado la conexión! ¡Que no ha esperado los treinta segundos! ¡No hemos visto nada!

—Puede ser una avería —dije.

—¿Una avería? ¡El que está averiado es él! ¡Espere! ¡Yo a ese tío lo hago papilla!

Salió haciendo ruido, y yo le recomendé calma porque no convenía que los de la casa se enteraran de que estábamos allí. Hacía falta tener prudencia.

De todos modos no parecía haberse cometido ningún nuevo crimen. La casa estaba en calma y no se oía un susurro. Atravesamos el parque medio agazapados y nos metimos en el coche patrullero que estaba tras unos arbustos. Pero para encontrar las llaves hubo que perseguir al chófer —el astronauta del casco amarillo—, que a su vez estaba persiguiendo, entre los matorrales, a una chica.

Gordon fue a sacudirle, pero le dio en el casco.

Con los nudillos medio rotos, estuvo acordándose de todos sus antepasados hasta que llegamos a Wilbur. Entonces fue en busca del notario.

El notario estaba metido en el bar de la telefonista. En el bar de la chica con medias negras.

Gordon lo sacó casi a rastras.

Pero, mientras lo arrastraba, no hacía más que mirar las piernas de la chica. Y por poco salen por el escaparate los dos.

Cuando lo tuvo fuera, empezó a zarandearle. Le dijo todo lo que sabe decir un bondadoso y honesto policía del sur. Se acordó de su padre. Dijo no sé qué acerca de los amigos de su madre. Le preguntó por los siete camioneros que le habían puesto un pisito a su hermana. Y sólo cuando el notario dijo que tomaba nota de todo aquello y que lo repetiría ante un tribunal, empezó a calmarse el buenazo de Gordon.

Si alguna virtud tenía Gordon, era que nunca decía una frase que pudiera molestar a alguien. Palabra. El notario se secó las partículas de saliva que le habían saltado a la cara.

—¡Le aseguro que he esperado los treinta segundos! —masculló—. ¡Medidos con un cronómetro de competición! ¡Y usted a mí no me chilla…!

—¡Qué cronómetro ni qué cuernos! ¡Lo que le pasaba a usted era que estaba mirando las piernas de la vecina!

—¡Estaba yo solo! ¡Y le juro que he contado bien!

Gordon se declaró impotente. No había razón para creer que el notario fuese tonto. Y mucho menos que mintiera. Le pareció que sólo había una explicación razonable.

—Una avería —masculló—. ¡Eso tiene que ser! ¡Una avería en un circuito que no ha sido debidamente comprobado! ¡Y aquellos dos cerdos de Nueva Orleans diciéndome que hasta podría ver a Nancy a través de las sábanas! ¡Ahora mismo voy a Nueva Orleans y me los cargo! ¡Los saco de la cama y los hago papilla!

—Hay averías que no pueden preverse —dije—. Las emisoras están llenas de técnicos y también les pasa.

—Es que los técnicos de las emisoras son unos gandules. No pasa como con los policías, que trabajamos día y noche y encima hemos de tragarnos lo que tenemos en la boca. ¡No podemos decir nada! ¡Malditos vagos! ¡Cerdos! ¡Inútiles! ¡Gorrones! ¡Hijos de un sapo tuerto! ¡Ma…, ma…, ma…, bueno, he estado a punto de decir una barbaridad!

—Barbaridades ya ha dicho bastantes, Gordon. Como ejemplo de policía que tiene que callarse, no lo hace usted mal. Y como la cosa no tiene remedio, más vale que avise a esos hombres para mañana. Pueden repasar la instalación.

—¡Claro que les avisaré! ¡Y a la hora de cobrar, que se vayan a ver al presidente de Estados Unidos!

Hizo un gesto.

—Bueno, volvamos a Wilbur. Hay que dar un repaso por allí. ¿Pero dónde cuerno está el chófer?

Al chófer lo encontramos tumbado en el bar.

Fingía haberse desmayado, y la chica de las medias negras, muy asustada, le daba masaje en la cara.

El muy cafre sólo tenía abierto un ojo.

Pero ya bastaba.

¡Menudo lote!

Gordon dudó entre dos cosas: entre desmayarse también él o entre llevarse a aquel tío a la funeraria, con casco amarillo y todo. Al fin optó por el término medio. Bondadoso como siempre, dejó caer un fósforo encendido entre los labios del policía.

Yo creo que el del casco amarillo aún está corriendo.

Pero, por mi parte, no corrí.

Se estaba muy bien allí, en la tibia soledad del bar, junto a la chica de las piernas mórbidas.

—¿Es que no cierras nunca? —murmuré.

Ella no parecía muy ofendida por la barbaridad que le dije, la última vez que nos vimos. Me sonrió con una sonrisa más bien cansada y musitó:

—Es que el servicio de la centralita dura hasta la una de la madrugada. ¿Qué va a tomar, señor?

Yo la hubiera tomado a ella dentro de una copa.

Pero me aguanté.

—Un gin-tonic —dije—. Y con mucha ginebra.

Me sentía bien allí. El tocadiscos desgranaba una suave música. Hasta la luz era tibia. ¡Y la muchacha, aun no queriendo provocar, se movía con tanta gracia! ¿Quién se acordaba, en esa hora caliente del sur, del condenado mundo de los muertos?