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«El reino de los muertos… Todo aquello era el reino de los muertos… Yo lo sabía… Sabía que acababa de entrar en él… Las luces espectrales del reino de los muertos…»

Sentí que se me helaba la sangre en las venas. Sentí que todas aquellas ráfagas heladas de las calles de Nueva York se metían dentro de mi cuerpo. ¡Estaba seguro! ¡Era la voz de Nancy!

¡Otra vez!

Pero así como antes las palabras tenían una ilación y las frases seguían en buen orden, unas a otras, ahora aparecían desordenadas, inconexas… Eran como frases sueltas. Eran esas frases sin sentido que uno escucha en los sueños. Sin embargo ahora no estaba soñando, sino sumido en una especie de duermevela que no me impedía darme cuenta de las cosas.

Abrí los ojos de pronto.

Estaba solo en la habitación.

Solo bajo la luz compacta, la luz metálica que descendía del techo.

¡Y sin embargo la voz seguía sonando!

¡Yo la escuchaba tan claramente como el compás de mi propia respiración!

¡No dormía!

La puerta se abrió, entonces.

La figura del doctor Hugues se recortó en el umbral.

Ya no estaba medio bebido.

Al contrario, se le veía sereno. Y escuchó aquello asombrado, sin acertar a comprender.

—Oiga, Stirling —masculló—. ¿Con quién habla?

—¡Eso quisiera saber yo, demonios! ¡Yo no hablo con nadie, pero oigo esa voz! ¡Y usted también! ¡Ninguno de los dos estamos borrachos ni dormidos!

Hugues miraba desorientado en torno suyo.

Y de pronto lo comprendí.

¡Infiernos! ¿Cómo no me había dado cuenta antes?

¡Las tuberías!

¡Las tuberías del lavabo que aún no estaba instalado comunicaban con la planta baja o quizá con los mismos sótanos!

¡Por allí llegaba la voz!

—Hugues —susurré—, eso que usted oye era una de las cosas que me volvían loco. Pero ahora me doy cuenta de que todo tiene una base real. ¿Dónde terminan esas tuberías?

—En los sótanos. Ahora me doy cuenta de lo que quiere decir… Sí… En los sótanos también están instalando lavabos nuevos y los correspondientes desagües. Las tuberías están sin terminar en aquel extremo y en este. Por tanto hacen de tubo acústico.

Me levanté de un salto.

—Vanos allá —barboté.

Al menos entendía por dónde había llegado la voz. Ahora sólo me faltaba conocer su origen. ¡Porque la voz era la de Nancy! ¡De eso estaba seguro! ¡Y ella no podía haberse encontrado en dos sitios al mismo tiempo!

Me dejé guiar por Hugues hasta los sótanos, porque él conocía el edificio mucho mejor que yo. Y allí nos encontrarlos en una inmensa sala, donde, en efecto, había varios lavabos por instalar. Pero no eran exactamente lavabos, sino fregaderos para objetos de laboratorio. Porque allí, efectivamente, se encontraban los laboratorios de la clínica, así como la oficina de control de datos.

No, no hay que asustarse.

Con ese nombre tan científico, se designaban los archivos con las fichas de los pacientes y las cintas magnetofónicas donde estaban grabadas las confesiones de los mismos. Porque a los drogadictos se les hacen grabar sus experiencias como un medio para curarlos. Y además aquella clínica no solo acogía a aficionados a las drogas, sino también a trastornados mentales, a personas desesperadas o inquietas, a posibles suicidas, a toda esa fauna de medio locos que pululan por las ciudades y que necesitan tratamiento médico.

La voz de Nancy estaba recogida en un casette.

Dos médicos la estaban escuchando muy atentamente, casi junto a la tubería cortada cuyo otro extremo llegaba a mi habitación. Hacían retroceder y avanzar la cinta a saltos, lo cual era el origen de las frases inconexas que yo había oído poco antes.

Puse la zarpa encima del aparato transmisor.

Lo desconecté.

Los dos tipos me miraron con asombro y con miedo, como si yo fuera el amo de la clínica y les hubiera pillado leyendo una revista pornográfica.

Uno de ellos susurró:

—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?

—Soy miembro de la policía —mentí a medias—. Quiero saber a quién pertenece esta voz.

—Aquí está escrito, encima del casette. Pertenece a una mujer llamada Nancy Forrestal.

Nancy… De modo que no me había equivocado.

—La escuchamos con frecuencia —añadió otro de los médicos—. Es un caso clínico que nos desconcierta.

—¿Un caso clínico? ¿Es que Nancy Forrestal estuvo aquí?

—Claro que estuvo. Vino porque quería que la curáramos. Decía que había estado en el reino de los muertos, ¿sabe? Era un caso raro, pero no tan raro como parece. Hay quien se descuelga por aquí diciendo que ha pasado el fin de semana en el infierno y que le ha ganado diez dólares al póquer al mismísimo diablo. Maniáticos hay muchos. Pero lo de esa mujer era distinto, porque sufría horriblemente. Grabamos su voz, como es costumbre, mientras explicaba el caso. Así podemos estudiarlo luego las veces que haga falta. Le dimos unos calmantes y volvió un par de veces más. Pero luego se largó… Por medio de un cheque, recibimos el importe de la cuenta de la clínica. Aún lo recuerdo. El cheque era contra un banco de Nueva Orleans.

Apreté los labios.

Todo coincidía, pero ahora tenía un dato nuevo: la pobre Nancy no mentía. Ella creía haber entrado de verdad en el reino de los muertos. La primera vez que fue a la casa de sus antepasados, se asustó tanto que volvió a Nueva York y se sometió a un breve tratamiento médico que no tuvo fuerzas para continuar. La muchacha había pasado por una terrible pesadilla que, para ella, aún duraba.

Hice un gesto de disculpa.

—Les ruego que me perdonen —murmuré—. Ahora me explico muchas cosas que antes no me explicaba, ¿saben? Pueden seguir con su trabajo.

Salí de allí.

Mis hombros se doblaban con un gesto de impotencia.

El hecho de que hubiera aclarado el «misterio» de la llegada de la voz de Nancy, no borraba el otro misterio: ¿existía el reino de los muertos? ¿Nancy y yo habíamos entrado realmente en él?

Hugues me dio un codazo.

—Oiga, amigo —farfulló—, me he dado cuenta de una cosa. Le tengo en mis manos.

—¿Qué dice?

—No retiro la denuncia si no se larga ahora mismo y vuelve con otra botella…