13

El viaje a Nueva York fue rápido, pero ya no resultó tan rápido encontrar a Hugues; en la clínica, adonde telefoneé sin dar mi nombre, me dijeron que no entraba de guardia hasta las nueve. En cuanto a su domicilio particular, se negaron muy razonablemente a dármelo si no decía antes quién diablos era yo. Busqué en la guía y vi que Hugues no tenía teléfono a su nombre.

En consecuencia, me iba a ser imposible localizarlo en la multitudinaria Nueva York.

Decidí esperar a las nueve.

Y a las nueve me presenté en la maldita clínica donde había tenido miedo de volverme loco. Regresé al maldito pasillo donde había vivido tanto tiempo. Volví a ver las malditas puertas. Y volví a tropezarme con los malditos ojos de pez de Stanton.

Stanton se alegró al verme. Se alegró tanto que lanzó al aire una especie de carcajada de hiena.

—¿De modo que ya está aquí otra vez, Stirling? Ha vuelto al corral, ¿eh? ¡Espere un momento! ¡Espere un momento y no trate de huir otra vez, porque será inútil! ¡Voy a avisar a la policía!

Descolgó uno de los teléfonos que había en el pasillo.

Eso es; descolgó.

Y yo hice todo lo contrario.

Eso es; colgué.

Lo colgué a él.

Stanton no supo cómo y se encontró balanceándose al extremo de la percha que había en la sala de descanso.

Lo había sujetado al gancho por el cuello de la americana.

—¡Sáqueme de aquí, Stirling, maldito sea! ¡Sáquenle de aquí o aviso a la policía!

—Me parece que tendrá que empezar por avisar a los bomberos, so buitre.

—¡Sáqueme de aquíííííí…!

Temí que alborotara la clínica y le descolgué. Pero lo mantuve alzado en vilo, mientras lo sujetaba por las solapas.

—Usted ha acabado su guardia, Stanton. Si le he encontrado aquí, es por pura casualidad. Y ahora déjeme en paz. Con el que quiero hablar es con Hugues. No pienso cometer ningún delito.

No sé si el tío me creyó. Pero lo que sí creyó fue que, si no me dejaba en paz, iba a pasar colgado de la percha las fiestas de Año Nuevo.

—Le dejo, Stirling —susurró—. Todo ha sido un malentendido.

Y se escabulló casi por debajo de la puerta. Se escurrió como se escurre por un sumidero un charquito de agua sucia.

Yo sabía que iba a delatarme al policía que estaba en la puerta.

Pero el policía de la puerta formaba parte del mejunje, de modo que fingiría ponerse a buscarme, pero no me encontraría ni el día de su jubilación.

Seguí por el pasillo. Y encontré a Hugues.

Hugues acababa de entrar de guardia.

Al verme se sujetó la mandíbula, como si temiera que esta se le fuese a escapar.

—No. Stirling —balbució—. Otra vez no, maldita sea.

—No he venido a pegarle, Hugues. Todo lo contrario.

—Entonces ha venido a echarme por la ventana.

—Nada de eso, Hugues, por Dios.

—Dígalo de una vez. Ha venido a pedirme dinero.

—Lo que trato de hacer es pedirle perdón. Fui un cerdo, lo reconozco. No debí pegarle a usted, que es una de las mejores personas que he conocido. ¡Pero estaba tan nervioso, tan deshecho…!

—Humm… Lo curioso es que ha llegado una orden dándole de alta.

—Ya estaba curado cuando le pegué, Hugues. Por eso sentía que estaban cometiendo una injusticia conmigo. ¡No podía más! Pero no sé si sabrá perdonarme.

—Bueno, hombre, bueno… Yo me hago cargo.

—¿Quiere que echemos un trago para celebrarlo?

—¿Para celebrar qué? ¿El mamporro…?

—No, hombre, no. Nuestra amistad…

—Está prohibido empinar el codo en horas de servicio.

Di un codazo a la botella chata de güisqui que yo llevaba previsoramente en uno de los bolsillos de mi americana.

—Podemos beberla en mi antigua habitación —dije—. ¿Está vacía?

—Sí, aún lo está. No ha pasado tanto tiempo…

—Pues vamos.

Me produjo una sensación deprimente volver a entrar allí, donde tanto había sufrido. Y dónde…, ¡dónde tan inexplicablemente había oído la voz de Nancy! Pero al menos aquel era terreno conocido. Nos sentamos, destapé la botella y gruñí:

—Hum… Veo que aún no han instalado el nuevo lavabo.

—Es un asco. Se han pasado semanas sin conectar las tuberías.

—¿Un trago?

—Venga.

Empinamos el codo los dos.

—¿Otro trago?

—Venga.

Empinamos el codo los dos.

—¿Otro trago?

—Venga.

Empinamos el codo los cuatro. Digo los dos… Bueno, no estoy muy seguro. No me hagan demasiado caso.

Cuando a Hugues lo llamaron con urgencia, ya nos habíamos zampado la botella. Al salir, Hugues me juró que retiraría la denuncia y que juraría a la policía que yo era algo así como su padrino de bodas. Se largó y al cabo de unos instantes oí a la enfermera gritar en el pasillo: «¡No, doctor! ¡Es en esa puerta de al lado! ¡Se está usted metiendo en el armario!».

Me zampé las últimas gotas que quedaron y cerré los ojos. Al fin y al cabo se estaba bien allí, en la confortable butaca, mientras las calles de Nueva York empezaban a ser recorridas por un viento gélido. No sé si me quedé dormido, pero al menos un poco adormilado sí que me quedé. Tenía esa especie de duermevela de que disfrutan los gatos en invierno. No sé tampoco cuánto tiempo pasó.

Y entonces…, ¡entonces oí otra vez la voz! ¡Oí de nuevo la voz de Nancy!