Estábamos los dos en un despacho que Gordon tenía muy cerca del depósito de cadáveres. La autopsia acababa de demostrar que, en efecto, el melenudo había muerto a las doce de la noche anterior, minuto más minuto menos. También demostraba que, en efecto, la primera impresión del forense fue exacta: le habían atravesado la sien con un punzón, lo que no le mató en el acto pero le dejó inconsciente. Después de eso lo habían arrastrado hasta el lago, dejándolo hundirse en un sitio donde las aguas eran bastante profundas. Allí se había producido la muerte, mediante lo que el parte del forense decía: «Asfixia por inmersión».
Gordon dio un puñetazo a la mesa.
—¡Maldita sea! —bramó—. ¡Y lo peor es lo que acaban de decirme los cerdos del Servicio de Huellas! ¡Los que hacen un molde en yeso de las marcas de los pies!
—¿Qué le han dicho, Gordon?
—Que sólo están las de la víctima. El asesino no las dejó porque… ¡Porque iba descalzo! ¡Y los pies descalzos no quedan marcados!
No supe por qué, pero me estremecí.
Aquello daba al crimen una cierta originalidad salvaje.
—También necesitó bastante fuerza —dije—. No tanta como en el crimen anterior, pero al fin y al cabo bastante fuerza. ¿Dónde estaba Oscar?
—Aún no ha firmado nada. Lo están interrogando mis hombres.
—Pues no espere que firme nada, Gordon. Conozco a esa clase de tipos. Tienen una especie de cazurrería campesina que los hace invulnerables. Las amenazas resbalan sobre su piel de tortuga. Si no hay pruebas que los aplasten, ellos no sueltan una palabra. Y pruebas aplastantes no las hay en este caso.
Gordon ahogó una maldición.
Sabía lo mismo que yo, pero eso no le hacía feliz, ni mucho menos.
—Mis hombres le apretarán las clavijas —masculló—. Son capaces de invitarle a jugar con ellos un partido de fútbol. Todo dentro de la ley, claro. Y cuando estén jugando el partido de fútbol, van y le arrean tal patada en tal sitio que me lo dejan inútil para el servicio militar. Y yo le juro que el tío canta. Y si no canta así, le hacen un penalti sentándose los once encima. ¡Vamos a oír más ópera que en el Metropolitan, amigo!
Moví la cabeza, negativamente.
—No comparto su optimismo, Gordon. No sacará nada y usted lo sabe. Lo único que puede hacer es pedir ayuda a la policía de Nueva Orleans.
El tío por poco se me sube encima de la mesa y por poco me adorna con la punta de su bolígrafo la oreja izquierda.
—¡Nunca! ¡Eso no lo haré nunca! —bramó—. ¡Está mi prestigio! ¡No voy a pedir nunca auxilio a esos cerdos de Nueva Orleans que se dedican todo el día a perseguir a las negras!
Y escondió, de pronto, una foto que tenía en su escritorio, la foto de una suculenta negra que se estaba poniendo unas medias color plata.
—Usted solo no conseguirá nada, Gordon —susurré—. No tiene medios.
—Lo sé. Y lo peor es que he llegado a creer en algo sobrenatural. La maldición de los indios está de por medio. Yo antes me reía de esas cosas, pero lo que es ahora…
—Por eso le he advertido que no podrá hacer nada, Gordon.
Me apuntó con el dedo.
—Tengo una idea —dijo—. Porque ha de saber que yo también tengo ideas, maldito polizonte de Harlem, sucio pesquisa que se dedica a poner en orden las basuras de Manhattan.
No hice caso de sus insultos.
—¿Una idea? —pregunté, mirándole desafiante—. No me diga… Pero suéltela. Así nos reiremos los dos y saltaremos de la silla. Será como si nos hubieran dado masaje en los riñones con un cepillo.
—Más vale que no bromee tanto. Esos dos asesinatos se han cometido ambos a medianoche, ¿no?
—Exacto.
—Eso parece indicar una cierta manía en el asesino. O también podría ser el efecto de una maldición en la que no quiero creer. Eso de los muertos desenterrados no me gusta.
—Olvídelo. Imaginemos que es manía del asesino.
—Bueno… Si trata de cometer un nuevo crimen se moverá sobre las doce de la noche, ¿no?
—Eso es lo único que está claro.
—También está claro que lo atraparé.
—¿De qué modo?
—Ojo, amigo, ojo.
—¿Ojo? ¿Es que a cada habitante de la casa lo va a tener con guardias de vista durante las veinticuatro horas del día?
—No hará falta.
—¿No? ¿Y cómo va a arreglárselas?
Gordon dijo una sola palabra:
—Televisión.
—¿Qué?
—Un circuito cerrado. Ellos no lo notarán.
—¿Va a instalar un circuito cerrado en esa casa, sin que se den cuenta?
—No es tan difícil. Sólo se trata de instalarlo en las habitaciones donde duerman los Forrestal. Los demás no me preocupan.
—¿Cree que uno de los Forrestal es el asesino? —susurré—. ¡Ya sólo quedan tres! ¡Y yo imaginaba que usted solo sospechaba de esa bestia de Oscar!
—Claro que sospecho de él, pero no puedo vigilarle en exclusiva. Si vigilo a los demás lo hago para protegerles. Evito que salgan de sus habitaciones a la hora crítica.
Nada de aquello me convenía. Hice un gesto de cansancio y pregunté:
—Unos trastos así se notan, amigo. Las cámaras de televisión son de alivio. ¿Cómo se las ingeniará para que no vean el tejemaneje mientras las instalan?
—Les interrogo a todos durante cuatro horas aquí, y dejo la casa vacía. En cuatro horas me la vuelven al revés.
—Pero las cámaras se notarán…
—No, si están instaladas detrás de los espejos que hay en cada habitación, espejos que dejan un amplio hueco a su espalda. Ahora son de modelo normal, pero puedo cambiarlos. Puedo hacer que sean de esos que transparentan la figura del que se mira en ellos.
—¡Gordon, usted es un cerdo! —grité.
—¿Por qué?
—¡Porque verá a Nancy quitándose la combinación! ¡Y en cuanto ella se entere, le clava una denuncia que lo deja seco! ¡Lo que usted trata de hacer está prohibido por la ley!
Movió negativamente la cabeza.
—También he pensado en eso —me dijo—. No me quiero jugar la carrera por una denuncia de esa clase. Las cámaras funcionarán mediante una orden eléctrica que pondrá en funcionamiento un notario a las doce en punto, y que dejará de provocarse medio minuto después. Por eso no pueden acusarme. ¡Tendré la prueba absoluta de que las cámaras sólo han funcionado medio minuto cada veinticuatro horas! ¿Se da cuenta de lo que pretendo? La persona que a las doce de la noche esté en su cama, no puede ser nunca culpable de lo que a esa hora exacta suceda. Y la que a esa hora entre o salga de su dormitorio… ¡cataclac! No se dará cuenta de nada y ya tendrá las esposas puestas, si yo abrigo la menor sospecha.
Yo encendí pensativamente un cigarrillo.
No podía despreciar el plan de Gordon.
Aunque las leyes norteamericanas son muy estrictas en eso de respetar la intimidad de las personas, nadie podría acusar a Gordon por haber «filtrado» una cámara en un dormitorio durante medio minuto al día. La prueba que se obtuviese no sería considerada ilegal. Pero eso significaba que las cosas tenían que hacerse bien o nos habríamos metido en un callejón sin salida. Una prueba obtenida por medios fraudulentos, es decir ilegales, no sería admitida en los tribunales, y en consecuencia nada se habría obtenido.
—Sólo medio minuto —dije—. Eso es muy importante. Y controlado por un notario para que él lo certifique.
—Esa es mi idea —dijo Gordon—. Y todos seremos ojos y oídos en esa hora crítica.
—Pero una instalación de escucha aquí, en Wilbur, será muy complicada —susurré—. Harán falta cables, controles…
—El lugar de escucha lo instalaremos en los mismos sótanos de la casa —dijo Gordon—. La instalación resultará muy sencilla y completamente invisible, ya verá. Haré venir de Nueva Orleans a un par de técnicos que son unos verdaderos artistas.
Cabeceé, sintiéndome convencido.
Era un buen sistema.
Siempre y cuando un próximo crimen —si lo había— se cometiera exactamente a las doce. Eso era esencial. Ni antes ni después podríamos intervenir a tiempo. Pero dos asesinatos cometidos a la misma hora nos daban una base suficiente para creer en las coincidencias.
Gordon descolgó el teléfono.
Discó un cierto número de Nueva Orleans, ya que la línea era directa, y se puso en contacto con unos fulanos a los que llamó Armstrong y Jones. Les dijo que a la mañana siguiente, a las nueve, tenían que estar en Wilbur con un camión cargado de materiales. Yo di por descontado que Armstrong y Jones eran los técnicos en televisión que él necesitaba.
Después de colgar, Gordon barbotó:
—Ya está; ahora solo me falta citar a la gente aquí, a la misma hora. Me refiero a todos los habitantes de la casa. Les interrogaré hasta mediodía, y para entonces el pastel ya estará hecho.
—La sincronización de la hora es de la máxima importancia —dije—. Si las cámaras solo van a funcionar medio minuto, resulta esencial que la orden eléctrica se dé a las doce en punto. Necesitamos que no exista ningún margen de error.
Gordon chascó dos dedos.
—También he pensado en eso —dijo—. No necesitaremos mirar nuestros relojes, ya que es casi imposible que dos de ellos estén completamente de acuerdo. Nos guiaremos por una señal exacta e igual para todos, como son las campanadas de la torre de Wilbur.
—Es una buena medida —dije—. ¿Pero qué sistema va a seguir?
—El más sencillo del mundo: cuando terminen de sonar aquí las doce campanadas, el notario de Wilbur da desde su despacho la orden eléctrica, mediante una instalación que montaremos. Y en el momento exacto en que esas doce campanadas terminen, nosotros también darlos conexión en el sótano de la casa. Exactamente medio minuto después, la conexión cesará. Cono las campanadas las oímos todos, no habrá problema.
Asentí.
—De acuerdo, Gordon. Será mejor que prepare ya las órdenes de citación para interrogar a toda esa gente. Hace falta que los técnicos dispongan de tres o cuatro horas como mínimo.
Él miró su reloj, pulsó un timbre y susurró:
—Usted deberá volver a Nueva York, Stirling.
—¿Qué quiere decir? ¿Trata de echarme de aquí? Le advierto que no pienso obedecerle, y que además los jefes de la Metropolitana me amparan por el momento. Ellos conocen mi paradero, pero no se lo piensan explicar a nadie.
—Con sus jefes de la Metropolitana he hablado hace un momento —dijo resignadamente Gordon—. Yo podría buscarle a usted las cosquillas por hacerse pasar por un policía que tiene atribuciones aquí, cuando no las tiene, Stirling, pero de momento no moveré un dedo para perjudicarle. En cambio sus jefes de Nueva York se han metido en un buen lío por culpa de usted.
—¿Qué clase de lío?
—El doctor Hugues, a quien usted golpeó para huir, ha presentado una denuncia en regla. La policía sabe dónde está usted, y puede incurrir en responsabilidad si no lo dice. Ese es su problema. Pero el problema lo puede resolver usted en unas horas y por eso me han llamado.
—¿De qué modo puedo resolverlo?
—Vuelva a Nueva York, métase de pezuñas en aquella clínica y presente sus excusas a Hugues. Él es una buena persona y retirará la denuncia. De ese modo la policía no tendrá que intervenir. Será simplemente un asunto entre sus jefes y usted.
—Oiga, Gordon, la cosa no es tan sencilla. Yo me largué de allí por las buenas.
—Sus jefes ya han conseguido un parte médico diciendo que está curado. El único obstáculo legal que usted tiene delante suyo es la denuncia de Hugues. Si resuelve eso, no tendrá problemas de ninguna otra clase.
Pulsó de nuevo el timbre y añadió:
—De aquí a Nueva Orleans hay poca distancia en coche. Y desde Nueva Orleans a Nueva York salen aviones continuamente, de modo que usted puede ir, arreglar el asunto y estar de regreso aquí mañana por la mañana. Cuando por la noche pongamos en funcionamiento el circuito de televisión ya puede estar con nosotros.
Hice un gesto de asentimiento.
El plan era razonable, y sobre todo no podía negarme si me lo pedían mis jefes de Nueva York. Además, no creía que aquella noche pasara nada. Me parecían imposibles tres asesinatos en tres noches seguidas.
La puerta del despacho se abrió. El hombre a quien Gordon había llamado con el timbre, se detuvo en el umbral. Era un tipo con gruesa cazadora de piel y un casco amarillo entre las manos. Parecía a punto de participar en las veinticuatro horas de Le Mans.
—Lleve a este hombre a Nueva Orleans en un patrullero —dijo—, y deposítelo en el aeropuerto, junto al mostrador de la TWA. Una vez allí, Stirling, pregunte por el billete oficial que tiene reservado. La vuelta, si es que quiere volver, se la deberá pagar usted. No es asunto mío.
Le dije que volvería aunque fuese a pie y salí del despacho.
Mientras, a bordo del patrullero, rodábamos hacia Nueva Orleans a una velocidad de vértigo, yo pensaba que los jefes de la brigada se estaban portando bien conmigo. No me habían dejado en la estacada a pesar de que yo les había dejado en la estacada a ellos, al huir, cuando las órdenes eran de permanecer allí, en la clínica. Encendí un cigarrillo y tomé una firme decisión: resolvería lo de Hugues y volvería cuanto antes a Nueva Orleans y a Wilbur. A la noche siguiente quería estar allí.
¿Pero por qué tuve miedo otra vez?
¿Por qué tuve miedo al pensar que iba a entrar de nuevo en aquella clínica?
Era un temor que no tenía sentido.
Miedo a las brujas…
Miedo a entrar en el sitio… ¡dónde había oído por primera vez, la voz de Nancy Forrestal!